Por Horacio González *
Cierro los ojos y pienso. Alguna vez he estado en una reunión política, en aquellos años, y de repente entra alguien diciendo mataron al Che. No puedo imaginar hoy quiénes eran, quiénes éramos, cuánto demoró el silencio atónito, cuál fue el primer balbuceo que alguien pudo ensayar, el análisis político que algún otro intentó hacer. No se puede decir que sobre ese hombre, cuya cabeza sostenía alguien por la cabellera en la escuelita de La Higuera, se haya elegido mal un apodo, el certero sobrenombre sin el cual hoy no puede ser pensado. Era una partícula capital de nuestro lenguaje; interpelación básica pegada como molusco al cuerpo de un idioma. Era él y la diferencia idiomática, tal como ese che trabaja, se ausenta o se pone como remedo en las variadas formas del castellano suramericano. Su nombre sucinto con el que firmaba los billetes de banco era una invención perfecta, tres letras que seguimos diciendo todos los días para llamar, llamarnos, poner las estacas necesarias para decir quiénes somos cuando hablamos.
De tanto en tanto, en la historia aparece un partisano del humanismo socialista, que pone exigencias superiores para la militancia de índole sacrificial. Estaba en un límite, y sin embargo era un límite que hoy ya ha sido superado. Todavía, hasta el Che Guevara, era posible que el jefe dispuesto a inmolarse como verdad inherente a un compromiso fuera fotografiado leyendo a Goethe en la floresta, escribiendo frases cortantes en cartas de despedida, pidiendo que a sus hijos los cuide el Estado socialista y mencionando a Rocinante para mostrar que él también era hijo de nociones épicas tamizadas por los mitos literarios de la caballería. Por eso mismo supo tomarse algo en solfa, con un humor ascético del argentino de alcurnia. En la batalla de Santa Clara portaba en su chaqueta la vieja cédula de identidad argentina, ese cuadernito de tapas duras que muchos tuvimos. Una bala perdida rebota en ella. Después dijo, con ironía zumbona, “viejo, me salvó la vida ser argentino”.
Una frase que alguna vez garabateara en sus notas y epístolas, “hay que ser duro sin perder la ternura jamás”, deja un sabor intranquilo pues con ella deseaba señalar el carácter del socialismo atinente al hombre nuevo, pero a pesar de la eficacia de este versículo, detenerse apenas en la ternura revelaba que alguien tan dotado como él para el pensamiento avanzado, que había propuesto reexaminar la idea de plusvalía para el trato entre las diversas unidades productivas del nuevo Estado, que había solicitado la idea de excepcionalidad histórica para evadirse de un marxismo atrapado en un sistema de leyes fijas, que había discutido con las duras recetas del realismo socialista en el arte, ese mismo Guevara, que nunca dejaba de exponer su escritura sutil, detenerse, pues, en el simple par dureza-ternura lo conformaba con algo menor a lo que hubiera sido internarse en la condición compleja de la conciencia revolucionaria, con sus claroscuros y espesuras. Podría haberlo hecho. En su famoso diario, esa agenda de una casa comercial alemana, había escrito: “Somos 22, Pacho y Pombo están heridos y yo con el asma a todo vapor”. No es fácil en la literatura contemporánea encontrar una frase con esa cadencia perfecta, un número, dos sobrenombres y el remate lacónico sobre el asma, que para ser leída exige de inmediato la rememoración del drama de la selva, ese puñado de hombres en dificultades, de cuerpos desvalidos y proyectos intrépidos.
Mucho se ha escrito sobre Ernesto Guevara de la Serna, sus transfiguraciones y calvarios. Tenemos por superior la breve nota que ha dejado José Lezama Lima, a poco de llegar la noticia de su tragedia a La Habana, en la que lo menciona como un nuevo Viracocha, y las páginas en las que lo recuerda Ezequiel Martínez Estrada, quien lo ve como un tribuno envuelto en vestiduras de antiguo orador romano en un acto universitario en Cuba. Estos dos grandes alegoristas dieron en el clavo respecto de la figura legendaria del revolucionario moderno, buscándole los modelos remotos, la arcaica trascendencia. No pueden desdeñarse los tramos en los que Cortázar, en su cuento “Reunión”, reconstituye la conciencia del Che en el monte, buscando los planos de su memoria en que afloran sus tiempos de estudiante argentino de medicina, y si hubiera ejercido, y si se hubiera convertido en un médico progresista, en su consultorio en Buenos Aires, entre pacientes obesos y parturientas, y si se hubiera casado en un matrimonio burgués, si es que finalmente no hubiera dejado en el camino “el escepticismo y la desconfianza que eran los únicos dioses vivos en su pobre país perdido”.
Mucho tiempo sus huesos estuvieron perdidos al costado de un aeródromo abandonado, en las cercanías de la incierta choza en que lo ultimaron. Cuando aparecen los osarios, el de él fue catalogado por los antropólogos forenses bajo la dominación provisoria de E-2. Ese nomenclador de los peritos esperaba impaciente por el nombre real, así como los despojos habían esperado por tres décadas la exhumación. Ese entierro mantenido como secreto de Estado, ese destino boliviano que lo hacía parte del suelo inquieto de ese país, fusionado con su mineralogía insurrecta, el incógnito de esos restos como piedras del incario, convivía en la imaginación de toda una época con lo que resumía la gran foto de Korda, boina, melena, mirada absorta en un punto indeterminado del horizonte. Tuvo a su cargo reunir en una sola figura la legendaria disyuntiva del siglo XX: aventurero o militante. Las dos cosas, en gran estilo, él fue.
*Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional.