Programa Nacional de Empleo.
Programa neoliberal a la medida de los empresarios
Masas
El “Programa Nacional del Empleo” aprobado por el gobierno transitorio mediante decreto supremo 4272, es todo un programa gubernamental neoliberal. Sus disposiciones se orientan esencialmente a salvar a las empresas privadas ampliando los mecanismos de apoyo financiero, a imponer la disciplina fiscal a través de la reducción del gasto público, a limitar la participación estatal en el empleo y a la privatización de empresas y proyectos públicos.
En el programa, la generación de empleo a cargo del Estado es la parte menos importante. Se limita, por un lado, a repetir la experiencia del PLANE: creación de empleos eventuales en pequeñas obras a cargo del FPS y financiado con hasta 100 millones de bolivianos en obras de rehabilitación de infraestructura de salud, educación, agua y otras realizadas por los municipios y gobernaciones. Por otro lado, los municipios y gobernaciones que actualmente tienen algún plan de empleo o administren algún servicio de intermediación laboral (las famosas “bolsas de trabajo”), deben reorientarlos hacia sectores productivos o de servicios de las micro, pequeñas y medianas empresas; asimismo, deben priorizar la contratación de mujeres, jóvenes, discapacitados y personas en “riesgo de perder su empleo”.
Contrariamente, el gobierno crea varios fondos para salvar a las empresas privadas endeudadas con los bancos y que son responsables del despido de miles de trabajadores. Primero, crea el fondo FORE de 12.000 millones de bolivianos para que los bancos reprogramen hasta el 50% de cada crédito que las empresas privadas no pueden pagar. Segundo, establece otro: FEGASEC, de 1.100 millones de bolivianos, para garantizar también el 50% de nuevos créditos y títulos de deuda que contraigan las empresas a partir de la fecha. En ambos casos, los recursos que provendrían del Tesoro de la Nación y de préstamos externos, serían administrados por los bancos, que tendrán garantizada la obtención de ganancias por prestar dinero.
Pero el plan de apoyo a los capitalistas va más allá. Se establece la titularización de las carteras de crédito de los bancos; es decir, se permite que, mediante la emisión de títulos de deuda, los bancos obtengan recursos frescos para continuar prestando, transfiriendo los riesgos a los inversionistas de bolsa, entre los que destacan en nuestro país las AFP, que administran los recursos de jubilación.
Para las empresas pequeñas y medianas dispone otro fondo, FA-BDP, para garantizar nuevos créditos, sumándose al programa creado en abril de este año, pero que no ha funcionado hasta el momento.
Asimismo, se establece el FOGAVISS como fondo para garantizar créditos de vivienda social, en base a un fideicomiso de hasta 5.000 millones de bolivianos que estará vigente por 30 años. Los recursos iniciales provendrán de la Agencia Estatal de Vivienda, 500 millones y luego del 70% del aporte patronal de vivienda. En ambos casos serán los bancos PYME, cooperativas de ahorro y mutuales los que administrarán los recursos que provienen del salario diferido de los trabajadores.
El plan gubernamental incluye otras medidas sectoriales, como la inmediata disposición de créditos para las cooperativas mineras con los saldos del FOMIN. Sin embargo, destaca la “habilitación” de la categoría de semilla certificada B (que no requieren certificación de origen genético) para las campañas agrícolas de este año; medida que coincide con las políticas de apoyo a la agroindustria, mediante la ampliación de la frontera agrícola a título de garantizar la “seguridad alimentaria”.
Repitiendo el discurso del ajuste neoliberal y contradiciendo el mismo nombre del programa, se determina la reducción del gasto corriente que afectará el empleo público. Las entidades del gobierno deben reducir en 15% sus saldos presupuestarios no ejecutados a la fecha, excepto el Magisterio, Salud, FFAA, Policía y empresas públicas. Se debe restringir gastos de pasajes y viáticos. Aunque no se toca el ítem de Servicios Personales, sí se reducirán acefalías y el 20% de personal eventual y de “consultores en línea” que no tengan financiamiento externo.
