Gabriel García Márquez
El ingreso de Camilo al seminario había coincidido con mi decisión íntima de no seguir perdiendo el tiempo en la facultad de derecho, pero tampoco tuve ánimos para enfrentarme de una vez por todas a mis padres. Por mi hermano Luis Enrique que había llegado a Bogotá con un buen empleo en febrero de 1948— supe que ellos estaban tan satisfechos con los resultados de mi bachillerato y mi primer año de derecho, que me mandaron de sorpresa la máquina de escribir más liviana y moderna que existía en el mercado. La primera que tuve en esta vida, y también la más infortunada, porque el mismo día la empeñamos por doce pesos para seguir la fiesta de bienvenida con mi hermano y los compañeros de pensión. Al día siguiente, locos de dolor de cabeza, fuimos a la casa de empeño a comprobar que la máquina estaba allí todavía con sus sellos intactos, y asegurarnos de que seguía en buenas condiciones hasta que nos cayera del cielo el dinero para rescatarla. Tuvimos una buena oportunidad con lo que me pagó mi socio el dibujante falso, pero a última hora decidimos dejar el rescate para después. Cada vez que pasábamos por la casa de empeño mi hermano y yo, juntos o separados, comprobábamos desde la calle que la máquina seguía en su lugar, envuelta como una joya en papel celofán y con un lazo de organdí, entre hileras de aparatos domésticos bien protegidos. Al cabo de un mes, los cálculos alegres que habíamos hecho en la euforia de la borrachera seguían sin cumplirse, pero la máquina estaba intacta en su sitio, y allí podía seguir mientras pagáramos a tiempo los intereses trimestrales.
Creo que entonces no éramos todavía conscientes de las terribles tensiones políticas que empezaban a perturbar el país. A pesar del prestigio de conservador moderado con que llegó Ospina Pérez al poder, la mayoría de su partido sabía que la victoria sólo había sido posible por la división de los liberales. Éstos, aturdidos por el golpe, le reprochaban a Alberto Lleras la imparcialidad suicida que hizo posible la derrota. El doctor Gabriel Turbay, más abrumado por su genio depresivo que por los votos adversos, se fue a Europa sin rumbo ni sentido, con el pretexto de una alta especialización en cardiología, y murió solo y vencido por el asma de la derrota al cabo de año y medio entre las flores de papel y los gobelinos marchitos del hotel Place Athénée de París. Jorge Eliécer Gaitán, en cambio, no interrumpió ni un día su campaña electoral para el periodo siguiente, sino que la radicalizó a fondo con un programa de restauración moral de la República que rebasó la división histórica del país entre liberales y conservadores, y la profundizó con un corte horizontal y más realista entre explotadores y explotados: el país político y el país nacional. Con su grito histórico —«¡A la carga!»— y su energía sobrenatural, esparció la semilla de la resistencia aun en los últimos rincones con una gigantesca campaña de agitación que fue ganando terreno en menos de un año, hasta llegar a las vísperas de una auténtica revolución social.
Sólo así tomamos conciencia de que el país empezaba a desbarrancarse en el precipicio de la misma guerra civil que nos quedó desde la independencia de España, y alcanzaba ya a los bisnietos de los protagonistas originales. El Partido Conservador, que había recuperado la presidencia por la división liberal después de cuatro periodos consecutivos, estaba decidido por cualquier medio a no perderla de nuevo. Para lograrlo, el gobierno de Ospina Pérez adelantaba una política de tierra arrasada que ensangrentó el país hasta la vida cotidiana dentro de los hogares.
Con mi inconsciencia política y desde mis nubes literarias no había vislumbrado siquiera aquella realidad evidente hasta una noche en que regresaba a la pensión y me encontré con el fantasma de mi conciencia. La ciudad desierta, azotada por el viento glacial que soplaba por las troneras de los cerros, estaba copada por la voz metálica y el deliberado énfasis arrabalero de Jorge Eliécer Gaitán en su discurso de rigor de cada viernes en el teatro Municipal. La capacidad del recinto no era para más de mil personas enlatadas, pero el discurso se propagaba en ondas concéntricas, primero por los altavoces en las calles adyacentes y después por las radios a todo volumen que resonaban como latigazos en el ámbito de la ciudad atónita, y desbordaban por tres y hasta por cuatro horas la audiencia nacional.
Aquella noche tuve la impresión de ser el único en las calles, salvo en la esquina crucial del periódico El Tiempo, protegida como todos los viernes por un pelotón de policías armados como para la guerra. Fue una revelación para mí, que me había permitido la arrogancia de no creer en Gaitán, y aquella noche comprendí de golpe que había rebasado el país español y estaba inventando una lengua franca para todos, no tanto por lo que decían las palabras como por la conmoción y las astucias de la voz. Él mismo, en sus discursos épicos, aconsejaba a sus oyentes en un malicioso tono paternal que regresaran en paz a sus casas, y ellos lo traducían al derecho como la orden cifrada de expresar su repudio contra todo lo que representaban las desigualdades sociales y el poder de un gobierno brutal. Hasta los mismos policías que debían guardar el orden quedaban motivados por una advertencia que interpretaban al revés.
El tema del discurso de aquella noche era un recuento descarnado de los estragos por la violencia oficial en su política de tierra arrasada para destruir la oposición liberal, con un número todavía incalculable de muertos por la fuerza pública en las áreas rurales, y poblaciones enteras de refugiados sin techo ni pan en las ciudades. Al cabo de una enumeración pavorosa de asesinatos y atropellos, Gaitán empezó a subir la voz, a regodearse palabra por palabra, frase por frase, en un prodigio de retórica efectista y certera. La tensión del público aumentaba al compás de su voz, hasta una explosión final que estalló en el ámbito de la ciudad y retumbó por la radio en los rincones más remotos del país.
La muchedumbre enardecida se echó a la calle en una batalla campal incruenta, ante la tolerancia secreta de la policía. Creo que fue aquella noche cuando entendí por fin las frustraciones del abuelo y los lúcidos análisis de Camilo Torres Restrepo. Me sorprendía que en la Universidad Nacional los estudiantes siguieran siendo liberales y godos, con nudos comunistas, pero la brecha que Gaitán estaba excavando en el país no se sentía pasar por allí. Llegué a la pensión aturdido por la conmoción de la noche y encontré a mi compañero de cuarto leyendo a Ortega y Gasset en la paz de su cama. —Vengo nuevo, doctor Vega —le dije—. Ahora sé cómo y por qué empezaban las guerras del coronel Nicolás Márquez.
Pocos días después —el 7 de febrero de 1948— hizo Gaitán el primer acto político al que asistí en mi vida: un desfile de duelo por las incontables víctimas de la violencia oficial en el país, con más de sesenta mil mujeres y hombres de luto cerrado, con las banderas rojas del partido y las banderas negras del duelo liberal. Su consigna era una sola: el silencio absoluto. Y se cumplió con un dramatismo inconcebible, hasta en los balcones de residencias y oficinas que nos habían visto pasar en las once cuadras atiborradas de la avenida principal. Una señora murmuraba a mi lado una oración entre dientes. Un hombre junto a ella la miró sorprendido:
—¡Señora, por favor!
Ella emitió un gemido de perdón y se sumergió en el piélago de fantasmas. Sin embargo, lo que me arrastró al borde de las lágrimas fue la cautela de los pasos y la respiración de la muchedumbre en el silencio sobrenatural. Yo había acudido sin ninguna convicción política, atraído por la curiosidad del silencio, y de pronto me sorprendió el nudo del llanto en la garganta. El discurso de Gaitán en la plaza de Bolívar, desde el balcón de la contraloría municipal, fue una oración fúnebre de una carga emocional sobrecogedora. Contra los pronósticos siniestros de su propio partido, culminó con la condición más azarosa de la consigna: no hubo un solo aplauso.
