tribuna
Erick R. Torrico Villanueva*
23 de julio de 2019
Pese a su fragmentación, la oposición política boliviana tiene más probabilidades de resultar victoriosa que el partido gobernante en las apócrifas elecciones presidenciales convocadas para el 20 de octubre próximo.
En los hechos, el único triunfo que podría ser considerado verdaderamente tal para el oficialismo supondría un doble reto: ganar en primera vuelta, sin ayuda del árbitro, y conseguir al menos recuperar el respaldo que logró en las votaciones de 2014, que fue del 61,36%. Cualquier otro resultado simplemente constituirá un retroceso y, por tanto, una derrota.
Cabe recordar que la candidatura de Evo Morales alcanzó su mayor nivel de apoyo en los comicios de 2009, cuando obtuvo el 64,22% de los sufragios.
Sin embargo, en todos los procesos electorales posteriores los números le fueron adversos, a pesar de su segunda reelección en 2014, pues en esa ocasión, como se indicó arriba, su total de votos se redujo frente al que tuvo en la elección presidencial inmediatamente anterior.
En las elecciones municipales de 2010 el Movimiento al Socialismo perdió las alcaldías de La Paz, Santa Cruz, Oruro y Potosí, además de la de Achacachi, espacios todos considerados políticamente neurálgicos.
Las elecciones judiciales celebradas en 2011 y convertidas por la ciudadanía en oportunidad plebiscitaria, dieron un 57,67% de rechazo acumulado contra el gobierno.
En los comicios subnacionales de 2015 el oficialismo perdió las gobernaciones de La Paz, Santa Cruz y Tarija, así como, nuevamente, la alcaldía de La Paz y por primera vez las de El Alto y Cochabamba, todas muy significativas en términos de territorialidad política. Ese año, el total de los votos pro-gubernamentales sumó sólo el 41,79%.
Pero el más duro golpe le fue asestado al año siguiente, 2016, cuando la reelección presidencial continua fue resistida por el 51,3% de los sufragantes en el referendo del 21 de febrero, hecho que precipitó el despliegue de un conjunto de irregularidades con las que las autoridades consumaron más tarde la violación múltiple de la Constitución y otras normas para forzar la ilegal e ilegítima candidatura oficialista de 2019. El NO venció, entonces, en 6 de los 9 departamentos del país.
En 2017, las segundas elecciones judiciales adquirieron una vez más el carácter de un plebiscito en el que el repudio ciudadano al gobierno sumó el 64,98%, con una subida de más de 7 puntos porcentuales respecto a la primera versión de esas sui géneris votaciones.
Y a inicios de 2019, en las recién creadas elecciones primarias, los candidatos oficiales apenas consiguieron el respaldo del 40,97% de sus militantes, aunque los datos del Tribunal Supremo Electoral consignan un 45,51% sin aclarar que la diferencia (4,54%) fueron votos de rechazo interno (nulos y blancos) a esos candidatos. Si a ello se agrega que el apoyo efectivo de esa militancia (406.050 partidarios) representa apenas el 6,3% de la población nacional habilitada hasta el año pasado para sufragar (6 millones 438 mil ciudadanos), el panorama para las expectativas gubernamentales es evidentemente preocupante.
Al contrario, para las organizaciones opositoras la situación es distinta. Sus opciones comprenden estas alternativas: triunfar en primera vuelta así sea por mínima diferencia, forzar la realización de una segunda vuelta —aunque np llegaran a ganar—, vencer en esa segunda vuelta o, en último término, conformar una amplia bancada parlamentaria que asegure la independencia del órgano legislativo y genere el balance político necesario en una democracia con fiscalización.
En consecuencia, mientras el oficialismo jugará en octubre al todo o nada por su permanencia en el poder, la oposición tendrá siquiera 3 veces más probabilidades de considerarse ganadora. Pero lo será realmente si acaba con el prorroguismo y restablece el orden democrático.
*Es especialista en Comunicación y análisis político.