La cereza en la torta es la intención de privatizar diversas áreas estatales. Primero, se determina que las empresas 100% estatales, deben presentar un Plan de Factibilidad de corto plazo (proyección a marzo 2021) para determinar si son o no sostenibles, plan que no debe contemplar ningún apoyo estatal adicional. Con ese plan, los ministerios cabeza de sector aplicarían medidas de reducción de gastos, optimización de recursos y reestructuración administrativa, lo que constituye una amenaza de cierre de las empresas. Segundo, se promueve la inversión privada mediante “concesiones”, es decir, cesión de la construcción, mantenimiento y operación de obras a las empresas privadas (probablemente caminos); por otro, a través de “alianzas estratégicas” que no son más que contratos de inversión conjunta, al pleno estilo de los joint ventures de la capitalización gonista. Finalmente, se determina que en 90 días se aprobará un cronograma de “conversión” de las empresas públicas al régimen de la Ley de la Empresa Pública, aprobada durante el gobierno de Evo Morales, que permite la incorporación de capitales privados a las Empresas Corporativas, como sucedió con Yacimientos de Litio Boliviano y como se pretendía con COMIBOL.
(Publicado en Masas Extra, periódico del Partido Obrero Revolucionario, el 29 de junio de 2020)
Complejo futuro para el próximo gobierno
Erick R. Torrico Villanueva*
lunes, 29 de junio de 2020
Si bien 2020 es bastante distinto a 2019, lo que el año actual le heredó al anterior es el carácter transitorio que habrá de tener el gobierno que vaya a ser electo, cualquiera que éste sea.
Este rasgo estaba ya preanunciado por el agotamiento del modelo denominado “proceso de cambio” que algunos pretendieron prolongar a toda costa, aunque era claro que entre 2009 y 2016 había perdido, en una secuencia de equívocos pasos, su legitimidad y legalidad iniciales. El fraude electoral perpetrado hace 8 meses dio el toque final a ese experimento que para entonces había degenerado en autoritarismo y corrupción, dejando sumamente maltrecha la institucionalidad democrática tras desperdiciar para el país, además, el que quizá fue el mejor momento de la economía boliviana.
En los frustrados comicios nacionales de octubre pasado, aunque casi nadie lo veía así, tenía que ser elegido un gobierno que nada más iba a constituirse en el primero de la transición entre una etapa con un fallido intento de supremacía y otra de recomposición y realineamiento de fuerzas, así como de redefinición de proyectos, lapso de tránsito que debe volver a ser enfrentado ahora.
Sin embargo, esta desafiante circunstancia encuentra a los contendientes electorales del momento, y por supuesto al conjunto de la ciudadanía, no sólo con un vacío de estructuras políticas coherentes, sólidas y confiables, una carencia de liderazgos con alcance social efectivo y una preocupante ausencia de propuestas programáticas, sino en medio de una grave crisis multidimensional –política, institucional, de salud, social y económica– cuya superación demanda respuestas consistentes de siquiera mediano plazo.
El perfil de las candidaturas ya registradas para las venideras elecciones anticipa una fragmentación de la votación que no hubo en 2019 debido a la polarización reinante; esa división, al parecer, incluirá sólo a tres de tales pretendientes, que concentrarían, cada uno, un cuarto o un tercio de los sufragios. Los restantes, en ese cuadro, se muestran como postulantes “sin motivo”.
Si esta dispersión parcial llega a ocurrir, junto con una significativa tasa de ausentismo, se tendrá dos consecuencias: una segunda vuelta electoral –pero con una asamblea parlamentaria ya conformada y sin mayoría visible– y la necesidad de que, después de la “guerra de todos contra todos” que caracterizará a la corta campaña proselitista “a distancia”, los más votados tengan que hacer coalición para conformar el gobierno y gestionarlo con cierta mayor fuerza. Los otros terminarían sumándose a un renacido descontento que paulatinamente podría lograr un alto potencial desestabilizador.
