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El García Márquez que conozco

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18 febrero, 2013

tags: Gabriel García MárquezMiguel Ángel AsturiasPremio Nobel

Periodista y escritor, Ramón Chao es autor de varias novelas inolvidables (El lago de Como, La pasión de Carolina Otero, Las travesías de Luis Gontán). Fue también, en París, donde reside, director de Radio France Internationale y corresponsal del semanario Triunfo. A lo largo de esas experiencias conoció a numerosos creadores. En una serie de textos, Ramón Chao va recordando para nuestros lectores algunos de sus encuentros con genios como Gabriel García Márquez, del que nos habla esta vez.

Entre sus amigos, Gabriel García Márquez “Gabo” distingue a los de antes y a los de después. Se entiende que la línea de separación pasa por el premio Nobel, atribuido en 1982. De pequeño tenía pocos amigos íntimos, algunos conocidos más o menos allegados, y otros de “hola, hola y al carajo”, como se dice en Cuba.

Lo conozco desde 1968, pocos meses después de la atribución del Nobel, el año anterior, al novelista guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974). Ese año, acudí, como siempre, al Festival del Libro de Nancy, donde un prestigioso jurado otorgaba el Águila de oro, galardón de reconocida importancia.

Presidía el jurado precisamente Miguel Ángel Asturias, y García Márquez figuraba entre los favoritos. Pero finalmente la recompensa se atribuyó al estadounidense Edmund Wilson (1895-1972).

Cuando Asturias bajó de la tarima me acerqué a él, grabadora en ristre. Nos conocíamos. Lo había acompañado a Suecia el año anterior cuando el Nobel. Se lo recordé: “Señor Asturias, hace unos meses, en Estocolmo, me dijo usted que había propuesto a García Márquez para el premio Nobel del año siguiente. Supongo que aquí habrá votado por él”. “No chico —me respondió— porque se ha demostrado que Cien años de soledad es un plagio de La Búsqueda del infinito de Balzac. El argumento es parecido: la búsqueda de la piedra filosofal… Era imposible que ganara el Águila de oro”.

Volví a París sin darme cuenta de lo que llevaba grabado. Lo comenté con algunas personas, sin darle más importancia. Hasta que, en los pasillos de Radio Francia Internacional, tropecé con el escritor cubano Severo Sarduy: “Oye, chico —me dijo— ¡ahí tienes una bomba! ¡Publícalo cuanto antes!”.  Lo envié al semanario Triunfo, de Madrid, con muy mala conciencia, pues presentía las consecuencias que podrían acarrear a un hombre y escritor apreciables.

No me equivocaba. Desde las dos orillas del Atlántico llovieron las críticas contra Asturias. Carlos Fuentes y otros escritores lo trataban de “envidioso”, incluso de “viejo chocho”. Al mismo tiempo, en una entrevista concedida al diario de Oviedo La Nueva España, Miguel Ángel Asturias trataba de rectificar de la siguiente manera: “Yo no hablé de plagio. Verá: terminado el jurado del premio Águila de Oro, se me acercó el periodista Ramón Chao. Le dije que había dos candidatos, el americano Edmond Wilson y García Márquez. Y que, en el dossier de éste, figuraba una denuncia de un tal Luis Cova García, que señalaba grandes similitudes entre los libros de García Márquez y de Balzac”.

Desorientada por estas dos versiones discordantes, la dirección de Triunfo me pidió que le enviase la grabación. Así lo hice, y la reprodujeron al pie de la letra: “Últimamente —decía literalmente Asturias—, ha ocurrido que aparecieron denuncias sobre la semejanza entre Cien años de soledad y La búsqueda del infinito. Quiero decir que estas semejanzas ya fueron denunciadas en América, y también en un coloquio celebrado el año pasado en Berlín. Esto me lleva a pensar que habrá que estudiar y reestudiar el tema, y yo creo que sería conveniente que un crítico tomara los dos libros, fuese objetivo y estableciera hasta qué punto García Márquez copió a Balzac”.

En aquel tiempo, yo era muy amigo de Tachia Quintanar, actriz española de veintiséis años. Oriunda del País Vasco, pertenecía a una familia bilbaína burguesa partidaria de los franquistas cuando la Guerra civil, pero sus tres hijas simpatizaban con los comunistas.

Tachia era una especie de marquesa du Deffant del siglo XX. En su casa de París reunía a lo más granado de las artes de aquella época: Theodorakis, Evtuchenko, Alvaro Mutis, Paco Ibáñez, Antonio Saura, Jesús Soto, etc. Estos eran ya famosos. Y entre ellos, figuraba un joven colombiano desconocido, Gabriel García Márquez, que no tenía en su haber más que un cuento, La Hojarasca. Congenié con él inmediatamente. Quiso saber si conservaba la grabación de mi entrevista con Miguel Ángel Asturias. Por supuesto, se la di. A mi pregunta sobre el plagio contestó con una mueca impasible, entre indiferencia y burla. Lo que nos unió fue la música.

