jorge calvimontes y calvimontes
Raúl Trejo D. (México)
Jorge Calvimontes y Calvimontes, poeta y periodista nacido en Oruro, Bolivia, llegó exiliado a México en 1971 y desde entonces enriqueció la docencia y la convivencia en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Murió el viernes 20 de diciembre, a los 81.años.
Varias veces tuve la oportunidad de que Jorge Calvimontes, mi viejo profesor de periodismo, me invitara a presentar algunos de sus libros. Ahora que me entero de su fallecimiento, encuentro algo de lo que dije (y que nunca publiqué) en abril de 2005, en alguna de aquellas presentaciones.
Comentario al libro Un relámpago de siglos. Crónica de una efímera eternidadde Jorge Calvimontes y Calvimonte.Editorial Constate, México, 2005.
La pasión lírica de Jorge Calvimontes se desencadena en Un relámpago de siglos. La elegía al servicio de la memoria –es decir, de la historia y las lecciones que ofrece tal recuento– es el hilo conductor de las estampas, los relatos y los cantos que aparecen en este libro.
Con infatigable vehemencia, el profesor Calvimontes se prodiga en la narración para describir primero el paisaje de los Andes bolivianos y luego las vicisitudes de algunos de quienes lo han habitado. Las figuras que este autor construye son exuberantes tanto en cantidad como en intensidad.
La arena es la medida del tiempo eterno. La luz cala en las raíces del arbusto empecinado. La flor que aroma el cielo tiene pétalos de piedra. El sol acumula mil edades. El viento esculpe el dorso de una víbora también pétrea. Las tolvaneras son soplos de los dioses del universo…
Así, una página tras otra, la viveza narrativa de Calvimontes delinea una lírica de la aridez. Pero no se queda allí. En ese paisaje duro y seco despunta un catálogo de entrañables personajes: jóvenes enamorados, juglares tristes, escribanos que pregonan desengaños, soldados resignados en la leva, mineros que se consumen bajo la tierra, entre otros. Y en medio de todo encuentran la calidez de la amistad, el respaldo en la convivencia, la dignidad de la solidaridad. En esos pasajes la narrativa de Calvimontes, sus recuerdos, construyen una épica de la sobrevivencia en la fraternidad.
Viento y arena, esperanza y aspereza, son paisaje y condición en estos recuerdos de Jorge Calvimontes. Así subraya el carácter legendario que desde el nombre mismo tiene la región a la que canta:
Traigo el tono mineral / Templado en ascuas, / de carbones cenicientos/ y en el vientre de tu amor/ soy la mítica palabra/ que igual se dice O r u r o / del principio o del final.
Cuando uno lee las descripciones impetuosas de Calvimontes resulta inevitable recordar a otro cantor latinoamericano que también inventarió asombros y tristezas de nuestros paisajes y nuestra gente. En la elocuencia de sus imágenes tanto como en el carácter de los escenarios y protagonistas que retratan, pueden reconocerse similitudes con el Neruda de Canto General:
Nadie mira la ráfaga, la extensión, el aullido
del aire en las praderas.
Me acerco y digo: vamos. Toco el Sur, desemboco
en la arena, veo la planta seca y negra, todo raíz y roca,
las islas arañadas por el agua y el cielo,
el Río del Hambre, el Corazón de Ceniza,
el Patio del Mar lúgubre, y donde silba
la solitaria serpiente, donde cava
el ultimo zorro herido y esconde su tesoro sangriento
encuentro la tempestad y su voz de ruptura,
su voz de viejo libro, su boca de cien labios,
algo me dice, algo que el aire devora cada día.
Calvimontes, entre tantos otros momentos de intensidad vital y narrativa, hace el relato de su hermano que entra a trabajar en la mina para dejar de ser niño. “Cuando volvió de noche –recuerda– con su lámpara apagada, ya era un hombre taciturno que aprendió a buscar la vida horadando en los sepulcros” (página 80 de Un relámpago de siglos).
Qué enorme parecido tiene esa descripción con la que, en el mismo Canto General, hace Neruda del minero boliviano José Cruz Achachalla:
Hace ya
cuarenta años, era yo entonces
un niño hambriento. Los mineros
me recogieron. Fui aprendiz
y en las oscuras galerías,
uña por uña contra la tierra,
recogí el estaño escondido.