Así fue la «marcha del silencio», la más emocionante de cuantas se han hecho en Colombia. La impresión que quedó de aquella tarde histórica, entre partidarios y enemigos, fue que la elección de Gaitán era imparable. También los conservadores lo sabían, por el grado de contaminación que había logrado la violencia en todo el país, por la ferocidad de la policía del régimen contra el liberalismo desarmado y por la política de tierra arrasada. La expresión más tenebrosa del estado de ánimo del país la vivieron aquel fin de semana los asistentes a la corrida de toros en la plaza de Bogotá, donde las graderías se lanzaron al ruedo indignadas por la mansedumbre del toro y la impotencia del torero para acabar de matarlo. La muchedumbre enardecida descuartizó vivo al toro. Numerosos periodistas y escritores que vivieron aquel horror o lo conocieron de oídas, lo interpretaron como el síntoma más aterrador de la rabia brutal que estaba padeciendo el país.
En aquel clima de alta tensión se inauguró en Bogotá la Novena Conferencia Panamericana, el 30 de marzo a las cuatro y media de la tarde. La ciudad había sido remozada a un costo descomunal, con la estética pomposa del canciller Laureano Gómez, que en virtud de su cargo era el presidente de la conferencia. Asistían los cancilleres de todos los países de América Latina y personalidades del momento. Los políticos colombianos más eminentes fueron invitados de honor, con la única y significativa excepción de Jorge Eliécer Gaitán, eliminado sin duda por el veto muy significativo de Laureano Gómez, y tal vez por el de algunos dirigentes liberales que lo detestaban por sus ataques a la oligarquía común de ambos partidos. La estrella polar de la conferencia era el general George Marshall, delegado de los Estados Unidos y héroe mayor de la reciente guerra mundial, y con el resplandor deslumbrante de un artista de cine por dirigir la reconstrucción de una Europa aniquilada por la contienda.
Sin embargo, el viernes 9 de abril Jorge Eliécer Gaitán era el hombre del día en las noticias, por lograr la absolución del teniente Jesús María Cortés Poveda, acusado de dar muerte al periodista Eudoro Galarza Ossa. Había llegado muy eufórico a su oficina de abogado, en el cruce populoso de la carrera Séptima con la avenida Jiménez de Quesada, poco antes de las ocho de la mañana, a pesar de que había estado en el juicio hasta la madrugada. Tenía varias citas para las horas siguientes, pero aceptó de inmediato cuando Plinio Mendoza Neira lo invitó a almorzar, poco antes de la una, con seis amigos personales y políticos que habían ido a su oficina para felicitarlo por la victoria judicial que los periódicos no habían alcanzado a publicar. Entre ellos, su médico personal, Pedro Eliseo Cruz, que además era miembro de su corte política.
En ese ámbito intenso me senté a almorzar en el comedor de la pensión donde vivía, a menos de tres cuadras. No me habían servido la sopa cuando Wilfrido Mathieu se me plantó espantado frente a la mesa.
—Se jodió este país —me dijo—. Acaban de matar a Gaitán frente a El Gato Negro.
Mathieu era un estudiante ejemplar de medicina y cirugía, nativo de Sucre como otros inquilinos de la pensión, que padecía de presagios siniestros. Apenas una semana antes nos había anunciado que el más inminente y temible, por sus consecuencias arrasadoras, podría ser el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Sin embargo, esto ya no impresionaba a nadie, porque no hacían falta presagios para suponerlo.
Apenas si tuve alientos para atravesar volando la avenida Jiménez de Quesada y llegar sin aire frente al café El Gato Negro, casi en la esquina con la carrera Séptima. Acababan de llevarse al herido a la Clínica Central, a unas cuatro cuadras de allí, todavía con vida pero sin esperanzas. Un grupo de hombres empapaban sus pañuelos en el charco de sangre caliente para guardarlos como reliquias históricas. Una mujer de pañolón negro y alpargatas, de las muchas que vendían baratijas en aquel lugar, gruñó con el pañuelo ensangrentado:
—Hijos de puta, me lo mataron.
Las cuadrillas de limpiabotas armados con sus cajas de madera trataban de derribar a golpes las cortinas metálicas de la farmacia Nueva Granada, donde los escasos policías de guardia habían encerrado al agresor para protegerlo de las turbas enardecidas. Un hombre alto y muy duñde sí, con un traje gris impecable como para una boda, las incitaba con gritos bien calculados. Y tan efectivos, además, que el propietario de la farmacia subió las cortinas de acero por el temor de que la incendiaran. El agresor, aferrado a un agente de la policía, sucumbió al pánico ante los grupos enardecidos que se precipitaron contra él.
—Agente —suplicó casi sin voz—, no deje que me maten.
Nunca podré olvidarlo. Tenía el cabello revuelto, una barba de dos días y una lividez de muerto con los ojos sobresaltados por el terror. Llevaba un vestido de paño marrón muy usado con rayas verticales y las solapas rotas por los primeros tirones de las turbas. Fue una aparición instantánea y eterna, porque los limpiabotas se lo arrebataron a los guardias a golpes de cajón y lo remataron a patadas. En el primer revolcón había perdido un zapato.
—¡A palacio! —ordenó a gritos el hombre de gris que nunca fue identificado—. ¡A palacio!
Los más exaltados obedecieron. Agarraron por los tobillos el cuerpo ensangrentado y lo arrastraron por la carrera Séptima hacia la plaza de Bolívar, entre los últimos tranvías eléctricos atascados por la noticia, vociferando denuestos de guerra contra el gobierno. Desde las aceras y los balcones los atizaban con gritos y aplausos, y el cadáver desfigurado a golpes iba dejando jirones de ropa y de cuerpo en el empedrado de la calle. Muchos se incorporaban a la marcha, que en menos de seis cuadras había alcanzado el tamaño y la fuerza expansiva de un estallido de guerra. Al cuerpo macerado sólo le quedaban el calzoncillo y un zapato.
La plaza de Bolívar, acabada de remodelar, no tenía la majestad de otros viernes históricos, con los árboles desangelados y las estatuas rudimentarias de la nueva estética oficial. En el Capitolio Nacional, donde se había instalado diez días antes la Conferencia Panamericana, los delegados se habían ido a almorzar. Así que la turba siguió de largo hasta el Palacio Presidencial, también desguarnecido. Allí dejaron lo que quedaba del cadáver sin más ropas que las piltrafas del calzoncillo, el zapato izquierdo y dos corbatas inexplicables anudadas en la garganta. Minutos más tarde llegaron a almorzar el presidente de la República Mariano Ospina Pérez y su esposa, después de inaugurar una exposición pecuaria en la población de Engativá. Hasta ese momento ignoraban la noticia del asesinato porque llevaban apagado el radio del automóvil presidencial.
Permanecí en el lugar del crimen unos diez minutos más, sorprendido por la rapidez con que las versiones de los testigos iban cambiando de forma y de fondo hasta perder cualquier parecido con la realidad. Estábamos en el cruce de la avenida Jiménez y carrera Séptima, a la hora de mayor concurrencia y a cincuenta pasos de El Tiempo. Sabíamos entonces que quienes acompañaban a Gaitán cuando salió de su oficina eran Pedro Elíseo Cruz, Alejandro Vallejo, Jorge Padilla y Plinio Mendoza Neira, ministro de Guerra en el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo. Este los había invitado a almorzar. Gaitán había salido del edificio donde tenía su oficina, sin escoltas de ninguna clase, y en medio de un grupo compacto de amigos. Tan pronto como llegaron al andén, Mendoza lo tomó del brazo, lo llevó un paso adelante de los otros, y le dijo:
—Lo que quería decirte es una pendejada.