Gabo es un melómano y yo un pianista frustrado. De eso solíamos platicar. “Sin jactancia, Gabo; poseo el oído absoluto. Escucho una sinfonía, y sé exactamente las notas que emiten. Hace unos años entré en la abadía de Solesmes y le pedí al director del coro que me explicara los diferentes modos del canto llano. Me entonó los primeros compases del salmo: “Jesús, hijo de David…” No más empezar, lo interrumpí: “No, padre, dice usted ‘sol’ y está cantando un ‘fa’ ”. Me miró asombrado: “¡Posee usted el oído absoluto! Es una virtud que a mí Dios no me ha concedido”. “Pues tenía razón el cura —cortó Gabo—. Esa virtud (o desdicha), que yo sepa sólo la poseyeron Mozart, Tchaikovski y Saint-Saëns. A éste se le reveló durante una visita al templo de Luxor. Oyó cantar a un campesino y escribió en el puño de su camisa el tema principal del célebre Concierto llamado El Egipcio.” “Sí, ya sé —le dije— do re, do si, la sol la fa sol….” Gabo me interrumpió: “!Por favor! ¡No me muestres el esqueleto de la música ! ¡Es como si me enseñaras una radiografía de Brigitte Bardot!”.

En 1957, harto de que —en plena guerra de Argelia— la policía lo detuviera por su pinta de meteco, García Márquez dio por concluida su estancia parisina. Solía volver una o dos veces por año para reactivar las amistades. Le recordé que su abuela gallega le contaba por las noches leyendas de nuestra tierra: “Y me preparaba —añadió Gabo— un jamón curado en sal que nunca volví a encontrar en Colombia ni en España, hasta que un día descubrí el lacón gallego. Me parece perfectamente normal que estando el Caribe lleno de leyendas llevadas por los gallegos se produzca allí una literatura llena de mundos mágicos y paralelos”.

A todo esto, llegó en 1982 la decisión de la Academia sueca. Eran como las once de la mañana cuando recibimos la noticia. Agarré el teléfono y le llamé, sin pensar en las cinco o seis horas de diferencia. Me salió la voz amodorrada de Mercedes, su esposa, a la que aún no conocía. El tiempo de despertarle, y me lo pasó: “¡Gabo, soy Ramón Chao, desde París: el Nobel, el Nobel …!” “Hola chico. Tranquilízate, que a quien se lo han dado es a mí…”.

Cuando venía a París se alojaba en el Sofitel, cerca de la Academia militar. Un día me llamó para que le buscase el mejor profesor de flauta para su hijo Gonzalo. Estaba yo en la Casa de la radio. Y en un estudio adyacente al mío, la orquesta sinfónica ensayaba el Concierto para piccolo de Vivaldi. Esperé a que acabaran y me acerqué al solista. Se trataba de Jean-Louis Bomadier, discípulo del gran Jean-Pierre Rampal, quien consideraba a Bomadier como el “Paganini del piccolo”. Aceptó gustoso. Había leído Cien años de soledad, uno de los libros de su vida. Gonzalo se reveló un alumno aventajado, y pronto aprendió de memoria las Sonatas para flauta de Bach y el Concierto para flauta de Mozart.

En otra venida a París, Gabo me pidió que le averiguase dónde se hallaba la mejor escuela de cocina de París. Para su otro hijo, Rodrigo. Conecté con la Cámara de comercio, y al rato lo llamé al Sofitel: “Gabo, la mejor escuela de cocina la tienes abajo, en el hotel donde te encuentras”. Ignoro durante en cuantos meses aprendió Rodrigo a cocinar, pero no cabe duda de que de dirección de cine sabe pues  hoy es un gran realizador en Hollywood.

En París, nos seguíamos juntando en la casa de Tachia, pero a menudo los García Márquez venían a la mía. Disponíamos de dos pianos y de una gran sala en el sótano. Mientras yo tocaba para los padres, Rodrigo y Gonzalo se lo pasaban en grande escuchando al grupo Joint de Culasse, embrión de Mano Negra que animaban mis hijos Manu y Antoine. Una de las veces en que estaban en casa, junto con Paco Ibáñez y Luis Goytisolo, Gabo llamó a Barcelona, a Carmen Balcells, su legendaria agente literaria, para contarle lo que hacía. Era un domingo, como a las doce del mediodía. Tres horas después, sin avisar, se presentó Carmen…

Un día me preguntó, sin secreto ni recato, si yo conocía a algún militante de ETA. Este movimiento vasco acababa de realizar, el 20 de diciembre de 1973, la “operación Ogro” y “enviar al cielo” al mismísimo almirante Carrero Blanco, pieza clave del entramado franquista: “Ramón, quiero que me encuentres a los artífices del atentado; me los llevo dos o tres semanas a Venezuela y me cuentan, minuto por minuto, el desarrollo de la operación, desde que la idea brotó en la mente de uno de ellos hasta que otro apretó en el botón”. Esta vez, el encargo no era fácil, pero le dije convencido: “Creo que te puedo encontrar algo. Dame una semanita”.

