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Tras las elecciones nacionales del Bicentenario, el pueblo pedirá soluciones

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Editorial Aquí 346

Este 17 de agosto, Bolivia acudió nuevamente a las urnas. Un acto que, en cualquier democracia madura, representa la máxima expresión de soberanía popular. No obstante, este año la cita tuvo un peso histórico y simbólico único: se desarrolló en el mes del Bicentenario de nuestra independencia que se produjo el 6 de agosto de 1825, luego de 15 año de lucha. Dos siglos de historia deberían inspirar unidad, visión de futuro y un compromiso real con el bienestar colectivo de todo el pueblo boliviano; pero, lamentablemente, el contexto conflictivo que atravesamos ha empañado los actos de celebración.

Bolivia atraviesa una crisis estructural que socaba sus cimientos. La institucionalidad se ha debilitado al punto de que las reglas de juego político se moldean al interés de quienes detentan coyunturalmente el poder y no al mandato que emana de la Constitución Política del Estado. La independencia de poderes es más una declaración retórica que una realidad palpable, y la confianza ciudadana en las instituciones se encuentra en uno de sus niveles más bajos de la historia.

En el plano económico, la situación es alarmante: el alza del dólar, la escasez de hidrocarburos y la falta de un plan coherente para superar la recesión han sumido a la población en una incertidumbre diaria. Los bolsillos de las familias sienten el peso de una inflación que no se reconoce oficialmente, pero que se vive en cada mercado y en cada factura que ya no pueden ser pagadas por el salario devaluado. Esta fragilidad económica no es solo resultado de factores externos, sino de años de improvisación y de decisiones orientadas más por intereses políticos y particulares que por una estrategia de desarrollo sostenible.

A esta situación se suma un deterioro profundo en materia de derechos humanos y libertades democráticas. La protesta social se criminaliza, la disidencia se estigmatiza y la pluralidad política se ve amenazada por prácticas autoritarias. Los espacios de debate y construcción colectiva se reducen, mientras se amplifica una narrativa oficial que busca acallar voces críticas, deteniendo y encarcelando a personas que no son funcionales al sistema.

En este contexto, las elecciones del Bicentenario no pueden ser tratadas como una más ni como un simple cambio de nombres de candidatos en las boletas de sufragio. Representan una oportunidad histórica para que la ciudadanía exija y construya un verdadero punto de inflexión que brinde certidumbre nuevamente al país. No se trata solo de elegir gobernantes, sino de decidir si continuaremos por el sendero de la degradación institucional, la destrucción del medio ambiente, la violación a los derechos humanos y el empobrecimiento progresivo, o si daremos el paso hacia la recuperación de la democracia, la transparencia, la recuperación económica y el proyecto de país que merecemos.

En este mes en que recordamos 200 años de independencia, la pregunta inevitable que nos formulamos es que si seremos capaces de honrar el sacrificio de quienes lucharon por nuestra libertad o seguiremos hipotecando nuestro futuro por intereses de corto plazo. El Bicentenario debería encontrarnos unidos y con una visión clara de nación, pero esa unidad no se decreta: se construye con verdad, con justicia, con transparencia, con honestidad y con respeto a la voluntad del pueblo.

Este 17 de agosto, de acuerdo a los resultados conocidos, una amplia mayoría de los electores han decidido votar por la renovación política, pero lo han hecho por la vieja derecha; de esta forma el Movimiento al Socialismo (MAS) —el partido que se hizo pasar por socialista e izquierda en las dos últimas décadas que estuvo en el poder— ha sido derrotado y rechazado en todas sus variantes; en consecuencia, su presencia en Asamblea Legislativa será reducidísima. Los jerarcas del llamado Socialismo del Siglo XXI, han desvalorizado al socialismo por su impostura y han actuado más bien como socios listos; no en vano se los califica como la nueva derecha.

Los ganadores en las recientes elecciones nacionales —coincidentes con su pasado y programas— implementarán políticas económicas de shock en su intento de acabar con la crisis existente, ajustes que caerán sobre las espaldas de los sectores más empobrecidos, como ya lo hicieron en la década de los años ochenta. Pero también deberá develar el entramado mecanismo que estableció el populismo derrochador en las dos décadas que manejó el Estado y desarticularlo, identificando los desvíos de recursos que hubo, los testaferros que se enriquecieron, los contratistas beneficiados con sobreprecios y otros negociados, a fin de juzgar a los corruptos y recuperar el dinero despilfarrado que pertenece a todo el pueblo boliviano; así también, el nuevo gobierno deberá proceder a la reinstitucionalización de entidades estatales que han perdido credibilidad como son la Judicatura, la Fiscalía, la Contraloría, la Procuraduría, las que deberán hacer su trabajo con independencia, idoneidad y cumpliendo la normativa que las rigen.

Desarticular el crimen organizado (narcotráfico, contrabando, trata y tráfico de personas, extorsiones, secuestros, sicariatos) es otra tarea por cumplir, como también superar el deterioro moral que nos ha dejado el régimen saliente, cuya recuperación se verá en las acciones diarias de los gobernantes y servidores públicos.

La oposición, hoy ganadora, en estas dos décadas demandaron solución a todo el bagaje de falencias antes enumeradas; en consecuencia, ahora que serán gobierno, gane quien gane en la segunda vuelta, está obligada a revolverlas para recuperar la institucionalidad y dar seguridad a la ciudadanía; de no hacerlo, se confirmará una vez más que las promesas electorales solo son parte de la demagogia de politiqueros.

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