No pudo decir más. Gaitán se cubrió la cara con el brazo y Mendoza oyó el primer disparo antes de ver frente a ellos al hombre que apuntó con el revólver y disparó tres veces a la cabeza del líder con la frialdad de un profesional. Un instante después se hablaba ya de un cuarto disparo sin dirección, y tal vez de un quinto.
Plinio Apuleyo Mendoza, que había llegado con su papá y sus hermanas, Elvira y Rosa Inés, alcanzó a ver a Gaitán tirado bocarriba en el andén un minuto antes de que se lo llevaran a la clínica. «No parecía muerto —me contó años después—. Era como una estatua imponente tendida bocarriba en el andén, junto a una mancha de sangre escasa y con una gran tristeza en los ojos abiertos y fijos.» En la confusión del instante sus hermanas alcanzaron a pensar que también su padre había muerto, y estaban tan aturdidas que Plinio Apuleyo las subió en el primer tranvía que pasó para alejarlas del lugar. Pero el conductor se dio cuenta cabal de lo que había pasado, y tiró la gorra en el piso y abandonó el tranvía en plena calle para sumarse a los primeros gritos de la rebelión. Minutos después fue el primer tranvía volcado por las turbas enloquecidas.
Las discrepancias eran insalvables sobre el número y el papel de los protagonistas, pues algún testigo aseguraba que habían sido tres que se turnaron para disparar, y otro decía que el verdadero se había escabullido entre la muchedumbre revuelta y había tomado sin prisa un tranvía en marcha. Tampoco lo que Mendoza Neira quería pedirle a Gaitán cuando lo tomó del brazo era nada de lo mucho con que se ha especulado desde entonces, sino que le autorizara la creación de un instituto para formar líderes sindicales. O, como se había burlado su suegro unos días antes: «Una escuela para enseñarle filosofía al chofer». No alcanzó a decirlo cuando estalló frente a ellos el primer balazo.
Cincuenta años después, mi memoria sigue fija en la imagen del hombre que parecía instigar al gentío frente a la farmacia, y no lo he encontrado en ninguno de los incontables testimonios que he leído sobre aquel día. Lo había visto muy de cerca, con un vestido de gran clase, una piel de alabastro y un control milimétrico de sus actos. Tanto me llamó la atención que seguí pendiente de él hasta que lo recogieron en un automóvil demasiado nuevo tan pronto como se llevaron el cadáver del asesino, y desde entonces pareció borrado de la memoria histórica. Incluso de la mía, hasta muchos años después, en mis tiempos de periodista, cuando me asaltó la ocurrencia de que aquel hombre había logrado que mataran a un falso asesino para proteger la identidad del verdadero.
En aquel tumulto incontrolable estaba el líder estudiantil cubano Fidel Castro, de veinte años, delegado de la Universidad de La Habana a un congreso estudiantil convocado como una réplica democrática a la Conferencia Panamericana. Había llegado unos seis días antes, en compañía de Alfredo Guevara, Enrique Ovares y Rafael del Pino —universitarios cubanos como él— , y una de sus primeras gestiones fue solicitar una cita con Jorge Eliécer Gaitán, a quien admiraba. A los dos días, Castro se entrevistó con Gaitán, y éste lo citó para el viernes siguiente. Gaitán en persona anotó la cita en la agenda de su escritorio, en la hoja correspondiente al 9 de abril: «Fidel Castro, 2 pm».
Según él mismo ha contado en distintos medios y ocasiones, y en los interminables recuentos que hemos hecho juntos a lo largo de una vieja amistad, Fidel había tenido la primera noticia del crimen cuando rondaba por las cercanías para estar a tiempo en la cita de las dos. De pronto lo sorprendieron las primeras hordas que corrían desaforadas, y el grito general:
—¡Mataron a Gaitán!
Fidel Castro no cayó en la cuenta, hasta más tarde, de que la cita no habría podido cumplirse de ningún modo antes de las cuatro o cinco, por la imprevista invitación a almorzar que Mendoza Neira le hizo a Gaitán.
No cabía nadie más en el lugar del crimen. El tráfico estaba interrumpido y los tranvías volcados, de modo que me dirigí a la pensión a terminar el almuerzo, cuando mi maestro Carlos H. Pareja me cerró el paso en la puerta de su oficina y me preguntó para dónde iba.
—Voy a almorzar —le dije.
—No jodas —dijo él, con su impenitente labia caribe—. ¿Cómo se te ocurre almorzar cuando acaban de matar a Gaitán?
Sin darme tiempo para más, me ordenó que me fuera a la universidad y me pusiera al frente de la protesta estudiantil. Lo raro fue que le hice caso contra mi modo de ser. Seguí por la carrera Séptima hacia el norte, en sentido contrario al de la turbamulta que se precipitaba hacia la esquina del crimen entre curiosa, dolorida y colérica. Los autobuses de la Universidad Nacional, manejados por estudiantes enardecidos, encabezaban la marcha. En el parque Santander, a cien metros de la esquina del crimen, los empleados cerraban a toda prisa los portones del hotel Granada —el más lujoso de la ciudad—, donde se alojaban en esos días algunos cancilleres e invitados de nota a la Conferencia Panamericana.
Un nuevo tropel de pobres en franca actitud de combate surgía de todas las esquinas. Muchos iban armados de machetes acabados de robar en los primeros asaltos a las tiendas, y parecían ansiosos por usarlos. Yo no tenía una perspectiva clara de las consecuencias posibles del atentado, y seguía más pendiente del almuerzo que de la protesta, así que volví sobre mis pasos hasta la pensión. Subí a grandes trancos las escaleras, convencido de que mis amigos politizados estaban en pie de guerra. Pero no: el comedor seguía desierto, y mi hermano y José Palencia —que vivían en el cuarto vecino— cantaban con otros amigos en el dormitorio.
—¡Mataron a Gaitán! —grité.
Hicieron señas de que ya lo sabían, pero el ánimo de todos era más vacacional que funerario, y no interrumpieron la canción. Luego nos sentamos a almorzar en el comedor desierto, convencidos de que aquello no pasaría de allí, hasta que alguien subió el volumen de la radio para que los indiferentes escucháramos. Carlos H. Pareja, haciendo honor a la incitación que me había hecho una hora antes, anunció la constitución de la Junta Revolucionaria de Gobierno integrada por los más notables liberales de izquierda, entre ellos el más conocido escritor y político, Jorge Zalamea. Su primer acuerdo fue la constitución del comité ejecutivo, el comando de la Policía Nacional y todos los órganos para un Estado revolucionario. Luego hablaron los otros miembros de la junta con consignas cada vez más desorbitadas.
En la solemnidad del acto, lo primero que se me ocurrió fue qué iba a pensar mi padre cuando supiera que su primo, el godo duro, era el líder mayor de una revolución de extrema izquierda. La dueña de la pensión, ante el tamaño de los nombres vinculados a las universidades, se sorprendió de que no se comportaran como profesores sino como estudiantes malcriados. Bastaba pasar dos números del cuadrante para encontrarse con un país distinto. En la Radio Nacional, los liberales oficialistas llamaban a la calma, en otras clamaban contra los comunistas fieles a Moscú, mientras los dirigentes más altos del liberalismo oficial desafiaban los riesgos de las calles en guerra, tratando de llegar al Palacio Presidencial para negociar un compromiso de unidad con el gobierno conservador.
