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El periodista: un cronista de su tiempo*


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periodismo y periodistas

Alejo Carpentier

A menudo, durante mi ya larga vida, he visto establecerse un injustificado distingo entre lo que se llama un periodista y lo que se llama un novelista o un historiador. O lo que es todavía más injusto: hay tarjetas de visita que andan por ahí en que se pueden leer: “fulano de tal, escritor y periodista”


Se suele decir escritor y periodista o periodista más que escritor o escritor más que periodista. Y yo nunca he creído que haya posibilidad de hacer un distingo entre ambas funciones, porque para mí, el periodista y el escritor se integran en una sola personalidad.


¿Significa esto que el oficio del novelista, el oficio del historiador, sean iguales al oficio del periodista? Acaso, no. Pero únicamente por modalidades de trabajo y por modalidades de técnica.


Podríamos definir al periodista como un escritor que trabaja en caliente, que sigue, rastrea el acontecimiento día a día sobre lo vivo. El novelista, para simplificar la dicotomía, es un hombre que trabaja retrospectivamente, contemplando, analizando el acontecimiento, cuando su trayectoria ha llegado a su término. El periodista, digo, trabaja en caliente, trabaja sobre la materia activa y cotidiana. El novelista la contempla en la distancia con la necesaria perspectiva, como un acontecer cumplido y terminado.


Si tomáramos, por ejemplo, un acontecimiento que tanto ha marcado la historia contemporánea como ha sido el proceso y triunfo de la Revolución Soviética, vemos ambas funciones netamente caracterizadas por el quehacer de cada día. En los días aciagos y peligrosos en que todas las fuerzas del capitalismo, del imperialismo, se habían ligado contra el naciente poderío soviético; cuando nueve mil soldados americanos (y este hecho se ha olvidado demasiado) ocupaban la línea del Transiberiano, entre Vladivostok y el lago Baikal, dizque para defender al pueblo ruso… ¿Defenderlo de o qué, puesto que el pueblo ruso era agredido en el norte por Inglaterra y por Francia, por tres ejércitos blancos en el sur, además de los Estados Unidos en Siberia? En aquellos días, repito, los más grandes escritores de la que sería en el futuro, al granar sus primeras y grandes victorias, la Unión Soviética, hicieron periodismo. Contaron en artículos inolvidables la contienda de cada día, la lucha de cada día —esa lucha heroica en que un pueblo descalzo y mal armado tenía muy a menudo que arrancar las armas, como lo hicieron nuestros heroicos guerreros de la Sierra Maestra, de las manos del enemigo. Escribieron crónicas, escribieron reportajes que se integran en una literatura magnífica. En aquellos días hasta los poetas, los hombres de vocación esencialmente poética se hicieron periodistas.


Termina la contienda. Y uno que se había distinguido durante la lucha, el admirable escritor Vsevolod Ivanov, nos da en el año 1924 o 1925 la primera gran novela de la revolución soviética. Me refiero a El tren blindado 1469, novela donde se evocan los episodios épicos de la lucha contra los enemigos del naciente Estado revolucionario.


Pero es que Ivanov había pasado, él, de la condición del periodista a la condición de novelista. Ya contemplaba los hechos retrospectivamente y, a base de historia, de historia vivida, hacía la novela. Es decir: contemplaba un acontecimiento en su trayectoria balística total, desde el punto de partida hasta el punto de caída.


Sin embargo, aunque ambas funciones vienen a complementarse y a confundirse, se plantea una cuestión de estilo, y es ahí donde vería yo la única diferencia que hay entre lo que ha convenido en calificarse de escritor y lo que ha convenido en calificarse de periodista.


El periodista, urgido por la noticia, obligado a someter el acontecimiento, la narración del acontecimiento, la narración del hecho, a proporciones ajustadas a la importancia del hecho mismo (es evidente que un suceso nimio no ha de ocupar dos columnas cuando una gran información necesita tres), habituado a ceñirse, habituado a decir lo más posible en el menor espacio de periódico, adopta lo que yo llamaría “un estilo elíptico”, un estilo apretado, estilo que consiste en suprimir toda disquisición, todo elemento ajeno al relato directo del hecho.