Como ninguno de los candidatos da hasta ahora señales de entender el lapso transicional en que se halla Bolivia, tal cortedad de miras les lleva sólo a reconocer como objetivo una victoria urgente en las urnas para nada más hacerse del gobierno. Qué harán una vez ahí –o, mejor, qué les será posible hacer–, bajo qué condiciones se hallarán o cuál debiera ser el alcance requerido de esa su presencia son temas que, hasta donde hoy se ve, no figuran en las agendas de quienes aspiran a gobernar.
Los electores, por su lado, o son indiferentes frente a la elección (no consideran que ésta sea una prioridad), aguardan todavía buenas noticias sobre la pandemia para decidirse a participar o están en el grupo, más pequeño, de los que ya no quieren esperar más.
En este campo, el de la ciudadanía, se puede percibir dos problemas: uno es que gran parte de los potenciales votantes cree que sólo se trata de elegir un nuevo gobierno y ya, sin una transición política real como horizonte, y otro que las opciones para votar, como están las cosas, se reducen a tener que escoger a quien pueda administrar mejor (“parchar”) la incertidumbre y la inestabilidad.
Los indicios de lo que viene aconteciendo señalan, así, que el siguiente gobierno estará en el ojo de la tormenta y casi representaría un punto de paso. Es probable que el que le suceda, si por fin llega uno que comprenda el sentido del tiempo crítico actual, deba agradecerle por el favor de su transitoriedad.
*Especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov
(Publicado en ANF el 29 de junio de 2020)
Presidenta Jeanine y elecciones
viernes, 26 de junio de 2020
La parlamentaria Jeanine Añez se encontró de pronto con que tras las mal calculadas renuncias de las autoridades parlamentarias del MAS tenía que asumir la Presidencia del Estado con la única atribución de convocar a elecciones, teniendo como antecedente el “fraude” electoral de octubre del año pasado, que dio pie a una intensa y violenta movilización social, hecho que muchos consideraron un “golpe” de Estado. Y aquí cabe una primera observación: no tiene mucho sentido seguir discutiendo si eso fue o no un “golpe” (que en todo caso sería un tipo excepcional de golpe, ya que no tendría nada en común con los muchos golpes de Estado que sí hemos padecido), dado que el auténtico golpe lo había dado el propio Evo Morales, cuando decidió hacer caso omiso del referéndum del 21 de febrero y declararse con derecho a candidatear nuevamente. Eso sí es un auténtico golpe de Estado.
Consecuente con todos esos elementos, lo primero que hizo la nueva Presidenta transitoria fue anunciar una convocatoria a elecciones. Pero inmediatamente cometió su primer error anunciando su propia candidatura a la Presidencia, decisión que le viene complicando la vida (y que cada vez tiene menos perspectivas). Y la mayor complicación fue la llegada de la pandemia del coronavirus con todas sus complicaciones, no sólo las que se derivan de un sistema de salud sumamente deficiente (otra insuficiencia de los gobiernos de Evo), sino a la necesidad de decretar un estado de excepción, que apuntaba a reducir al mínimo el contacto personal, pero que a la vez paralizaba actividades productivas, educativas, comerciales o de transporte.
Una paralización así en una sociedad como la nuestra, en que la mayor parte de la población trabaja por cuenta propia y se dedica sobre todo al comercio, el transporte y la pequeña producción, resultaba poco tolerable; y cuando se normalizó relativamente la vida, el coronavirus fue el gran beneficiado.
