Fernando Barrientos - 03/05/2013
En mi último año de colegio, desorientado y buscándome a mí mismo, empecé a leer el suplemento Presencia Literaria que dirigía Jesús Urzagasti. En sus páginas dominicales descubrí a André Breton, Paul Eluard, Dylan Thomas, Chatwin y a muchos otros.
También recuerdo haberme iniciado allí (para abandonarlos pronto) en los misterios saenzeanos. Un mundo nuevo se abría con cada número.
Toda la semana la impulsaba ese ritual que empezaba los domingos a las cuatro de la tarde cuando iba a esperar a la plaza Luis de Fuentes, en la esquina de la calle La Madrid, a que llegase el periódico.
La misma calle por la que transita Fielkho en su novela Tirinea, y cuyo nombre no proviene de la referencia al héroe homónimo, sino a la deformación del nombre original: calle La Matriz. Ahí nació nuestro frenesí fetichista y analógico.
Cuando mi amigo Boris Romero, con el que compartíamos rito y frenesí, publicó su primer cuento en Presencia Literaria no lo podíamos creer. Mandé yo también mi primer cuento, escrito de pie y en diez minutos, pero nunca se publicó ya que justo el suplemento dejó de salir.
Quién sabe por dónde nos habríamos perdido sin esas hojas dominicales que ensanchaban el mundo y que esperábamos con tanta sed.
Presencia Literaria sigue siendo un referente del periodismo cultural nacional, pero no sé si la magnitud de su aporte se valore ahora. Hace varios años, ya acá en La Paz, me presentaron a don Jesús en un “evento literario”.
Tímido él, tímido yo, sólo estreché su mano. Debí haberle agradecido por tanto. Gracias don Jesús, gracias. Espero esté tomando vino en poro con Robertito.