Su estilo se hace en función de síntesis, de brevedad; con la nota humana, el detalle característico, el trazo revelador, significativo, puesto en su justo sitio. Es decir, el periodista ha de tener un espíritu de síntesis dentro de la visión de conjunto reducido a unos pocos rangos esenciales.


El novelista, en cambio, tiene lo que podríamos llamar “el estilo analítico”, que acepta la disquisición, la conclusión filosófica, el examen de un hecho visto en su totalidad. Luego, puede extenderse más, puede desarrollar más. Y el relato de un suceso, que en técnica de periódico ha de resolverse en cuartilla y media, ofrece al novelista, si es que tiene algo que decir en torno al hecho, si se cree oportuno poner allí algún comentario, alguna disquisición que resuma su pensamiento y su filosofía, la posibilidad de extender ese mismo material y hacer con él un capítulo maestro que tenga 15 o 20 páginas en máquina.


Diríamos, para emplear la terminología hegeliana, que para el periodista el proceso dialéctico se realiza y se prolonga en infinito. Cada acontecimiento es tesis, antítesis y síntesis. Síntesis que se vuelve tesis, antítesis, sin tesis, que se vuelve tesis, hasta el infinito, mientras el suceso o el hecho histórico que él narra, se prolonga. Para el novelista la acción se cierra en la primera síntesis. Expone un hecho, sus contrarios antitéticos, y cuando logra la fusión o síntesis de ambos elementos, ha cumplido con su misión.


Se ha dicho, equivocadamente, que en cierta rapidez de estilo —esto que llamaba yo el estilo elíptico— podía ser perjudicial al escritor. Y yo digo que esto es absolutamente falso.


El periodismo, al contrario, es una maravillosa escuela de flexibilidad, de rapidez, de enfoque concreto, además de que todo buen periodista maneja el adjetivo con un virtuosismo que a veces no tiene el novelista detenido sobre sus cuartillas, ya que todo buen periodista dispone del adjetivo contundente del epíteto justo ante una situación dada, al estar en estimulante relación con lo cotidiano e inmediato.


He dicho en una entrevista, al salir del avión que me trajo a La Habana, y que se publicó en el periódico Granma, que yo consideraba que la práctica del periodista había sido para mí una maravillosa escuela de flexibilidad y de entendimiento del mundo.


Hay un refrán que dice que más vale el diablo por viejo que por diablo.


En una vida de periodista muy activa, desplegada sobre tres continentes, he tenido la feliz oportunidad de conocer a casi todos los grandes escritores de esta época (No hablo de los pintores, no hablo de los músicos, que también fueron amigos míos).


Pues, muchísimas veces, charlando con escritores geniales, con escritores cuyos nombres llenan las librerías del mundo entero, me he encontrado profundamente sorprendido al ver cuán poco experiencia humana tenían esos escritores.


Se veía que habían crecido en sus universidades, en sus bibliotecas, en sus gabinetes de trabajo y que habían tenido muy poco contacto con el exterior. Tan poco contacto, que he visto escritores que, lo repito, disfrutan de una fama universal, sorprenderse ante un acontecimiento político, ante una crisis financiera, ante un conflicto laboral, ante un hecho histórico contemporáneo, sin poder explicarse el porqué de aquello; completamente inermes, cándidos, desarmados, ante algo que el periodista puesto en contacto con la vida cotidiana entiende de primer intento, porque su oficio mismo le obliga a indagar el porqué de las cosas y a prever de antemano lo que pueda ocurrir.


Ahora bien, independientemente de esto, de la escuela vital que constituye al periodismo, yo diría que si bien hubo escritores y hay escritores, novelistas, historiadores, que han tenido muy pocos contactos con el periodismo, observo, sin embargo —para tomar solamente aquellos ejemplos que son del conocimiento general por ser muy altos y muy conocimos—, que nos encontramos con casi todos los grandes escritores, novelistas, historiadores que vivieron de comienzos del siglo XIX hasta hoy, fueron también admirables periodistas.


Voy a empezar por uno cuyo nombre es del dominio universal. Me refiero a Víctor Hugo. Tengo las obras completas de Víctor Hugo, pues bien: en las obras completas de Víctor Hugo, que llenan 70 gruesos volúmenes, cerca de diez están consagrados a sus labores de periodismo.