Seguimos aturdidos por aquella confusión demente hasta que un hijo de la dueña gritó de pronto que la casa estaba quemándose. En efecto, se había abierto una grieta en el muro de calicanto del fondo, y un humo negro y espeso empezaba a enrarecer el aire de los dormitorios. Provenía sin duda de la Gobernación Departamental, contigua a la pensión, que había sido incendiada por los manifestantes, pero el muro parecía bastante fuerte para resistir. Así que bajamos la escalera a zancadas y nos encontramos en una ciudad en guerra. Los asaltantes desaforados tiraban por las ventanas de la Gobernación cuanto encontraban en las oficinas. El humo de los incendios había nublado el aire, y el cielo encapotado era un manto siniestro. Hordas enloquecidas, armadas de machetes y toda clase de herramientas robadas en las ferreterías, asaltaban y prendían fuego al comercio de la carrera Séptima y las calles adyacentes con ayuda de policías amotinados. Una visión instantánea nos bastó para darnos cuenta de que la situación era incontrolable. Mi hermano se anticipó a mi pensamiento con un grito:
—¡Mierda, la máquina de escribir!
Corrimos hacia la casa de empeño que todavía estaba intacta, con las rejas de hierro bien cerradas, pero la máquina no estaba donde había estado siempre. No nos preocupamos, pensando que en los días siguientes podríamos recuperarla, sin darnos cuenta todavía de que aquel desastre colosal no tendría días siguientes.
La guarnición militar de Bogotá se limitó a proteger los centros oficiales y los bancos, y el orden público quedó a cargo de nadie. Muchos altos mandos de la policía se atrincheraron en la Quinta División desde las primeras horas, y numerosos agentes callejeros los siguieron con cargamentos de armas recogidas en las calles. Varios de ellos, con el brazal rojo de los alzados, hicieron una descarga de fusil tan cerca de nosotros que me retumbo dentro del pecho. Desde entonces tengo la convicción de que un fusil puede matar con el solo estampido.
Al regreso de la casa de empeño vimos devastar en minutos el comercio de la carrera Octava, que era el más rico de la ciudad. Las joyas exquisitas, los paños ingleses y los sombreros de Bond Street que los estudiantes costeños admirábamos en las vitrinas inalcanzables, estaban entonces a la mano de todos, ante los soldados impasibles que custodiaban los bancos extranjeros. El muy recafé San Marino, donde nunca pudimos entrar, estaba abierto y desmantelado, por una vez sin los meseros de esmoquin que se anticipaban a impedir la entrada de estudiantes caribes.
Algunos de los que salían cargados de ropa fina y grandes rollos de paño en el hombro los dejaban tirados en medio de la calle. Recogí uno, sin pensar que pesaba tanto, y tuve que abandonarlo con el dolor de mi alma. Por todas partes tropezábamos con aparatos domésticos tirados en las calles, y no era fácil caminar por entre las botellas de whisky de grandes marcas y toda clase de bebidas exóticas que las turbas degollaban a machetazos. Mi hermano Luis Enrique y José Falencia encontraron saldos del saqueo en un almacén de
buena ropa, entre ellos un vestido azul celeste de muy buen paño y con la talla exacta de mi padre, que lo usó durante años en ocasiones solemnes. Mi único trofeo providencial fue la carpeta de piel de ternera del salón de té más caro de la ciudad, que me sirvió para llevar mis originales bajo el brazo en las muchas noches de los años siguientes en que no tuve dónde dormir.
Iba con un grupo que se abría paso por la carrera Octava rumbo al Capitolio, cuando una descarga de metralla barrió a los primeros que se asomaron en la plaza de Bolívar. Los muertos y heridos instantáneos apelotonados en mitad de la calle nos frenaron en seco, un moribundo bañado en sangre que salió a rastras del promontorio me agarró por la bota del pantalón y gritó una súplica desgarradora:
«Joven, por el amor de Dios, ¡no me deje morir!
Huí despavorido. Desde entonces aprendí a olvidar otros horrores, míos y ajenos, pero nunca olvidé el desamparo de aquellos ojos en el fulgor de los incendios. Sin embargo, todavía me sorprende no haber pensado ni un instante que mi hermano y yo fuéramos a morir en aquel infierno sin cuartel.
Desde las tres de la tarde había empezado a llover en ráfagas, pero después de las cinco se desgajó un diluvio bíblico que apagó muchos incendios menores y disminuyó los ímpetus de la rebelión. La escasa guarnición de Bogotá, incapaz de enfrentarla, desarticuló la furia callejera. No fue reforzada hasta después de la medianoche por las tropas de urgencia de los departamentos vecinos, sobre todo de Boyacá, que tenía el mal prestigio de ser la escuela de la violencia oficial. Hasta entonces la radio incitaba pero no informaba, de modo que toda noticia carecía de origen, y la verdad era imposible. Las tropas de refresco recuperaron en la madrugada el centro comercial devastado por las hordas y sin más luz que la de los incendios, pero la resistencia politizada continuó todavía por varios días con francotiradores apostados en torres y azoteas. A esa hora, los muertos en las calles eran ya incontables.
Cuando volvimos a la pensión la mayor parte del centro estaba en llamas, con tranvías volcados y escombros de automóviles que servían de barricadas casuales. Metimos en una maleta las pocas cosas que valía la pena, y sólo después me di cuenta de que se me quedaron borradores de dos o tres cuentos impublicables, el diccionario del abuelo, que nunca recuperé, y el libro de Diógenes Laercio que recibí como premio de primer bachiller.
Lo único que se nos ocurrió fue pedir asilo con mi hermano en casa del tío Juanito, a sólo cuatro cuadras de la pensión. Era un apartamento de segundo piso, con una sala, comedor y dos alcobas, donde el tío vivía con su esposa y sus hijos Eduardo, Margarita y Nicolás, el mayor, que había estado un tiempo conmigo en la pensión. Apenas cabíamos, pero los Márquez Caballero tuvieron el buen corazón de improvisar espacios donde no los había, incluso en el comedor, y no sólo para nosotros sino para otros amigos nuestros y compañeros de pensión: José Falencia, Domingo Manuel Vega, Carmelo Martínez —todos ellos de Sucre— y otros que apenas conocíamos.
Poco antes de la medianoche, cuando dejó de llover, subimos a la azotea para ver el paisaje infernal de la ciudad iluminada por los rescoldos de los incendios. Al fondo, los cerros de Monserrate y la Guadalupe eran dos inmensos bultos de sombras contra el cielo nublado por el humo, pero lo único que yo seguía viendo en la bruma desolada era la cara enorme del moribundo que se arrastró hacia mí para suplicarme una ayuda imposible. La cacería callejera había amainado, y en el silencio tremendo sólo se oían los tiros dispersos de incontables francotiradores apostados por todo el centro, y el estruendo de las tropas que poco a poco iban exterminando todo rastro de resistencia armada o desarmada para dominar la ciudad. Impresionado por el paisaje de la muerte, el tío Juanito expresó en un solo suspiro el sentimiento de todos:
—¡Dios mío, esto parece un sueño!