¿Y las elecciones, cuya organización era la responsabilidad fundamental de la Presidenta interina? En principio se despreocupó de ellas (lo que ya dio lugar a diferentes interpretaciones), pero la exigencia de las organizaciones políticas más fuertes (como el MAS y Comunidad Ciudadana) la han llevado nomás a aceptar la convocatoria a elecciones para el próximo septiembre. Sin embargo, en las últimas semanas la pandemia se hace más intensa y mucha gente se pregunta si llevar a la población a votar no equivale a llevarla a contagiarse del virus. Y, por otra parte, se comenta que si llega a haber elecciones antes de haber superado la pandemia, el porcentaje de abstención será grande y de hecho beneficiará al MAS, cuyos seguidores están más dispuestos que otros a jugarse la salud por su candidato o candidata…
Y ahí viene el dilema: ¿elecciones sí o no? Por una parte, está claro que la Presidenta interina no puede prolongarse en el cargo indefinidamente (como indefinido está el fin de la pandemia), y por otra parte se puede intentar unas elecciones con procedimientos cautelosos que no faciliten el contagio. ¿Que esa situación favorece más a unas candidaturas que a otras? Ni modo, peor sería que a los males de la pandemia se sume una cadena de conflictos políticos cuyas consecuencias son imprevisibles.
Y la cosa se complica en un país como el nuestro, donde votar es una obligación, cuyo incumplimiento está legalmente sancionado. Sumando pros y contras, se puede sacar la conclusión de que las elecciones son inevitables y no se pueden prorrogar más allá de septiembre, con la participación o no de toda la ciudadanía, por la sencilla razón de que mientras tanto el país se está acercando a la ingobernabilidad. Y ustedes, amables lectores y lectoras, ¿qué piensan?
*Es miembro del Colectivo Urbano por el Cambio (Cueca) de Cochabamba.
De una vez
sábado, 27 de junio de 2020
Me perdí algo en la telenovela política boliviana. Como ya me aburre la saturación de noticias, me perdí algún capítulo del sainete. Hasta donde recuerdo, había una gran presión política para que el gobierno de la presidenta Añez promulgue la ley de convocatoria a elecciones para el 6 de septiembre, y ella se resistía a hacerlo en consideración de los riesgos de la pandemia. Hasta donde me quedé en la cadena de acontecimientos, la presidenta del Senado, por instrucciones de su jefe Evo Morales, amenazó con promulgar la ley si no lo hacía el gobierno. De lo que recuerdo, hace un par de semanas insultaban como “masista” al presidente del Tribunal Supremo Electoral, porque ese órgano del Estado dispuso las elecciones para septiembre. Un funcionario de lujo para cualquier país del mundo, pero denigrado en Bolivia.
Hasta donde recuerdo, la opinión pública estaba dividida entre los que afirman que es un riesgo para la salud y la democracia hacer elecciones tan pronto, y los que acusaban al gobierno de prorrogarse usando como excusa la pandemia. Los primeros argumentan que la gente se puede contagiar al votar (riesgo para la salud) y que muchos no irán a votar por miedo al contagio (abstención, riesgo para la democracia). Los otros, que de todas maneras exigen elecciones lo antes posible, esgrimían argumentos basados en cálculos políticos, no en previsiones sanitarias.
Hace semanas escribí que el MAS jugaba ambas cartas de manera sucia, en el estilo brutal del irresponsable “jefazo”: por una parte, exigía elecciones cuanto antes, y por otra, sacaba a sus huestes a las calles para aumentar los contagios y mantener al país en crisis sanitaria permanente.
Pero, como digo antes, me perdí algún capítulo de la telenovela, porque no bien promulgada la ley de convocatoria a elecciones, los mismos que presionaban ahora acusan de irresponsable al gobierno. Ya no entiendo nada.
Parece que hay dos verdades que es imposible conciliar, y ambas nos llevan a un desastre, pero ya no me importa: que suceda de una vez.
La verdad número 1 es que la pandemia continuará. No hay solución para los próximos seis meses, ni en Bolivia, ni en ninguna parte. Ningún país ha eliminado el Covid-19, una montaña rusa con curvas peligrosas y bajadas espeluznantes. Donde ya no había casos, empiezan a aparecer de nuevo (China, Europa). Bolivia, a pesar de los esfuerzos realizados, es más frágil porque tiene una frontera extensa con Chile (que hasta ahora no ha podido frenar el número de contagios diarios) y con Brasil, que tiene como Presidente a un demente que califica la pandemia mundial como “uma gripezinha”.