No solamente escribió dos gruesos tomos para fustigar el golpe de Estado y la usurpación de poder cometido por aquel que él llamaba “Napoleón el pequeño”, o sea, Napoleón III, sino que en sus colecciones de artículos, algunos de ellos titulados “cosas vistas” —y otros: “Palabras”, “Acción”, etcétera—, nos encontramos con que Víctor Hugo se ocupó de todo, escribió sobre los temas más diversos, y supo comportarse como un admirable periodista, no siéndole ajena siquiera nuestra primera guerra de independencia —y eso que le quedaba muy lejos, en años en que hablar de Cuba era hablar de un pequeño país situado, de acuerdo con las comunicaciones existentes, a 16 o 17 días de navegación.


Fustigó a Napoleón, atacó la tiranía, atacó el sistema penitenciario francés, atacó el sistema carcelario, abogó por la abolición de la pena de muerte, fue político, se ocupó de todos los problemas de su época y hasta se ocupó de nuestra isla en su primera lucha por la independencia por tan generosas palabras que resulta conmovedor releerlas hoy al cabo de un siglo transcurrido.


Tomemos otro caso cimero El de uno de los grandes, grandes, grandes escritores universales del siglo XIX: Emilio Zola. En la obra de Emilio Zola, que consta de unos 35 tomos, 10 por lo menos son consagrados a su trabajo periodístico recogidos bajo los títulos tales como: “Una campaña”, “Nueva campaña”, “La verdad en marcha”, “La novela naturalista”, “Defensa de los pintores impresionistas”. Pintores que también habían defendido maravillosamente nuestro José Martí. Toda su obra periodística llena más 10 tomos, y es coronada por un documento que, escrito hace más de setenta años, sigue todavía con un poder de virulencia, tal que se edita y reedita sin cesar. Ese documento es el famoso “Yo acuso”. Aquel panfleto vengador escrito por Emilio Zola para ser publicado en un diario —porque fue un diario donde salió— y que como ustedes saben se trataba sencillamente de un desafío al Estado y a todas las superestructuras burguesas de su país.


Ustedes saben que al final de siglo, con motivo de la venta a Alemania de unos documentos militares de suma importancia, como la venta había sido realizada por un oficial distinguido, con ataduras aristocráticas y no podía sofocarse al escándalo, se urdió un complot para acusar a un oficial judío, hombre apagado, tímido, llamado Dreyfus. Se acumularon falsas pruebas contra él y se acabó mandándolo al presidio de la isla del Diablo, donde prácticamente perdió la razón, porque lo que volvió a Europa, después de haber sido absuelto retrospectivamente, fue una ruina humana.


Pues bien: Zola para escribir “Yo acuso” no solamente se nos mostró como un tremendo periodista, sino también como un tremendo reportero. Porque antes de escribir su alegato, que lo obligó a huir de Francia y a refugiarse en Inglaterra, y que fue —dicen algunos— la causa de su muerte, muy misteriosa, Emilio Zola investigó el caso Dreyfus papel por papel, documento por documento, interrogó a grafólogos, y al cabo de un trabajo de reportero prodigioso se apareció un día con la bomba que fue su alegato y que motivó la absolución y rehabilitación de Dreyfus. Así que Zola no solamente fue un gran periodista. Fue un gran reportero.


Para pasar rápidamente sobre los grandes ejemplos no olvidemos que Anatole France, la figura más alta de la literatura francesa en los primeros veinte años del siglo XX, tiene en su obra cuatro tomos enteros de una labor periodística. Y eso que Anatole France era un esteta, un escritor que presumía de escritor “puro” y que sólo en sus últimos tiempos, dando pruebas de una juventud de ánimo completamente inesperada, se lanzó a la lucha política, fundando, con el socialista-marxista, Henry Barbusse, el famoso grupo “Claridad”.


Recuerdo que en La Habana, Rubén Martínez Villena, Julio Antonio Mella, y otros jóvenes se admiraban que el viejo France, patriarca de barbas níveas, hubiese dado tales muestras de energía en la vejez, adhiriéndose a un partido socialista de militancia activa.