De regreso a la sala en penumbras me derrumbé en el sofá. Los boletines oficiales de las emisoras ocupadas por el gobierno pintaban un panorama de tranquilidad paulatina. Ya no había discursos, pero no se podía distinguir con precisión entre las emisoras oficiales y las que seguían en poder de la rebelión, y aun a estas mismas era imposible distinguirlas de la avalancha incontenible del correo de las brujas. Se dijo que todas las embajadas estaban desbordadas por los refugiados, y que el general Marshall permanecía en la de los Estados Unidos protegido por una guardia de honor de la escuela militar. También Laureano Gómez se había refugiado allí desde las primeras horas, y había sostenido conversaciones telefónicas con su presidente, tratando de impedir que éste negociara con los liberales en una situación que él consideraba manejada por los comunistas. El ex presidente Alberto Lleras, entonces secretario general de la Unión Panamericana, había salvado la vida por milagro al ser reconocido en su automóvil sin blindaje cuando abandonaba el Capitolio y trataron de cobrarle la entrega legal del poder a los conservadores. La mayoría de los delegados de la Conferencia Panamericana estaba a salvo a la medianoche.
Entre tantas noticias encontradas se anunció que Guillermo León Valencia, el hijo del poeta homónimo, había sido lapidado y el cadáver colgado en la plaza de Bolívar. Pero la idea de que el gobierno controlaba la situación había empezado a perfilarse tan pronto como el ejército recuperó las emisoras de radio que estaban en poder de los rebeldes. En vez de las proclamas de guerra, las noticias pretendían entonces tranquilizar al país con el consuelo de que el gobierno era dueño de la situación, mientras la alta jerarquía liberal negociaba con el presidente de la República por la mitad del poder.
En realidad, los únicos que parecían actuar con sentido político eran los comunistas, minoritarios y exaltados, a quienes en medio del desorden de las calles se les veía dirigir a la muchedumbre —como agentes de tránsito— hacia los centros de poder. El liberalismo, en cambio, demostró estar dividido en las dos mitades denunciadas por Gaitán en su campaña: los dirigentes que trataban de negociar una cuota de poder en el Palacio Presidencial, y sus electores que resistieron como podían y hasta donde pudieron en torres y azoteas. La primera duda que surgió en relación con la muerte de Gaitán fue sobre la identidad de su asesino. Todavía hoy no existe una convicción unánime de que fuera Juan Roa Sierra, el pistolero solitario que disparó contra él entre la muchedumbre de la carrera Séptima. Lo que no es fácil entender es que hubiera actuado por sí solo si no parecía tener una cultura autónoma para decidir por su cuenta aquella muerte devastadora, en aquel día, en aquella hora, en aquel lugar y de la misma manera. Encarnación Sierra, viuda de Roa, su madre, de cincuenta y dos años, se había enterado por radio del asesinato de Gaitán, su héroe político, y estaba tiñendo de negro su traje mejor para guardarle luto. No había terminado cuando oyó que el asesino era Juan Roa Sierra, el número trece de sus catorce hijos. Ninguno había pasado de la escuela primaria, y cuatro de ellos dos niños y dos niñas— habían muerto.
Ella declaró que desde hacía unos ocho meses se habían notado cambios raros en el comportamiento de Juan. Hablaba solo y reía sin causas, y en algún momento confesó a la familia que creía ser la encarnación del general Francisco de Paula Santander, héroe de nuestra independencia, pero pensaron que sería un mal chiste de borracho. Nunca se supo que su hijo le hiciera mal a nadie, y había logrado que gente de cierto peso le diera cartas de recomendación para conseguir empleos. Una de ellas la llevaba en la cartera cuando mató a Gaitán. Seis meses antes le había escrito una de su puño y letra al presidente Ospina Pérez, en la cual le solicitaba una entrevista para pedirle un empleo.
La madre declaró a los investigadores que el hijo le había planteado su problema también a Gaitán en persona, pero que éste no le había dado ninguna esperanza. No se sabía que hubiera disparado un arma en su vida, pero la manera en que manejó la del crimen estaba muy lejos de ser la de un novato. El revólver era un .38 largo, tan maltratado que fue admirable que no le fallara un tiro.
Algunos empleados del edificio creían haberlo visto en el piso de las oficinas de Gaitán en vísperas del asesinato. El portero afirmó sin duda alguna que en la mañana del 9 de abril lo habían visto subir por las escaleras y bajar después por el ascensor con un desconocido. Le pareció que ambos habían esperado varias horas cerca de la entrada del edificio, pero Roa estaba solo junto a la puerta cuando Gaitán subió a su oficina un poco antes de las once.
Gabriel Restrepo, un periodista de La Jornada —el diario de la campaña gaitanista—, hizo el inventario de los documentos de identidad que Roa Sierra llevaba consigo cuando cometió el crimen. No dejaban dudas sobre su identidad y su condición social, pero no daban pista alguna sobre sus propósitos. Tenía en los bolsillos del pantalón ochenta y dos centavos en monedas revueltas, cuando varias cosas importantes de la vida diaria sólo costaban cinco. En un bolsillo interior del saco llevaba una cartera de cuero negro con un billete de un peso. Llevaba también un certificado que garantizaba su honestidad, otro de la policía según el cual no tenía antecedentes penales, y un tercero con su dirección en un barrio de pobres: calle Octava, número 3073. De acuerdo con la libreta militar de reservista de segunda clase que llevaba en el mismo bolsillo, era hijo de Rafael Roa y Encarnación Sierra, y había nacido veintiún años antes: el 4 de noviembre de 1921.
Todo parecía en regla, salvo que un hombre de condición tan humilde y sin antecedentes penales llevara consigo tantas pruebas de buen comportamiento. Sin embargo, lo único que me dejó un rastro de dudas que nunca he podido superar fue el hombre elegante y bien vestido que lo había arrojado a las hordas enfurecidas y desapareció para siempre en un automóvil de lujo.
En medio del fragor de la tragedia, mientras embalsamaban el cadáver del apóstol asesinado, los miembros de la dirección liberal se habían reunido en el comedor de la Clínica Central para acordar fórmulas de emergencia. La más urgente fue acudir al Palacio Presidencial sin audiencia previa para discutir con el jefe del Estado una fórmula de emergencia capaz de conjurar el cataclismo que amenazaba al país. Poco antes de las nueve de la noche había amainado la lluvia y los primeros delegados se abrieron paso como mal pudieron a través de las calles en escombros por la revuelta popular y con cadáveres acribillados desde balcones y azoteas por las balas ciegas de los francotiradores.
En la antesala del despacho presidencial encontraron a algunos funcionarios y políticos conservadores, y la esposa del presidente, doña Bertha Hernández de Ospina, muy dueña de sí misma. Llevaba todavía el traje con que había acompañado a su esposo en la exposición de Engativá, y al cinto un revólver de reglamento.
Al final de la tarde el presidente había perdido el contacto con los lugares más críticos y trataba de evaluar a puerta cerrada con militares y ministros el estado de la nación. La visita de los dirigentes liberales lo tomó de sorpresa poco antes de las diez de la noche, y no quería recibirlos al mismo tiempo sino de dos en dos, pero ellos decidieron que en ese caso no entraría ninguno. El presidente cedió, pero los liberales lo asimilaron de todos modos como un motivo de desaliento.
Lo encontraron sentado a la cabecera de una larga mesa de juntas, con un traje intachable y sin el menor signo de ansiedad. Lo único que delataba una cierta tensión era el modo de fumar, continuo y ávido, y a veces apagando un cigarrillo a la mitad para encender otro. Uno de los visitantes me contó años después cuánto lo había impresionado el resplandor de los incendios en la cabeza platinada del presidente impasible. El rescoldo de los escombros bajo el cielo ardiente se divisaba por los grandes vitrales de la oficina presidencial hasta los confines del mundo.
Lo que se sabe de aquella audiencia se lo debemos a lo poco que contaron los mismos protagonistas, a las raras infidencias de algunos y a las muchas fantasías de otros, y a la reconstrucción de aquellos días aciagos armados a pedazos por el poeta e historiador Arturo Alape, que hizo posible en buena parte el sustento de estas memorias.
