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Ferias campesinas, cordón umbilical de la ciudad

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Por Katherine Fernández

Septiembre 2015

Las ferias campesinas que se instalan en las ciudades una vez por semana o cada quincena,  traen consigo una porción importante de naturaleza, de tierra, agua y aire en cada verdura, flor, fruta y planta medicinal, en sus yerbas aromáticas y hasta en las canastas de huevos criollos manchaditos y quesos envueltos en paja. Todos sus olores y vestigios de campo que deberían recordarnos cómo se produce la comida, son despreciados y aborrecidos por la modernidad que insiste en la envoltura de plástico impermeable al recuerdo de su origen.

En los lugares donde no existen ferias campesinas, la gente acude a tiendas y supermercados, donde no solo los precios son más elevados, sino que la venta se hace en envases de plastoformo, cajas de cartón o fundidos de plástico y los tomates o las berenjenas son seleccionadas en tamaño uniforme y perfecto como si fueran fabricados en serie. No expresan la variedad de formas, lunares y degradación natural del color que cada verdura tiene, tampoco traen hojas ni tallos, las frutas no parecen  producidas por un árbol o arbusto y los choclos parecen sonrisas sin cara.

La exigencia urbana por convertir la naturaleza en clasificaciones brillosas y militarmente enfiladas, rompe con la armonía y espontaneidad que tenían al momento de la cosecha. Si no existieran las ferias campesinas, donde las agricultoras traen sus productos tal y como la tierra se las ha entregado, en la ciudad no sentiríamos ni un poco de naturaleza y mientras menos la sentimos, menos valoramos el esfuerzo de la familia agricultora, lo que nos convierte cada vez más en fríos negociantes de la comida incapaces de recordar que es el fruto de la tierra y la faena madrugadora de personas que agotan sus fuerzas según su edad, integrados en las tareas y roles que se tejen entre distintas generaciones presentes al mismo tiempo, agachados al surco o suspendidos al árbol, madres, padres, niños, abuelos y bisabuelos.

Si una feria se instala en las afueras de la ciudad, incluso tiene ovejas y llamas para que los niños se saquen foto y burritas amamantando a su cría para ofrecer ambrosías.

Cuando la feria termina y se retiran todos, solo queda el frío asfalto sin vida, completamente incapaz de albergar las semillas y brotes que cayeron de los alimentos y que se convierten tristemente en restos de basura, cuando en el campo son alimento para las gallinas y las vacas.

Si restableciéramos las relaciones entre las personas, más allá de la transacción, podríamos convertir las ferias de campesinos en intercambios de sentires y significados. Nos enriqueceríamos más con el diálogo fraterno que con el regateo del precio. Preguntarnos mutuamente cómo nos fue esta temporada en la cosecha o esta semana en la oficina y aproximarnos a conocer las necesidades más allá de lo obvio, es naturalizar un poco la ciudad para dejar de desconectarla del campo donde está la tierra que siempre será nuestro vientre, fuente de vida y lecho final.

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