Estado laico y Corpus Christi
viernes, 12 de junio de 2020 · 00:11
Llama la atención que en un Estado laico (como debiera ser todo Estado) se siga celebrando, en calidad de feriado nacional, la fiesta del Corpus. Nos imaginamos que ningún funcionario estatal, empezando por la Presidenta en ejercicio (con sus afanes religiosos), estaría en condiciones de explicarnos en qué consiste esta fiesta religiosa; y el hecho de que sea tan respetada nos viene a confirmar el carácter profundamente superficial y formalista de nuestras festividades religiosas y de nuestra supuesta fe cristiana…
Parece que allá en el siglo XII, un sacerdote católico, en plena celebración de la Eucaristía, nada menos que en el momento de la consagración, fue atacado por inmensas dudas de fe (sintiendo muy dudoso eso de que el pan y el vino se estuvieran convirtiendo en el cuerpo y sangre de Cristo). Y cuenta la tradición que, como respuesta divina a sus dudas, en ese momento el cáliz (que contenía vino para la consagración) empezó a rebalsar sangre (se supone que sangre de Cristo), y que el sacerdote en cuestión recuperó la fe…
Como anécdota puede ser interesante, para quien quiera creerla, pero desde un punto de vista teológico es un disparate. Por lo que sabemos, la verdadera fiesta cristiana en la que se recuerda y venera el cuerpo de Cristo es el Jueves Santo (lo que no quita que se trata de una celebración para aquellos que comparten esa fe, que no deja de ser un asunto privado).
¿Realmente se justifica que esos hechos —tan antiguos como dudosos— vengan a ser recordados como fiesta religiosa oficial de la Iglesia Católica? No lo parece, pero la Iglesia como institución sabrá lo que cree, y lo que pretende hacer creer a sus fieles. Pero que el Estado (que por principio debe ser independiente de toda creencia, a la vez que respetar todas las creencias) mantenga la importancia del Corpus Christi, al extremo de declararlo feriado nacional, es difícil de entender. Y, sin embargo, acabamos de celebrar ese feriado estatal que no tiene justificación.
La actual Presidenta, tan cristiana ella, debiera ser la primera en cuestionar ese feriado (que es concretamente una tradición católica). Pero así nomás estamos, manteniendo celebraciones de las que no tenemos conciencia clara y cuyo origen y contenido son profundamente cuestionables. ¿Qué porcentaje de la población que ayer estaba celebrando ese feriado tiene ideas claras respecto de su origen y contenido? Por supuesto todo el mundo es libre de celebrar lo que crea conveniente, pero de ahí a que el Estado se pronuncie sobre esas expresiones privadas de fe, hay un abismo.
Pero además de la incoherencia de parte del Estado, lo que todo esto está expresando es la superficialidad de la supuesta “fe cristiana” que se supone profesa la mayoría de nuestra población; claro que ése es su problema. Lo que no se justifica es que ese tipo de creencias, por muy respetable que sea, se convierta y mantenga como feriado nacional, válido para católicos, evangelistas, ateos y portadores de otras creencias.
En el fondo, lo que probablemente pasa es que a nadie le viene mal un feriado, por consiguiente lo celebramos sin molestarnos en saber si tiene sentido.
¿O qué piensan ustedes, queridos lectores y lectoras?
*Es miembro del Colectivo Urbano por el Cambio (CUECA) de Cochabamba.
(Publicado en el periódico Pagina Siete el 12 de junio de 2020)
Y dale con los transgénicos
viernes, 5 de junio de 2020 · 00:10
Hace 15 años que se empezó a permitir en Bolivia los cultivos transgénicos. La idea original fue de Sánchez de Lozada, a quien la Madre Tierra nunca le importó nada. Pero los gobiernos siguientes siguieron avanzando en esa línea, incluido el de Evo Morales (pese a su novedosa afirmación de que “los derechos de la Madre Tierra son más importantes que los derechos humanos”, una brillante formulación totalmente vacía de contenido”).
La primera autorización fue para la soya, un cultivo sabidamente rentable y exportable. ¿La ventaja? La principal, el posible uso del famoso Glifosato, un herbicida muy eficiente que con menos gastos facilita el cultivo de la soya y lo hace más rentable, pero por supuesto a costa de la Madre Tierra. Y como en Bolivia sigue habiendo mucha selva virgen y en general abundancia de territorio (per cápita), pareciera no importar que cada año se vaya perdiendo tierra cultivable por el uso de transgénicos. Y como se pudo comprobar su rentabilidad, se abrió paso al cultivo transgénico de otros productos exportables (desde el algodón y el maíz hasta la caña de azúcar y el arroz).
Desgraciadamente, el actual gobierno, que debiera limitarse a preparar y organizar elecciones generales (su única función como gobierno transitorio), se está metiendo en todo lo que no debe, desde la introducción de la Biblia en Palacio de Gobierno, hasta el manejo arbitrario de los aviones de la Fuerza Aérea. Pero el peor de sus errores —ambientalmente no sólo sería un error sino un delito— es la multiplicación de productos transgénicos.
