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Hasta siempre querido Pitín

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Memorias del muro

Alonso Contreras Baspineiro

Había transcurrido la mayor parte del año en un ir y venir de días laxos, pero estaba escrito que aquel 2007 sería un año distinto. Un grupo de paisanos sureños nos organizamos para partir en caravana a nuestro pueblo. Con algunas mudas de ropa en la mochila y los recuerdos a flor de piel, la delegación convergió en Quechisla aquel 1 de noviembre. Fue como volver a descubrir la América. Tras veinte años de ausencia el pueblo aún exhalaba rosas silvestres y tierra recién cultivada. Ni quien diga lo contrario, el grupo de quechisleños que partió de los cuatro puntos cardinales de Bolivia aquel 31 de octubre, había sido convocado por la sangre.

Ch’iperos

El periplo tuvo momentos de expansión y de tensión como sucede en toda travesía de tres escalas y en tres distintos medios de locomoción. De Cochabamba y La Paz en buses interdepartamentales hasta la estación ferroviaria de Oruro, de allá hasta la estación intermedia de Atocha, en el tren internacional, en un viaje de siete horas. Y de allá en más hasta llegar a Quechisla en un destartalado colectivo de la Cooperativa Minera Chorolque. Al llegar al pueblo, y como es característico de estos viajes por la ribera del río, el vehículo se atascó en la arena húmeda. Hubo que recurrir a todo el ingenio de los viajeros para desatascar la heroica cafetera.

Ochenta nostálgicos ch’iperos llegamos al pago que conservaba la imagen de una aldea de casas terrosas y techos de paja. Nuestras retinas estaban preparadas para encontrar un pueblo devastado por el certero misil del 21060 que había silenciado y convertido en un montón de escombros a la mayoría de los pueblos otrora bullentes de vida y camaradería de la Comibol. Quechisla había sobrevivido al tiempo y la masacre blanca gracias a su vegetación. Los gigantescos eucaliptus, los elegantes pinos, los frondosos molles, los corpulentos álamos y los gentiles sauces llorones se habían convertido en macizos tótems a los cuales reverenciaba el destino.

Considerando que estas memorias se saltan normas protocolares de redacción y estoy consciente de que no van a ser pasibles a tijeretazos despiadados por falta de espacio, voy a hacer un interludio necesario para explicar el porqué a los habitantes de Quechisla, nos llamaban ch’iperos. Este gentilicio, más amistoso que peyorativo, se debe a que los pueblos protoandinos que habitaban la zona llevaban sus productos desde las comunidades campesinas de río abajo, a lomo de asnos y mulos, en chipas. Eran las chipas jabas de paja y carrizo tejidas a propósito para que la carga de uvilla negra, peras pintonas o los duraznos de partir, lleguen a destino sin que sufran daño severo. Incluso, ahora, en tiempos de cajas de madera y envases plásticos, se ve la utilización de esas singulares traíllas de la cultura chibcha.

¿Naufragio?

Para no aparecer como un chauvinista sectario, reconozco que no sólo Quechisla ha salido del naufragio neoliberal. A nivel general, y así sea con menos habitantes, los pueblos de la Comibol se mantienen a flote. Ni los hachazos inmisericordes del tiempo ni la sierra afilada del neoliberalismo lograron borrar del mapa a las combativas minas que fueron el bastión de la democracia boliviana en sucesivas luchas de resistencia. Por ahora fungen como propiedad de guetos de cooperativas mineras que siguen explotando estaño, plata y bismuto. Sin la férrea organización sindical de la otrora gloriosa FSTMB y adentrándose en los socavones en calidad de topos, sin seguridad industrial ni herramientas adecuadas: los mineros continúan arañando la tierra en busca de la veta escondida.

Quechisla

Me salto digresiones teóricas y explicaciones pormenorizadas que para eso tenemos libros de consulta, ahora incluso en versión digital. Son valiosos textos escritos en un lenguaje variopinto que recuperan una parte de la memoria colectiva de las minas del sur. Cito al azar algunos autores: Cristóbal Corso, Waldo Barahona, Edgar Soruco, Oscar Dávila. Y de manera particular la producción literaria de Adalid Contreras Heredia, mi padre, y un amigo de infancia, Luis Alberto Glasinovic, ambos en presencia del Creador desde hace tres meses. De mi padre tengo tanto material para difundir en memorias posteriores, que dejo en suspenso ese capítulo. Quiero detenerme ahora para hablar de Luis Alberto, para todos sus amigos, nuestro entrañable cumpa Pitín.