Los visitantes eran don Luis Cano, director del vespertino liberal El Espectador, Plinio Mendoza Neira, que había promovido la reunión, y otros tres de los más activos y jóvenes dirigentes liberales: Carlos Lleras Restrepo, Darío Echandía y Alfonso Araujo. En el curso de la discusión, entraron o salieron otros liberales prominentes.
De acuerdo con las evocaciones lúcidas que le escuché años después a Plinio Mendoza Neira en su impaciente exilio de Caracas, ninguno de ellos llevaba todavía un plan preparado. Él era el único testigo del asesinato de Gaitán, y lo contó paso a paso con sus artes de narrador congénito y periodista crónico. El presidente escuchó con una atención solemne, y al final pidió que los visitantes expresaran sus ideas para una solución justa y patriótica de aquella emergencia colosal.
Mendoza, famoso entre amigos y enemigos por su franqueza sin adornos, contestó que lo más indicado sería que el gobierno delegara el poder en las Fuerzas Armadas, por la confianza que en aquel momento le merecían al pueblo. Había sido ministro de Guerra en el reciente gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo, conocía bien a los militares por dentro, y pensaba que sólo ellos podrían retomar los cauces de la normalidad. Pero el presidente no estuvo de acuerdo con el realismo de la fórmula, ni los mismos liberales la respaldaron.
La intervención siguiente fue la de don Luis Cano, bien conocido por el brillo de su prudencia. Abrigaba sentimientos casi paternales por el presidente y se limitó a ofrecerse para cualquier decisión pronta y justa que acordara Ospina con el respaldo de la mayoría. Éste le dio seguridades de encontrar las medidas indispensables para el retorno a la normalidad, pero siempre ceñido a la Constitución. Y señalando por las ventanas el infierno que devoraba la ciudad, les recordó con una ironía mal reprimida que no era el gobierno el que lo había causado.
Tenía fama por su parsimonia y su buena educación, en contraste con los estruendos de Laureano Gómez y la altanería de otros copartidarios suyos, expertos en elecciones compuestas, pero aquella noche histórica demostró que no estaba dispuesto a ser menos recalcitrante que ellos. Así que la discusión se prolongó hasta la medianoche, sin ningún acuerdo, y con interrupciones de doña Bertha de Ospina con noticias más y más pavorosas.
Ya entonces era incalculable el número de muertos en las calles, y de los francotiradores en posiciones inalcanzables y de las muchedumbres enloquecidas por el dolor, la rabia y los alcoholes de grandes marcas saqueados en el comercio de lujo. Pues el centro de la ciudad estaba devastado y todavía en llamas, y diezmadas o incendiadas las tiendas de pontifical, el Palacio de Justicia, la Gobernación, y otros muchos edificios históricos. Era la realidad que iba estrechando sin piedad los caminos de un acuerdo sereno de varios hombres contra uno, en la isla desierta del despacho presidencial.
Darío Echandía, tal vez el de mayor autoridad, fue el menos expresivo. Hizo dos o tres comentarios irónicos sobre el presidente y volvió a refugiarse en sus brumas. Parecía ser el candidato insustituible para reemplazar a Ospina Pérez en la presidencia, pero aquella noche no hizo nada por merecerlo o evitarlo. El presidente, a quien se tenía por un conservador moderado, lo parecía cada vez menos. Era nieto y sobrino de dos presidentes en un siglo, padre de familia, ingeniero en retiro y millonario desde siempre, y varias cosas más que ejercía sin el menor ruido, hasta el punto de que se decía sin fundamento que quien mandaba en realidad, tanto en su casa como en el palacio, era su esposa de armas tomar. Y aun así —remató con un sarcasmo ácido— no tendría ningún inconveniente para aceptar la propuesta, pero se sentía muy cómodo dirigiendo el gobierno desde el sillón donde estaba sentado por la voluntad del pueblo.
Hablaba fortalecido sin duda por una información que les faltaba a los liberales: el conocimiento puntual y completo del orden público en el país. Lo tuvo en todo momento, por las varias veces que había salido del despacho para informarse a fondo. La guarnición de Bogotá no llegaba a mil hombres, y en todos los departamentos había noticias más o menos graves, pero todas bajo el control y con la lealtad de las Fuerzas Armadas. En el vecino departamento de Boyacá, famoso por su liberalismo histórico y su conservatismo ríspido, el gobernador José María Villarreal —godo de tuerca y tornillo— no sólo había reprimido a horas tempranas los disturbios locales, sino que estaba despachando tropas mejor armadas para someter la capital. De modo que lo único que el presidente necesitaba era entretener a los liberales con su parsimonia bien medida de poco hablar y fumar despacio. En ningún momento miró el reloj, pero debió de calcular muy bien la hora en que la ciudad estuviera bien guarnecida con tropas frescas y probadas de sobra en la represión oficial.
Al cabo de un largo intercambio de fórmulas tentativas, Carlos Lleras Restrepo propuso la que había acordado la dirección liberal en la Clínica Central y que se habían reservado como recurso extremo: proponerle al presidente que delegara el poder en Darío Echandía, en aras de la concordia política y la paz social. La fórmula, sin duda, sería acogida sin reservas por Eduardo Santos y Alfonso López Pumarejo, ex presidentes y hombres de mucho crédito político, pero que no estaban aquel día en el país.
Sin embargo, la respuesta del presidente, dicha con la misma parsimonia con que fumaba, no era la que podía esperarse. No desperdició la ocasión para demostrar su talante verdadero, que pocos le conocían hasta entonces. Dijo que para él y su familia lo más cómodo sería retirarse del poder y vivir en el exterior con su fortuna personal y sin preocupaciones políticas, pero le inquietaba lo que podía significar para el país que un presidente elegido saliera huyendo de su investidura. La guerra civil sería inevitable. Y ante una nueva insistencia de Lleras Restrepo sobre su retiro, se permitió recordar su obligación de defender la Constitución y las leyes, que no sólo había contraído con su patria sino también con su conciencia y con Dios. Fue entonces cuando dicen que dijo la frase histórica que al parecer no dijo nunca, pero quedó como suya por siempre jamás: «Para la democracia colombiana vale más un presidente muerto que un presidente fugitivo».
Ninguno de los testigos recordó haberla escuchado de sus labios, ni de nadie. Con el tiempo se la atribuyeron a talentos diversos, e incluso se discutieron sus méritos políticos y su validez histórica, pero nunca su esplendor literario. Fue desde entonces la divisa del gobierno de Ospina Pérez, y uno de los pilares de su gloria. Se ha llegado a decir que fue inventada por diversos periodistas conservadores, y con mayores razones por el muy conocido escritor, político y actual ministro de Minas y Petróleos, Joaquín Estrada Monsalve, que en efecto estuvo en el palacio presidencial pero no dentro de la sala de juntas. De modo que quedó en la historia como dicha por quien debía haberla dicho, en una ciudad arrasada donde empezaban a helarse las cenizas, y en un país que nunca más volvería a ser el mismo.
Al fin y al cabo, el mérito real del presidente no era inventar frases históricas, sino entretener a los liberales con caramelos adormecedores hasta pasada la medianoche, cuando llegaron las tropas de refresco para reprimir la rebelión de la plebe e imponer la paz conservadora. Sólo entonces, a las ocho de la mañana del 10 de abril, despertó a Darío Echandía con una pesadilla de once timbrazos de teléfono y lo nombró ministro de Gobierno para un régimen de consolación bipartidista. Laureano Gómez, disgustado con la solución e inquieto por su seguridad personal, viajó a Nueva York con su familia mientras se daban las condiciones para su anhelo eterno de ser presidente.