La verdad número 2 es que todos queremos que la situación política encuentre una salida cuanto antes. La pandemia no estaba en los cálculos de nadie: ni de los que salimos con pititas y banderas a bloquear las calles contra el fraude electoral de Morales, ni de los que orquestaron el engaño para eternizarse en el poder, ni de los aspirantes a llegar al gobierno. A todos nos sorprendió por igual y nos puso frente a un espejo que nos muestra como somos: intolerantes e irresponsables.
Entonces, entre las dos verdades hay un dilema que no tiene solución. Quien diga que tiene una solución, miente. Resulta muy cómodo echar todas las culpas al gobierno: culpable si no convoca a elecciones porque quiere eternizarse en el poder, y culpable si las convoca porque pone en riesgo la salud y la misma democracia.
¿Entonces qué? Sí que sí, o no que no. O sí que no, o no que sí. Parece una cantinfleada colectiva en la que todos se echan culpas (por no usar otra palabra) con ventilador.
Lo voy a decir clarito: todos somos responsables, cada uno de nosotros. Todos somos comparsa en la telenovela. Todos somos campeones en ofrecer recetas y criticar. Y el día de las elecciones todos decidiremos por quién votar o si vamos siquiera a votar. Entonces, no se vale regar culpas al Tribunal Supremo Electoral, a Carlos D. Mesa, al gobierno o a Eva Copa (presidenta transitoria del Senado, cuyo mandato había concluido el 22 de enero). Todos hemos ejercido en coro opiniones para uno o para otro lado, que nos han llevado a este momento jocoso del sainete.
En lo que a mí respecta, coincido con los que quieren elecciones el 6 de septiembre. Creo que la votación se puede realizar con más orden que las ferias de El Alto y evitando el comportamiento desaforado de los narcos del Chapare o de Yapacaní. Pase lo que pase, que suceda de una vez por todas para no prolongar la doble agonía. Y todos seremos responsables de lo que resulte: más pandemia y menos democracia. Pero sería lo mismo sin elecciones.
*Es cineasta y escritor.
@AlfonsoGumucio
Constantes en la democracia boliviana
Erick R. Torrico Villanueva*
lunes,15 de junio de 2020
A casi 38 años de su restablecimiento, la democracia boliviana presenta como constantes principales su pervivencia y falta de consolidación. En ese cuadro, las elecciones generales que se tiene pendientes para este 2020 marcarán su devenir al menos en el mediano plazo.
Pese a estar amenazado en sus inicios por las sombras del militarismo y en los últimos años por las pulsiones autoritarias de ciertos civiles, así como afectado en su trayecto por crecientes pugnas de intereses político-económicos, el régimen democrático consiguió subsistir desde octubre de 1982, pero en distintas ocasiones vio interrumpido o distorsionado su afianzamiento institucional.
Tras superar variados obstáculos y afrontar siquiera tres grandes crisis (la hiperinflacionaria en 1985, la de deslegitimación política en 2003-2005 y la de violación constitucional en 2016-2019), lo que se ha mantenido es el procedimiento formal y legalista de recambio gubernamental, que la mayoría poblacional todavía asume como camino aceptable para tal fin.
Ello ha generado una sensación de cierta estabilidad política, favorecida por la prosecución no reconocida de los lineamientos básicos en la gestión económica heredados del programa neoliberal de ajuste, aunque no haya la misma impresión en el ámbito social, que alimenta la permanente protesta social y arrastra viejos e irresueltos problemas, como ha vuelto a evidenciarse en estos meses de pandemia.
Se podría decir que, en términos gruesos, la gente en Bolivia sigue legitimando los principios y el método de la democracia, sin que termine de encarnar sus valores (libertades, derechos, ley, justicia, pluralismo, participación, transparencia, etc.) y sin que el sistema político como tal se hubiese democratizado.
