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Y llegó el agua

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inundaciones

Selva Libertad Velarde

La mujer me llamó angustiada, quizá yo era el último recurso que tenía. Me pidió que le preste una carpa para acampar cerca de su casa y salvar sus pocas posesiones.  No tengo, le dije, se la llevó Julio al río. Luego, apagué el celular pues de verdad no tenía ni una carpa, ni dinero para poder comprarlas y quizá alguien más me llamaría y no quería pasar por ese ahogo de tener que repetir otra negativa.

Desde ese día, aunque los celulares sigan apagados, suenan dentro de mí, me despiertan a toda hora… Miles de voces de mujeres me piden sólo una carpa para albergar a su familia, algunos viejos muebles, todo sus tesoros… Desde ese día camino sin voz, sin alegría; con el deseo oculto que aparezca Robin Hood, el Genio de la Lámpara, alguna Hada Madrina bienhechora con su varita mágica; o Dios, por fin, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, apiadándose de los desamparados del mundo para que ya no sufra más tanto manoseo, tanta humillación de tener que pedir como si fueran extraños pedigüeños; como si no les correspondiera disfrutar de paz y amor y pan sobre la tierra…   

Es 8 de marzo y he renunciado a todo; hoy no admito canciones, ni abrazos, ni mensajes con palabras repetidas que no me dicen nada. Es 8 de marzo y sólo camino con el teléfono apagado.

Doña Arminda puso el cántaro en la gotera de la casa y esperó toda la noche que la lluvia lo llene de agua buena. Con la lluvia, el río se entró hasta su cuello helándole todos los recuerdos.

La encontré debajo de las ramas de un bibosi alisando lentamente sus cabellos despintados por los años y las penas guardadas bien adentro. Conversamos de todo: de los hijos que murieron y otros que se fueron al cuartel y nunca regresaron; de los compadres que se fiaron un motor de agua y ya no hay forma de pagarlo; de las hormigas que se comen los ojos de sus animalitos que nos miran desde la otra canoa cerca del techo de la casa... el agua mece su canoa y murmura viejas tonadas que ella bien conoce.

Ella me mira con sus ojos de más de setenta inundaciones y domingos de visitas y rezos; —Me voy, le digo, sin más; agobiada por la impotencia de no poder aliviar su desamparo. Sonríe y me pregunta como una despedida; —¿Será que el agua que está dentro del cántaro de greda antigua servirá para tomar y no se habrá contaminado de toda la pudrición que está por todos lados?;  —Sirve, le digo, ¿dónde lo puso?, —¡Ah!, se quedó pues allá abajo cuando cayó la lluvia y en el apuro, ya ni nos acordamos de subirlo…

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