desde Colombia
Aprender de la minga
sábado, 24 de octubre de 2020
Editorial: El Espectador
La minga indígena dejó una hoja de ruta de cómo podemos manifestarnos mejor en Colombia y cuánto tiene todavía por aprender el Estado para atender esas demandas. / Foto: El Espectador / Mauricio Alvarado
Tanta tensión no era necesaria. A pesar de lo caldeado que estuvo el debate público, de los señalamientos y la estigmatización, de las discusiones entre el Distrito y el Gobierno Nacional, la minga indígena vino hasta Bogotá, hizo valer su protesta, dejó un claro mensaje, se ganó la simpatía de los ciudadanos a su paso y dio una clase maestra de cómo las manifestaciones pueden hacerse sin destruir ni sembrar más caos.
Desde distintas trincheras vimos cómo se lanzaban rumores sobre la infiltración de la minga, sobre un caos por venir, sobre la necesidad de detener el avance de los manifestantes. Para los murales de la infamia quedará, por ejemplo, el tuit del presidente de la Federación Colombiana de Ganaderos, José Félix Lafaurie, en el que se preguntó por las botas de los “indígenas”, así, entre comillas, que se dirigían hacia Bogotá, dado que el presidente Iván Duque no había viajado a reunirse con ellos en el Cauca. No solo por tratarse de un intento despiadado por estigmatizar todo un movimiento en búsqueda del reconocimiento de sus reclamos políticos, sino porque es una buena síntesis del clima del debate público en Colombia por estos días.
En contraste, la minga pasó por Bogotá y no hubo caos. Su travesía por varias ciudades de Colombia dejó mucha gente contagiada de su fuerza y de su emoción, y nada más. En la capital, el secretario de Gobierno del Distrito, Luis Ernesto Gómez, compartió fotografías de cómo la minga dejó ordenado y limpio el lugar que ocuparon. También la Plaza de Bolívar donde se manifestaron. No hubo vandalismo ni infiltración. Por el contrario, se vio a la Guardia Indígena evitando que encapuchados marcharan con ellos. La tenían clara: su objetivo era, en paz, hacerle un llamado de atención al gobierno de Iván Duque. Y lo lograron.
Por supuesto que fue un acto político. Resulta incomprensible, por decir lo menos, que esa característica la hubieran enfatizado los voceros del Gobierno para descalificar la minga. Una vez los hechos dejaron sin piso la estigmatización inicial, no les quedó otra opción que reconocer la validez de la protesta y acudir entonces a su carácter político como razón para que el presidente no la atendiera. Qué pobre concepto de la política parecen tener quienes nos gobiernan.
La minga ha dejado varias lecciones que tenemos que considerar en las manifestaciones venideras. Para empezar, el orden y el respeto por los bienes públicos. Sin la distracción de quienes salen a destrozar, el único mensaje que se escuchó fue el de los reclamos que le hacían los indígenas al Gobierno. El mensaje no se fortalece, antes bien se debilita, cuando media la violencia.
Además, la colaboración con el Distrito demuestra que, cuando los gobiernos son receptivos y no salen a estigmatizar el derecho a la protesta, se pueden entablar puentes eficaces de comunicación que evitan desastres. También hace que los ciudadanos se sientan escuchados y reconocidos como actores valiosos en esta democracia.
En su momento señalamos que era innecesario para la minga exigir la presencia del presidente Duque, y nos sostenemos. El problema no estaba en que ese encuentro sucediera o no, sino en cómo se planteaba la relación del Estado con las demandas de los indígenas. Su insistencia por llegar hasta Bogotá dejó algo que trasciende los intereses particulares de esta protesta: una hoja de ruta de cómo podemos manifestarnos mejor en Colombia y cuánto tiene todavía por aprender el Estado para atender esas demandas.
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