Todo sueño de cambio social de fondo por el que había muerto Gaitán se esfumó entre los escombros humeantes de la ciudad. Los muertos en las calles de Bogotá, y por la represión oficial en los años siguientes, debieron ser más de un millón, además de la miseria y el exilio de tantos. Desde mucho antes de que los dirigentes liberales en el alto gobierno empezaran a darse cuenta de que habían asumido el riesgo de pasar a la historia en situación de cómplices.
Entre los muchos testigos históricos de aquel día en Bogotá, había dos que no se conocían entre sí, y que años después serían dos de mis grandes amigos. Uno era Luis Cardoza y Aragón, un poeta y ensayista político y literario de Guatemala, que asistía a la Conferencia Panamericana como canciller de su país y jefe de su delegación. El otro era Fidel Castro. Ambos, además, fueron acusados en algún momento de estar implicados en los disturbios.
De Cardoza y Aragón se dijo en concreto que había sido uno de los promotores, embozado con su credencial de delegado especial del gobierno progresista de Jacobo Arbenz en Guatemala. Hay que entender que Cardoza y Aragón era delegado de un gobierno histórico y un gran poeta de la lengua que no se habría prestado nunca para una aventura demente. La evocación más dolorida en su hermoso libro de memorias fue la acusación de Enrique Santos Montejo, Calibán, que en su popular columna en El Tiempo, «La Danza de las Horas», le atribuyó la misión oficial de asesinar al general George Marshall. Numerosos delegados de la conferencia gestionaron que el periódico rectificara aquella especie delirante, pero no fue posible. El Siglo, órgano oficial del conservatismo en el poder, proclamó a los cuatro vientos que Cardoza y Aragón había sido el promotor de la asonada.
Lo conocí muchos años después en la Ciudad de México, con su esposa Lya Kostakowsky, en su casa de Coyoacán, sacralizada por sus recuerdos y embellecida aún más por las obras originales de grandes pintores de su tiempo. Sus amigos concurríamos allí las noches de los domingos en las veladas íntimas de una importancia sin pretensiones. Se consideraba un sobreviviente, primero cuando su automóvil fue ametrallado por los francotiradores apenas unas horas después del crimen. Y días después, ya con la rebelión vencida, cuando un borracho que se le atravesó en la calle le disparó a la cara con un revólver que se encasquilló dos veces. El 9 de abril era un tema recurrente de nuestras conversaciones, en las cuales se confundía la rabia con la nostalgia de los años perdidos.
Fidel Castro, a su vez, fue víctima de toda clase de cargos absurdos, por algunos actos ceñidos a su condición de activista estudiantil. La noche negra, después de un día tremendo entre las turbas desmadradas, terminó en la Quinta División de la Policía Nacional, en busca de un modo de ser útil para ponerle término a la matanza callejera. Hay que conocerlo para imaginarse lo que fue su desesperación en la fortaleza sublevada donde parecía imposible imponer un criterio común.
Se entrevistó con los jefes de la guarnición y otros oficiales sublevados, y trató de convencerlos, sin conseguirlo, de que toda fuerza que se acuartela está perdida. Les propuso que sacaran sus hombres a luchar en las calles por el mantenimiento del orden y un sistema más justo. Los motivó con toda clase de precedentes históricos, pero no fue oído, mientras tropas y tanques oficiales acribillaban la fortaleza. Al fin, decidió correr la suerte de todos.
En la madrugada llegó a la Quinta División Plinio Mendoza Neira con instrucciones de la Dirección Liberal para conseguir la rendición pacífica no sólo de oficiales y agentes alzados, sino de numerosos liberales al garete que esperaban órdenes para actuar. En las muchas horas que duró la negociación de un acuerdo, a Mendoza Neira le quedó fija en la memoria la imagen de aquel estudiante cubano, corpulento y discutidor, que varias veces terció en las controversias entre los dirigentes liberales y los oficiales rebeldes con una lucidez que los rebasó a todos. Sólo años después supo quién era porque lo vio por casualidad en Caracas en una foto de la noche terrible, cuando Fidel Castro estaba ya en la Sierra Maestra.
Lo conocí once años después, cuando acudí como reportero a su entrada triunfal en La Habana, y con el tiempo logramos una amistad personal que ha resistido a través de los años a incontables tropiezos. En mis largas conversaciones con él sobre todo lo divino y lo humano, el 9 de abril ha sido un tema recurrente que Fidel Castro no acabaría de evocar como uno de los dramas decisivos de su formación. Sobre todo la noche en la Quinta División, donde se dio cuenta de que la mayoría de los sublevados que entraban y salían se malbarataban en el saqueo en vez de persistir con sus actos en la urgencia de una solución política.
Mientras aquellos dos amigos eran testigos de los hechos que partieron en dos la historia de Colombia, mi hermano y yo sobrevivíamos en las tinieblas con los refugiados en la casa del tío Juanito. En ningún momento tomé conciencia de que ya era un aprendiz de escritor que algún día iba a tratar de reconstruir de memoria el testimonio de los días atroces que estábamos viviendo. Mi única preocupación entonces era la más terrestre: informar a nuestra familia que estábamos vivos al menos hasta entonces— y saber al mismo tiempo de nuestros padres y hermanos, y sobre todo de Margot y Aída, las dos mayores, internas en colegios de ciudades distantes.
El refugio del tío Juanito había sido un milagro. Los primeros días fueron difíciles por los tiroteos constantes y sin ninguna noticia confiable. Pero poco a poco fuimos explorando los comercios vecinos y lográbamos comprar cosas de comer. Las calles estaban tomadas por tropas de asalto y con órdenes terminantes de disparar. El incorregible José Falencia se disfrazó de militar para circular sin límites con un sombrero de explorador y unas polainas que encontró en un cajón de la basura, y escapó de milagro a la primera patrulla que lo descubrió.
Las emisoras comerciales, silenciadas antes de la medianoche, quedaron bajo el control del ejército. Los telégrafos y teléfonos primitivos y escasos estaban reservados para el orden público, y no existían otros recursos de comunicación. Las filas para los telegramas eran eternas frente a las oficinas desbordadas, pero las estaciones de radio instauraron un servicio de mensajes al aire para quienes tuvieran la suerte de atraparlos. Esta vía nos pareció la más fácil y confiable, y a ella nos encomendamos sin demasiadas esperanzas.
Mi hermano y yo salimos a la calle después de tres días de encierro. Fue una visión terrorífica. La ciudad estaba en escombros, nublada y turbia por la lluvia constante que había moderado los incendios pero había retrasado la recuperación. Muchas calles estaban cerradas por los nidos de francotiradores en las azoteas del centro, y había que hacer rodeos sin sentido por órdenes de patrullas armadas como para una guerra mundial. El tufo de muerte en la calle era insoportable. Los camiones del ejército no habían alcanzado a recoger los promontorios de cuerpos en las aceras y los soldados tenían que enfrentarse a los grupos desesperados por identificar a los suyos.
En las ruinas de lo que fuera el centro comercial la pestilencia era irrespirable hasta el punto de que muchas familias tenían que renunciar a la búsqueda. En una de las grandes pirámides de cadáveres se destacaba uno descalzo y sin pantalones pero con un sacoleva intachable. Tres días después, todavía las cenizas exhalaban la pestilencia de los cuerpos sin dueño, podridos en los escombros o apilados en los andenes.
Cuando menos lo esperábamos, mi hermano y yo fuimos parados en seco por el chasquido inconfundible del cerrojo de un fusil a nuestras espaldas, y una orden terminante:
—¡Manos arriba!