La casa de Pitín en Quechisla

Sigo el relato de la llegada a Quechisla. Se ingresa al pueblo por La Costanera, melancólica ribera protegida del río que en tiempo de lluvias baja furioso de las faldas del Chorolque, por infranqueables diques de cal y canto. La avenida está poblada por una larga hilera de álamos. En este perímetro se encuentran dos viviendas tipo chalet construidas para los ejecutivos de lo que fue la Empresa Minera Quechisla. Una de esas viviendas (la de la foto), junto a la oficina de correos, cobijó a la familia Glasinovic compuesta por el ingeniero Pedro Glasinovic; doña María, su esposa; Ana María, Juan Carlos, Luis Alberto y Jaqueline, los hijos. La familia había llegado de La Paz con la idea de permanecer unos meses y fue atrapada por la magia de Quechisla para sentar raíces por unos quince años.

Retrato

Cabello ondulado, peinado a lo Garcés, una pelusilla sobre el labio superior que anticipaba el bigote de cosaco que fue su distintivo a partir de los veintitantos años. Ojos castaños, que acompañaban la eterna y pícara sonrisa en una elipse de simpatía. Labia entrenada para conmover a los mayores y divertir a sus compañeros de aventuras. Así lo recuerdo a Pitín. Los quechisleños habíamos hecho del concepto de amistad un rito. Todos fuimos amigos y compañeros de aventuras y juergas en algún momento.

Honda en mano, los rapaces salíamos a ver la crecida del río y a pescar a las parejas furtivas, con ese pretexto, tras las cortaderas que circundaban el río y protegían el pueblo como defensivo natural. Quizás luego fuimos nosotros los observados por los noveles voyeuristas, no me he detenido a averiguarlo. Mirábamos divertidos cómo el río se llevaba ramas secas y latas de conserva, mientras hacíamos ranitas con las piedras planas que daban dos, tres saltos gigantescos hasta atravesar las aguas de canto a canto. La mayoría nos retirábamos campamento arriba y los Glasinovic, acompañados de los hermanos García que habitaban el otro chalet, se iban calle abajo.

Caminaba con paso rápido, urgente, como si todas las actividades que le tocara realizar fueran trascendentales. Desde asistir a clases, ir al cine, corretear con los amigos por la Costanera, en nuestros lances de far west criollo, trotar por el sinuoso caminito que conducía a La Poroma, antesala de la piscina olímpica o, simplemente haraganear, contándonos cuentos de terror en el banco de El Abra. Todo representaba para el Pitín asignatura de una importancia capital. No por nada figuraba casi siempre en el cuadro de honor de nuestra escuelita Félix Avelino Aramayo. Tenía una precisión matemática incluso para los quehaceres cotidianos. Mientras nosotros fabricábamos nuestros volantines y pistolas de cincho a ojo de buen cubero, él recurría al lápiz y el papel para hacer su cálculo de probabilidades. Daba gusto ver volar por encima de los pinos y los cables de alta tensión su volador de papel seda y caña atravesada, con el hilo cáñamo que rara vez se enredaba. No había nacido en Quechisla, pero, amaba el pueblo, incluso más que muchos lugareños.

Golondrinas

Cortaban en dos el cielo nublado, espeso como un queso, las golondrinas cola de tijera. Volaban bajito por la calle del mercado, en filas indistintas, de cuatro y cinco batallones. Cazaban al vuelo la miríada de mosquitos que a esa hora de la tarde habían salido en busca de la sangre de los transeúntes que desprevenidos transitaban por esa vía contigua al río. Las admirábamos, agazapados en el pretil de la acequia los chicos que en vacaciones multiplicábamos las opciones de diversión, al margen de las matinés de cine o los partidos de tenis en las canchas que habían sido escenario de dos torneos nacionales. La idea era comprobar si las golondrinas tenían las patitas pegadas al plumaje, sin los remos largos de los chiwancos o tarajchis, por ejemplo. Nunca pudimos develar el misterio de si tenían patas o dónde tenían escondidos los nidos, si es que los tenían o cómo se reproducían. El Pitín, como todos nosotros, estaba convencido de que las avecillas preferidas de Bécquer, simplemente no cesaban de volar. Eran criaturas del cielo.