Tomemos ahora rápidamente un siglo muy débil literariamente como fue el siglo XIX español. Si queremos documentarnos sobre la vida del hombre, sobre la vida de la sociedad, de la política, de los negocios, de los teatros en el siglo XIX español, ¿de qué disponemos? De los testimonios de tres grandes periodistas: Mariano José de Larra, Mesoneros Romanos y Estévanez Calderón. Todo el siglo XIX español está retratado, con sus virtudes y defectos, sus cualidades y vicios, en la obra de estos tres grandes periodistas, dominados evidentemente por Larra, que es uno de los grandes clásicos del oficio.


Vamos a tomar a un escritor universalmente conocido que trazó una novela monumental que ya se ha hecho clásica: el francés Marcel Proust. Pues bien: recientemente se publicaron sus crónicas periodísticas de juventud, las que había escrito cuando tenía 22, 23, 24 años, que eran pequeñas notas, reseñas de fiestas, de hechos diversos, de estrenos teatrales, de estrenos musicales. En esos escritos de Proust está encerrada en semilla, en potencia, toda su monumental novela —en siete tomos, según las ediciones posteriores; en 11 tomos, según la edición original— que se titula En busca del tiempo perdido. También a Proust, tan refinado escritor, le fue el periodismo una maravillosa escuela de la vida.


¿Qué he de decir de Marx y de Lenin? Fueron a todo lo largo de sus vidas, periodistas, polemistas. Marx fue un incansable fundador de periódicos: La Gaceta Renana, Los periódicos que se publicaron en Inglaterra, en Alemania, en Austria, y cuando siguió el rastro de la revolución del 48 que alcanzó hasta Hungría. Algunas de las partes esenciales de la obra de Carlos Marx, e igualmente la obra de Lenin, se compone de artículos donde se estudian los acontecimientos de la historia contemporánea a la luz de la ciencia marxista, a la luz del pensamiento socialista, a la luz, en fin, de lo que hoy es el marxismo-leninismo. Y en esa labor que está ahora en nuestra disposición —en su integridad—, verán ustedes qué lugar ocupa la labor periodística.


No hemos de hablar del gran periodista norteamericano John Red, que nos pintó los días iniciales, patéticos, inmortales de la toma del poder por los trabajadores, soldados y marinos soviéticos, en un libro que se titula Los diez días que estremecieron al mundo. Y fue tan leído ese libro, tan admirado fue, que hoy, por antonomasia, cuando nos referimos a los comienzos de la revolución soviética decimos muy habitualmente: “aquellos diez días que estremecieron al mundo”. Ese admirable título lo debemos a un periodista.


Y para terminar este recuentro de grandes periodistas voy a citar al más grande de los periodistas latinoamericanos de todos los tiempos —y eso, en un continente que ha tenido muy grandes periodistas. Pero el maestro, el más completo, el más enciclopédico de todos —y no lo digo porque se trate de un cubano, sino que es cosa demostrada por los hechos, por la obra y por lo que está ante los ojos— fue José Martí.


No solamente hay un inmensa obra periodística de José Martí que se refiere a la independencia de Cuba, a la política; las crónicas que se refieren a su lucha, a la historia de su tiempo, a la literatura, al arte, en fin, a todas las materias que abarcaba Martí con su saber enciclopédico, pero no olviden ustedes que Martí llevó también el periodismo, la conciencia del periodismo, el saber periodístico, hasta crear el mejor periódico para niños que haya publicado en nuestro idioma, que es La Edad de Oro. Pero hay algo todavía más sorprendente: aquello que solamente vino a publicarse hace unos veinte años, y fue aquella “Sección constante”, anónima que mandó durante muchos años a un periódico de Caracas, y donde Martí se nos transformó, el mismo, en una agencia noticiosa. Porque durante años y años mandó a Caracas sin firma, informaciones acerca de cuanto podía interesar al lector: noticiosas de arte, noticias financieras, comentarios al margen de la actualidad, al margen de la política…


Es decir, en su universal conocimiento de técnicas periodísticas, Martí, en una época de su vida, se transformó él mismo, en una agencia noticiosa, lo cual no solamente no le perjudico su estilo, sino que fecundó por un conocimiento cada vez más general del mundo. Y no por ello dejó de legarnos una obra poética que se cuenta entre las más importantes de nuestro idioma y páginas literarias de insuperable belleza, además de sus discursos políticos.


Martí fue el periodista-tipo y el más grande de nuestro continente.