Las levanté sin pensarlo siquiera, petrificado de terror, hasta que me resucitó la carcajada de nuestro amigo Ángel Casij, que había respondido al llamado de las Fuerzas Armadas como reservista de primera clase. Gracias a él, los refugiados en casa del tío Juanito logramos mandar un mensaje al aire después de un día de espera frente a la Radio Nacional. Mi padre lo escuchó en Sucre entre los incontables que se leyeron de día y de noche durante dos semanas. Mi hermano y yo, víctimas irredimibles de la manía conjetural de la familia, quedamos con el temor de que nuestra madre pudiera interpretar la noticia como una caridad de los amigos mientras la preparaban para lo peor. Nos equivocamos por poco: la madre había soñado desde la primera noche que sus dos hijos mayores nos habíamos ahogado en un mar de sangre durante los disturbios. Debió ser una pesadilla tan convincente que cuando le llegó la verdad por otras vías decidió que ninguno de nosotros volviera nunca más a Bogotá, aunque tuviéramos que quedarnos en casa a morirnos de hambre. La decisión debió ser terminante porque la única orden que nos dieron los padres en su primer telegrama fue que viajáramos a Sucre lo más pronto posible para definir el futuro.
En la tensa espera, varios condiscípulos me habían pintado de oro la posibilidad de seguir los estudios en Cartagena de Indias, pensando que Bogotá se recuperaría de sus escombros, pero que los bogotanos no iban a recuperarse nunca del terror y el horror de la matanza. Cartagena tenía una universidad centenaria con tanto prestigio como sus reliquias históricas, y una facultad de derecho de tamaño humano donde aceptarían como buenas mis malas calificaciones de la Universidad Nacional.
No quise descartar la idea sin antes hervirla a fuego vivo, ni mencionársela a mis padres mientras no la probara en carne propia. Sólo les anuncié que viajaría a Sucre en avión por la vía de Cartagena, pues el río Magdalena con aquella guerra caliente podía ser un rumbo suicida. Luis Enrique, por su parte, les anunció que viajaría a buscar trabajo en Barranquilla tan pronto como arreglara las cuentas con sus patrones de Bogotá.
De todos modos yo sabía que no iba a ser abogado en ninguna parte. Sólo quería ganar un poco más de tiempo para distraer a mis padres, y Cartagena podía ser una buena escala técnica para pensar. Lo que nunca se me hubiera ocurrido es que aquel cálculo razonable iba a conducirme a resolver con el corazón en la mano que era allí donde quería seguir mi vida.
Conseguir por aquellos días cinco lugares en un mismo avión para cualquier lugar de la costa fue una proeza de mi hermano. Después de hacer colas interminables y peligrosas y de correr de un lado a otro un día completo en un aeropuerto de emergencia, encontró los cinco lugares en tres aviones separados, a horas improbables y en medio de tiroteos y explosiones invisibles. A mi hermano y a mí nos confirmaron por fin dos asientos en un mismo avión para Barranquilla, pero a última hora salimos en vuelos distintos. La llovizna y la niebla que persistían en Bogotá desde el viernes anterior tenían un tufo de pólvora y cuerpos podridos. De la casa al aeropuerto fuimos interrogados en dos retenes militares sucesivos, cuyos soldados estaban pasmados de terror. En el segundo retén se echaron a tierra y nos hicieron echar a nosotros por una explosión seguida de un tiroteo de armas pesadas que resultó ser por una fuga de gas industrial. Otros pasajeros lo entendimos cuando un soldado nos dijo que su drama era estar allí desde hacía tres días en guardia sin relevos, pero también sin munición, porque se había agotado en la ciudad. Apenas nos atrevimos a hablar desde que nos detuvieron, y el terror de los soldados acabó de rematarnos. Sin embargo, después de los trámites formales de identificación y propósitos, nos consoló saber que debíamos permanecer allí sin más trámites hasta que nos llevaran a bordo. Lo único que fumé en la espera fueron dos cigarrillos de tres que alguien me había dado por caridad, y reservé uno para el terror del viaje.
Como no había teléfonos, los anuncios de vuelos y otros cambios se conocían en los distintos retenes por medio de ordenanzas militares en motocicletas. A las ocho de la mañana llamaron a un grupo de pasajeros para abordar de inmediato para Barranquilla un avión distinto del mío. Después supe que los otros tres de nuestro grupo se embarcaron con mi hermano en otro retén. La espera solitaria fue una cura de burro para mi miedo congénito a volar, porque a la hora de subir al avión el cielo estaba encapotado y con truenos pedregosos. Además porque la escalera de nuestro avión se la habían llevado para otro y dos soldados tuvieron que ayudarme a abordar con una escalera de albañil. Era el mismo aeropuerto y a la misma hora en que Fidel Castro había abordado otro avión que salió para La Habana cargado de toros de lidia — como él mismo me lo contó años después.
Por buena o mala suerte el mío era un DC–3 oloroso a pintura fresca y a grasas recientes, sin luces individuales ni la ventilación regulada desde la cabina de pasajeros. Estaba acondicionado para transporte de tropa y en vez de asientos separados en filas de tres, como en los vuelos turísticos, había dos bancas longitudinales de tablas ordinarias, bien ancladas en el piso. Todo mi equipaje era una maleta de lienzo con dos o tres mudas de ropa sucia, libros de poesía y recortes de suplementos literarios que mi hermano Luis Enrique logró salvar. Los pasajeros quedamos sentados los unos frente a los otros desde la cabina de mando hasta la cola. En vez de cinturones de seguridad había dos cables de cabuya para amarrar buques, que serían como dos largos cinturones de seguridad colectivos para cada lado. Lo más duro para mí fue que tan pronto como encendí el único cigarrillo reservado para sobrevivir al vuelo, el piloto de overol nos anunció desde la cabina que nos prohibían fumar porque los tanques de gasolina del avión estaban a nuestros pies debajo del piso de tablas. Fueron tres horas de vuelo interminables.
Cuando llegamos a Barranquilla acababa de llover como sólo llueve en abril, con casas desenterradas de raíz y arrastradas por la corriente de las calles, y enfermos solitarios que se ahogaban en sus camas. Tuve que esperar a que acabara de escampar en el aeropuerto desordenado por el diluvio y apenas si logré averiguar que el avión de mi hermano y sus dos acompañantes había llegado a tiempo, pero los tres se apresuraron a abandonar la terminal antes de los primeros truenos de un primer aguacero. Necesité otras tres horas para llegar a la agencia de viajes y perdí el último autobús que salió para Cartagena con el horario anticipado en previsión de la tormenta. No me preocupé, porque creía que allí se había ido mi hermano, pero me asusté por mí ante la idea de dormir una noche sin plata en Barranquilla.
Por fin, gracias a José Falencia, logré un asilo de emergencia en la casa de las bellas hermanas Use y Lila Albarracín, y tres días después viajé a Cartagena en el autobús cojitranco de la Agencia Postal. Mi hermano Luis Enrique permanecería a la espera de un empleo en Barranquilla. No me quedaban más de ocho pesos, pero José Falencia me prometió llevarme un poco más en el autobús de la noche. No había un espacio libre, ni aun de pie, pero el conductor aceptó llevar en el techo a tres pasajeros, sentados en sus cargas y equipajes, y por la cuarta parte del precio regular. En situación tan rara, y a pleno sol, creo haber tomado conciencia de que aquel 9 de abril de 1948 había empezado en Colombia el siglo XX.
*Éste es un fragmento del capítulo 5 de Vivir para contarla, memorias de Gabriel García Márquez sobre el asesinato de Gaitán, líder de una fracción del Partido Liberal de Colombia, y de los hechos que sucedieron a partir de esa muerte.