tribuna
Erick R. Torrico Villanueva*
A la democracia boliviana, prisionera de la arbitrariedad y en estado de suspensión, le ha sido concedida la “ley de fuga”.
Tal “ley” remite a una práctica autoritaria que se remonta al menos hasta el siglo diecinueve y consiste en ofrecer a un reo –por lo general, uno político– la posibilidad de huir y salvar su vida siempre que no sea alcanzado por las balas que le son disparadas cuando empieza a correr. La historia da cuenta de que la probabilidad de encontrar la libertad por esa vía es, en realidad, igual a cero. Se trata, pues, de una ejecución extrajudicial eficaz, decidida y llevada a cabo por quienes detentan poder en determinado momento.
En el país, donde la Constitución ha dejado de tener aplicación y el voto ciudadano ha sido burlado y rechazado, el régimen democrático está reducido a la condición de reo. No obstante, el gobierno y sus tribunales han resuelto ofrecerle la opción de sobrevivir mediante la realización de unas elecciones para las que ilegal e ilegítimamente el presidente fue habilitado como candidato, por cuarta vez consecutiva mientras se desempeña en el cargo y por quinta si se cuenta los comicios de 2002 en que perdió.
Hasta el momento, todo ha sido maquiavélicamente dispuesto para que la trama de esa ejecución funcione.
Lo primero fue el desconocimiento de los resultados vinculantes del referendo constitucional del 21 de febrero de 2016 por el oficialismo, atropello que fue seguido por la aprobación de una “sentencia constitucional” el 28 de noviembre de 2017 que anuló la limitación de la reelección “por una sola vez de manera continua” y, en los hechos, modificó anti-constitucionalmente la Constitución Política del Estado.
Por si eso fuera poco, el 19 de octubre de 2018 el tribunal electoral convocó a unas elecciones primarias que obligaron a las organizaciones políticas a definir sus alianzas para 2019 y a inscribir anticipadamente sus candidaturas, las que mes y medio después, el 4 de diciembre, fueron aprobadas incluyendo por supuesto a la oficialista. La votación que en ese marco se efectuó el 27 de enero del año en curso simplemente sirvió para confirmar con un mínimo de sufragios las candidaturas únicas que presentó cada organización sin que hubiese habido margen para una efectiva democratización interna en las agrupaciones participantes.
Este cuadro quedó completo el pasado 27 de mayo con la convocatoria a elecciones generales ilegítimas para el 20 de octubre próximo.
Ese conjunto de procedimientos antojadizos consiguió un triple propósito: la “legalización” de la ilegal nueva postulación del presidente y, en consecuencia, de la posibilidad de su requete-re-elección; la casi neutralización de las protestas ciudadanas en contra del pisoteo gubernamental de los resultados del referendo de 2016 y la precipitada conversión de los opositores en cómplices del prorroguismo oficial.
De este modo, los candidatos de oposición serán quienes deberán correr de espaldas a las balas dentro de 4 meses. Toda la arquitectura que ya se encuentra preparada hace presumir que ninguno de ellos logrará sobrevivir a la experiencia o que, en el hipotético caso de que alguno llegara a alzarse con una poco probable victoria, se hará efectivo el “tiro de gracia” de la ingobernabilidad que han anunciado el gobierno y sus seguidores.
Así, lo trágico de esta fuga sin sentido no es apenas que el espacio político terminará controlado más evidentemente por un único protagonista despótico, sino que lo poco que queda del proceso democrático está condenado a perecer.
*Especialista en Comunicación y análisis político