Yo vivía entonces en Sèvres, aglomeración pegada a París. Al lado se encuentra Meudon, famosa porque en ella ofició nada menos que Rabelais (1495-1553), autor de Gargantúa. Y en ella vivía también el padre André Aubry, alentador de los movimientos revolucionarios de América Latina. Por ejemplo, se fue a Chiapas (México), y el Subcomandante Marcos lo nombró asesor del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Allí murió, en un extraño accidente el 20 de septiembre de 2007.

En Meudon, André Aubry llevaba una vida misteriosa, cuando no secreta. Con él iba siempre un joven cura vasco, “Koldo”, cuyas actividades ignorábamos.

Yo me entendía muy bien con Aubry, pese a su retraimiento. Le pregunté: “¿Conocerás a alguien de ETA por aquí?” “¿Para qué?” Y le solté el rollo: García Márquez etc. “Voy a ver —me dijo— déjame una semana…” A los cuatro días nos dimos cita para un mes después en el café Deux Magots, en Saint-Germain-des-Près. “Koldo” vendría con dos dinamiteros. Se lo comuniqué a García Márquez.

Tardó bastante en contestarme. Dos días antes de la cita, recibí una carta en la que Gabo mostraba cierto enfado. Lo vigilaba la policía. Había recibido amenazas: “…y lo peor, es que lo sabe media Barcelona”. “¿Cómo querías, Gabo, que no se divulgara?” le contesté.

El día establecido, acudo a la cita. Ya estaban allí “Koldo” y dos chicarrones del norte a la hora exacta. Hablaban por lo bajín y miraban de reojo, como acostumbraban en los bares de Rentería. Comprendieron las razones de Gabo: “No te preocupes, tío; el libro ya está escrito. Preséntanos a un editor”. Responsable en la editorial Le Seuil, Jean Lacouture nos recibió en el acto. Dejé solos a los tres con él. Mientras esperaba en la recepción, llamé a la editorial Ruedo Ibérico con suerte, pues José Martínez nos dio cita abierta. Otra hora de negociaciones y todos muy satisfechos. El libro, escrito por Eva Forest, saldría en francés y en castellano con el título de Operación Ogro.

El percance del Ogro no enturbió mi amistad con Gabo, pese a que, por aquella época, se le cerraron las puertas de Estados Unidos. Y sus malas relaciones con Washington empeoraron por el papel que desempeñó en la redacción del Informe McBride, un documento de la Unesco cuyo objetivo consistía en denunciar la manipulación de la  comunicación.

Sobre esto, Ignacio Ramonet y yo lo entrevistamos, en 1979, para Triunfo (1). Gabo se hallaba en París casi de incógnito mas no dejó de decir lo que pensaba: América Latina era una víctima indefensa del conflicto entre EE UU y la URSS.

En octubre de 1982, le concedieron el Premio Nobel, que recogió en Estocolmo, en diciembre, vestido de liquiliqui, a la usanza del Caribe oriental. Con 55 años era, desde Albert Camus, el laureado más joven. Estábamos invitados sus amigos indefectibles que enumera Gerald Martin en su biografía Gabriel García Márquez. Una vida: Tachia, por supuesto, en portada de la escena mediática, Mercedes y Gonzalo, Carmen Balcells… Gabo había tenido con nosotros la atención de fotografiarse en el hotel en paños menores… Entre los presentes, Martin también cuenta a Danielle Mitterrand y a Regis Debray. Me los presentó. De Regis, Gabo me dijo: “Este, como si fuera yo”. Políticamente, se entiende. Tiempo después, mis hijos viajaron con su grupo Mano Negra por toda América del Sur a bordo de un carguero bautizado Melquiades, en honor al personaje de “Cien años…” Gabo me llamó para decirme que había ido a verlos en su escala de Cartagena de Indias y que no paró de bailar.

Por Ramón Chao

LE MONDE DIPLOMATIQUE, Nº: 208, FEBRERO 2013.

(1) Léase Ramón Chao, Ignacio Ramonet, “García Márquez: La guerra de la información”, Triunfo, Madrid, 14 de octubre de 1979.

©Ilustraciones, por gentileza de Wozniak.

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