No se adónde ni para qué
salen los lingotes plateados:
vivimos mal, las casas rotas,
y el hambre, otra vez, señor
y cuando
nos reunimos, capitán,
para un peso más de salario,
el viento rojo, el palo, el fuego,
la policía nos golpeaba,
y aquí estoy, pues, capitán,
despedido de los trabajos
dígame dónde me voy
nadie me conoce en Oruro,
estoy viejo como las piedras,
ya no puedo cruzar los montes,
qué voy a hacer por los caminos,
aquí mismo me quedo ahora,
que me entierren en el estaño
sólo el estaño me conoce.
Seguramente no es casual que en la lírica de Calvimontes encontremos ecos de otras voces entrañables que han construido el paisaje literario de nuestros países. En algún momento relata cómo él y sus compañeros reían y lloraban con los versos de Juan de Dios Peza, Porfirio Barba Jacob y López Velarde entre otros. (Sin duda por error le llama Ramírez Velarde en la página 112). Y mucho antes (página 21) es inevitable encontrar resonancias de ese autor cuando Calvimontes recuerda a Papelpampa —una región de Oruro—.
“Papelpampa, rastro y sombra, romería de las rutas que puntan las trashumates caravanas del silencio…En tu comba cavilaron las luciérnagas nocturnas”. Y luego: “Tu planicie es el remedo de una alfombra de hojas verdes que tallaron sobre el ámbar los orfebres otoñales…” (páginas 20 y 21).
Esa vigorosa descripción nos remite a aquellos conocidos versos lopezvelardianos:
Patria : tu superficie es el maíz
tus minas el palacio del Rey de Oros,
y tus cielos las garzas en desliz
y el relámpago verde de los loros.
¿Y no es posible encontrar en las vívidas imágenes de Calvimontes reflejos del desierto potosino en el que Manuel José Othón —en Idilio Salvaje— encontraba la metáfora puntual de sus amores baldíos?:
¡Qué enferma y dolorida lontananza!
¡Qué inexorable y hosca la llanura!
Flota en todo el paisaje tal pavura
como si fuera un campo de matanza.
Y la sombra que avanza, avanza, avanza,
parece, con su trágica envoltura,
el alma ingente, plena de amargura,
de los que han de morir sin esperanza.
Y allí estamos nosotros, oprimidos
por la angustia de todas las pasiones,
bajo el peso de todos los olvidos.
En un cielo de plomo el sol ya muerto,
y en nuestros desgarrados corazones
¡El desierto, el desierto… y el desierto!
Las voces que Calvimontes comparte, recupera y vivifica, le permiten recrear y acercar a su añorado Oruro. En una de las últimas páginas del libro nuestro autor deplora: “Vivir en el destierro no es lo mismo que haber huido… A los desterrados nos separan de la tierra que siempre hemos amado, nos cercenan como ramas condenadas al olvido, interrumpen nuestros sueños y ponen el principio de la ausencia en nuestro nido; no cometemos delitos, los inventan los rivales que no admiten disensiones… De una sola vez, arrancan tus raíces y te botan” (pp. 189-190).
Si ese es el destierro, resulta evidente que Calvimontes no lo padece. Su separación de la tierra natal ha sido física pero no lo ha conducido a olvidarla ni a suplantarla. Al contrario, en textos como este la rehace, la enaltece y la comparte con sus lectores. Y de ninguna manera puede considerarse que nuestro autor haya extraviado aquellas raíces. Las tiene tan firmes que a cada línea las tonifica y expande, las siembra en nuevas páginas, se enreda devoto en ellas. Calvimontes no ha sido desterrado sino, acaso, se encuentra transterrado como en distintos momentos han explicado otros mexicanos por adopción, José Gaos y luego Adolfo Sánchez Vázquez. El transtierro es la integración del exiliado en su nueva patria de destino. En Un relámpago de siglos Calvimontes, hermanando memoria y retórica redime, en esta, aquella patria de los Andes bolivianos de la que nunca se ha dejado separar