Compartimos el equipo de atletismo en la modalidad de carrera de cien metros, el coro escolar de alumnos ataviados con impecables guardapolvos de cuello engominado y alguna vez integramos la selección de fútbol en el campeonato interescolar. Sin ser Ovidio Mesa, el ídolo que por ese tiempo era motivo de nuestra admiración, el Pitín jugaba al más puro estilo de los “wines” que corrían por la banda y metían el centro. Los dos íbamos por el carril derecho en esas lides futboleras en la cancha de tierra. Diez años después, aunque en distintas circunstancias y por caminos diversos, los dos volvimos a coincidir esta vez en el carril izquierdo. Ya no como integrantes del onceno de fútbol sino como militantes de la resistencia política a la dictadura de García Meza, a través de incendiarias notas de protesta publicadas en forma de grafitti o como proclamas subversivas entregadas a la colectividad, gracias a la magia del anacrónico mimeógrafo.

Periodista

Él se hizo periodista profesional en la Universidad Católica de La Paz, yo continué mi vida bohemia como escribano del acta de reuniones sindicales en alguna olvidada comunidad campesina del sur de Potosí. Y nos perdimos la pista. Lo volví a ver al cabo de veinte años en la puerta de la escuela Piloto, frente al Hospital Obrero de La Paz. Con la misma sonrisa franca de cuando recogíamos manzanas verdes burlando a los serenos de nuestro pueblo: me confió que algunos paisanos querendones de nuestras costumbres habían decidido reeditar el carnaval sureño con anatas, albahacas en la oreja y la bandera de Quechisla, en pleno centro miraflorino, y que esperaba contar conmigo. La entrada carnavalera se diluyó por falta de quórum y fue la última vez que lo vi. Volví a saber de su existencia en las redes sociales hace un año. El Facebook dio pie a una rica recuperación del espíritu ch’ipero en tertulias virtuales de media tarde, donde el infatigable Pitín era el nexo obligado para reencontrar a tal o cual paisano.

Conservo fragmentos de nuestras últimas pláticas de un epistolario que se perdió sin remedio: “Hola Chanito: un saludo y fuerte abrazo a la distancia. Revisando tu portal encuentro lindos poemas y frases que me devuelven a los años hermosos del pueblito más lindo de todas las minas: nuestra inolvidable Quechisla. Saludos y cariños a toda la familia y los amigos”. Y mi respuesta: “Siempre es motivo de particular alegría estrechar a un amigo y paisano en un abrazo sincero… feliz cumpleaños recordado Pitín. Recién me enteré que la revista en la que nos entrenamos como futuros redactores todavía se publica, y que eres el editor. Como cuando ch’iti, desde ahora voy a ser )otra vez) un asiduo lector de Bocamina”.

“Bocamina”

Y así fue. Las páginas de Bocamina me reconciliaron con la temática minera que había dejado en suspenso desde la relocalización. Con titulares contundentes en tiempo activo como este del 15 de abril: “Trabajadores de Bolivia cierran filas para respaldar demanda marítima en La Haya”; un lead que era una tesis en miniatura de la información en carpeta; un desglose de la noticia en estilo llano y preciso del mejor periodismo escrito en castellano, sin artilugios ni subterfugios que distraen la lectura, la revista se constituyó en un incentivo adicional para retomar este que Gabriel García Márquez consideraba como el mejor oficio del mundo. Gracias recordado Pitín por esta forma sui géneris de devolverme a la redacción casi sin querer queriendo.

La noticia del 24 de mayo me pescó en pleno rictus de dolor. Hace apenas una semana había fallecido mi padre y leí azorado el titular lapidario de que un periodista y el chofer de la Comibol, que retornaban de la mina de Arcopongo, habían muerto embarrancados. Nuestro inolvidable Pitín dejó esta vida en pleno vigor de su ejercicio periodístico hace tres meses. Las circunstancias determinaron que se hubiera convertido en el Kapuscinski de nuestras tertulias. Aquel reportero valiente, casi un cronista de guerra que estaba en el lugar de los hechos, sin que importen las medianías de la incomodidad del viaje o el riesgo a la muerte. Y así se marchó, errante viajero sureño, quechisleño de cepa y bolivarista a ultranza, a cazar las noticias más importantes en el olimpo de los elegidos. Allá donde llegan todos quienes en su vida han plantado un árbol, han publicado algún texto y le han regalado a esta vida contradictoria y hermosa, dos hijos que irán a perpetuar sus pasos: Pamelita y Luis Alberto jr. y a su viuda Roxana Fernández. Hasta siempre querido Pitín.

 

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