Suele decirse, cuando se juzga ligeramente nuestra profesión, que el artículo periodístico se lo lleva el viento. Que nacido por la mañana muere en el crepúsculo y mañana habrá que hacer otro, y pasado otro y al fin del año serán trescientos y tantos artículos los que se habrá llevado el viento.


No es cierto, porque el periodista es en sí una forma de historiador. Él es el cronista de su tiempo y es el que recoge la participación inmediata del acontecimiento. Él es el que nos entrega el estado vivo, el estado primero, el acontecimiento que después habrá de situarse en dicha perspectiva y dimensión en un análisis histórico determinado.


Cuando hoy intentamos estudiar la Revolución Francesa, por ejemplo, no recurrimos a los pocos escritos literarios que nos dejó la Revolución Francesa. Recurrimos a los periódicos de la Revolución Francesa que fueron tramando día a día la trayectoria del magno acontecimiento, el resumen de los discursos pronunciados, y los comentarios de los que le fueron contemporáneos.


Yo mismo para mi novela El siglo de las luces —que ocurre en las Antillas en tiempos de la Revolución Francesa, en el Caribe— he tenido que recurrir a los periódicos de la época y al efecto he tenido un librero inteligente que me ha entregado periódicos de la época —algunos de los cuales han pasado a un fondo de la Biblioteca Nacional— donde podía leerse lo que estaba ocurriendo en la calle en los momentos en que Robespierre, Saint-Just y otros grandes revolucionarios llevaban su lucha titánica por el establecimiento de una sociedad nueva.


Cuando en el año 2000 alguien escriba una novela que quiera abarcar veinte años, pongamos, de nuestro proceso revolucionario, recurrirá a los periódicos actuales y, desde luego, consultará las colecciones de Granma. Y quienes hayan colaborado en Granma, por lo tanto, serán los que alimentarán la novela del futuro, porque el periodista anima la gran novela del futuro con sus testimonios y sus crónicas.

Cuando ustedes lean esa obra maestra, esa obra cimera que es La guerra y la paz, de León Tolstoi, interésense alguna vez por leer las páginas en que León Tolstoi nos cuenta cómo se documentó para reconstruir a sus menores detalles la época de la invasión napoleónica en Rusia. Y les dirá —esto puede leerse en sus escritos— que recurrió ¿a qué? Recurrió a la prensa de aquellos años, a las gacetas, a los periódicos, a las hojas volantes, a los archivos.


Como les decía, el periodista es el novelista del futuro. Y ese novelista del futuro trabaja en estrecha relación con aquellos que fijan su pensamiento, al mismo ritmo en que las cuartillas salen de su mesa de trabajo o de su máquina de escribir. Es decir, con los trabajadores que con máquinas como las que nos rodean, con las cajas, con todo el instrumental de un taller de imprenta, con todo el instrumental, con todos los que en él laboran, forma una sola familia destinada a transformar en periódico, es decir, en medio de difusión, lo que el periodista o el reportero han ido a buscar en el gran teatro de la vida y que se plasma en estos talleres en una atmósfera de fraternidad de trabajo que ha existido siempre en el periodista, y en el trabajador de tipografía, entre el cajista, el corrector de pruebas y todos los que constituyen la gran familia, el gran organismo técnico, para crear esa fuente de historia viva que es un periódico.


Repito que ustedes, con su labor cotidiana, están construyendo la gran novela del futuro, la que escribirán acaso algunos que estén en plena producción cuando yo no esté presente para leer sus obras.


A ustedes les toca la gran tarea de fijar las peripecias, contingencias, perfiles, y triunfos de nuestra revolución.


Pero habremos de felicitarlos y habremos de felicitarlos todos porque, a ustedes como a mí, nos ha tocado la suerte y el honor de ser los cronistas, los historiadores en vivo de nuestra Revolución.


Ustedes, testigos, cronistas, historiadores de la Revolución, se cuentan entre los hombres nuestros que con mayor conocimiento de causa pueden exclamar cada día, ante una nueva victoria lograda, ante una nueva humillación sufrida por el imperialismo: ¡Patria o muerte! ¡Venceremos!

*Conferencia de Alejo Carpentier en el taller “Alfredo López” del periódico Granma en 1975.

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