De 1982 a la actualidad el país ha tenido 13 gobiernos con 10 presidentes, 9 de ellos varones y una mujer; 3 fueron de La Paz, 3 de Cochabamba y 1 de Tarija, Oruro, Santa Cruz y Beni. Uno de ellos (Gonzalo Sánchez) estuvo al mando dos veces y otro (Evo Morales) en tres ocasiones; ambos tuvieron en común que no llegaron a concluir sus períodos finales como producto de rebeliones sociales (2003 y 2019) que se les pusieron al frente.
Considerando esos dos casos, más los de Hernán Siles y Hugo Banzer (que renunciaron a un año de sus respectivos períodos, uno para evitar el regreso de los uniformados y el otro a causa de una enfermedad terminal), el del gobierno sucesorio de Jorge Quiroga (que reemplazó a Banzer) y los de los gobiernos transitorios de Carlos Mesa, Eduardo Rodríguez y Jeanine Áñez, hubo solamente cuatro gobernantes que completaron sus mandatos: Víctor Paz (1985-89), Jaime Paz (1989-93), Gonzalo Sánchez (1993-97) y Evo Morales (2006-09 y 2010-14).
Si desde el principio se hubieran cumplido los tiempos constitucionales, desde el retorno democrático Bolivia debiera haber tenido sólo nueve gobiernos hasta el momento, pero no todo marchó regularmente. Los períodos de cuatro gobiernos fueron recortados en medio de agudas crisis políticas (Siles en 1985, Sánchez en 2003, Mesa en 2005 y Morales en 2019) y hubo 4 procesos de sucesión: Quiroga a Banzer (2001), Mesa a Sánchez (2003), Rodríguez a Mesa (2005) y Áñez a Morales (2019). De los 13 gobiernos de la actual etapa democrática, cuatro carecieron de mayoría parlamentaria –Siles, Mesa, Rodríguez y Áñez–, sin que lo contrario probara ser garantía de una gestión estable. En todo caso, sí se verificó que los acuerdos pre o poselectorales, con organizaciones políticas o sociales, así como las prácticas de cooptación (en el caso de Morales), casi siempre rindieron frutos para los gobernantes (menos en el caso de Siles, desestabilizado desde dentro por parte de sus aliados) y fueron redituables para sus socios, más o menos, dependiendo de quién se tratara.
Entre las más destacadas irregularidades políticas registradas a lo largo del proceso democrático (la corrupción económica corresponde a otra categoría de las anomalías del sistema), se puede señalar la inconstitucional habilitación de la candidatura del entonces vicepresidente Jaime Paz en 1985, la sui géneris ruptura del vicepresidente Mesa con el presidente Sánchez en 2003 que le permitió sucederle, la abierta presión que impidió a los presidentes de las cámaras parlamentarias suceder a Mesa en 2005 y obligó al entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia, Eduardo Rodríguez, a asumir el gobierno, la reiterada vulneración de la Constitución en 2009, 2014 y 2019 para forzar las candidaturas continuas de Morales y la fallida estratagema de la renuncia premeditada a la cadena de sucesión constitucional por los inmediatos colaboradores de Morales en los órganos ejecutivo y legislativo en noviembre de 2019.
Es posible advertir, por tanto, que la vida boliviana en democracia, vista políticamente, ha estado atravesada de circunstancias que, no obstante llevar al país al borde del abismo en diferentes oportunidades, llegaron a ser reconducidas incluso en el último minuto.
Ante este panorama, es necesario tener claro que, si bien el sistema democrático subsiste, se requiere desarrollar y perfeccionar sus mecanismos institucionales, así como fomentar y potenciar la cultura democrática ciudadana.
La crisis poselectoral de octubre-noviembre de 2019 y sus secuelas están mostrando, una vez más, los graves riesgos que se ciernen sobre el régimen de libertades todavía vigente. Urge que la democracia, además de pervivir formalmente, se fortalezca como sentido común y realización concreta. Por eso, debiera tenerse presente que los comicios próximos no servirán apenas para elegir a un nuevo gobierno.
*Especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov
Publicado en Agencia de Noticias Fides (ANF) el 15 de junio de 2020