Y la indiscutible rentabilidad financiera de los cultivos transgénicos (que por supuesto beneficia a unos pocos, como los socios de la Cámara Agropecuaria del Oriente) nos va a dejar en relativamente poco tiempo sin tierra cultivable, desgracia que todavía no se nota por la alegría con que el actual gobierno (como antes el de Evo Morales) autoriza el desmonte y cultivo de cada vez más porciones de selva virgen.
Podemos afirmar que se trata de un crimen que en un plazo más o menos corto nos va a dejar sin tierras cultivables y va a causar cada vez más desastres ambientales. ¿Y nuestro país, inicialmente bendecido por su variedad de condiciones climáticas y la posibilidad de practicar todos los cultivos imaginables? El país a la CAO no le importa, y a la mayor parte de la empresa privada tampoco. Lo que resulta difícil de creer es que tampoco les importe a sus sucesivos gobiernos.
Parece que quisiéramos aprender de Brasil, cuyo presidente Bolsonaro nunca tuvo ni siquiera conocimiento de lo que significa el cultivo de transgénicos. En el fondo prefieren no saber nada, y sólo piensan en rentabilidad a corto plazo, por supuesto a cambio de destruir la Madre Tierra.
¿Y habrá alguna de las actuales candidaturas que garantice supresión de cultivos transgénicos? No lo parece. Ni la sociedad civil ni el Estado parecen encontrarse preocupados. Y cuando todos nos demos cuenta de que los transgénicos son a la larga más perjudiciales que el coronavirus, probablemente será tarde. ¡Ojalá me equivoque!
*Es miembro del Colectivo Urbano por el Cambio (Cueca) de Cochabamba.
(Publicado en el periódico Página Siete el 5 de junio de 2020)
Xiconhoca
sábado, 30 de mayo de 2020
La primera de las cuatro veces que estuve en Mozambique fue en 1976, apenas un año después de la independencia. El país estaba cerrado y aislado, rodeado por Sudáfrica y Rodesia (hoy Zimbabue), Estados neocoloniales en los que reinaba el apartheid, a los que se adelantó la guerrilla del Frelimo, encabezada por el carismático Samora Machel.
Antes de la independencia en 1975 —que se precipitó por la “Revolución de los Claveles” en Portugal, el Frelimo ya había liberado tres de las 10 provincias de este país que se extiende sobre el océano Índico, frente a Madagascar. A pesar de que Mozambique carecía de infraestructura caminera en aquella época, las vías de tren lo atravesaban paradójicamente de manera perpendicular, para sacar de Rodesia y Malawi las riquezas minerales a los puertos de Beira y Nacala y llevaras a Europa.
El país recién liberado del colonialismo portugués no sólo tenía enemigos externos, sino también internos: los xiconhoca. La palabra estaba de moda en 1976 para referirse a los traidores, parásitos y enemigos internos incrustados en el aparato del Estado que respondían todavía a los intereses de la administración colonial para realizar sabotajes y poner piedras en el camino de la independencia.
Me vino a la memoria la palabra xiconhoca al leer las noticias sobre el golazo que le metió al exministro de Salud uno de sus propios colaboradores, que anteriormente había servido al régimen del MAS.
Al margen de lo que decida la justicia y de la presunción de inocencia, es un hecho que el exdirector jurídico del ministerio de Salud, Fernando Valenzuela Billevicz —hijo de un militar muy cercano a Evo Morales, habló durante 16 minutos con la exministra Gabriela Montaño el 19 de mayo, horas antes de ser detenido por el caso del sobreprecio de los respiradores.
Para curarse en salud (valga la expresión en tiempos de Covid-19), antes de que el hecho fuera revelado, Montaño declaró que “por razones políticas” se iba a tratar de implicarla en la corrupción de los respiradores.
Un gobierno de transición no puede (ni debe) hacer grandes cambios en la estructura del Estado, pero es muy difícil trabajar con funcionarios que durante 14 años trabajaron para el MAS, a quienes obligaron a afiliarse a ese partido político, a ceder parte de sus salarios, a asistir a manifestaciones para deificar a Evo Morales, a pintar consignas en los muros y empapelar el país con la cara del gran impostor. Muchos funcionarios del Estado son eficientes técnicos y profesionales sin filiación partidaria, pero en niveles de decisión el gobierno tiene derecho a colocar a personas de confianza.
No quiero ni pensar en la cantidad de burócratas puestos por el MAS que están en permanente contacto con exministros o dirigentes masistas y reciben consignas para hacer que el gobierno “pise el palito”. Los xiconhoca abundan en este gobierno y en el próximo gobierno con seguridad seguirán ejerciendo pequeños y grandes sabotajes, porque su lealtad es con el gobierno que los mantuvo en sus puestos durante más de una década.
Aunque todo gobierno tiene el derecho de rodearse de gente de confianza, esto es más difícil en un gobierno compuesto por una coalición de fuerzas políticas y de sectores independientes, como es el caso en Bolivia. Los xiconhoca aparecen debajo de las piedras, como alacranes. También están en las calles, en juntas de vecinos, en sindicatos de transportistas, en grupos de gremiales que ocupan ilegalmente las calles de las ciudades y falsifican permisos de circulación.
Esa es la base social de Evo Morales, quien sin ninguna restricción del gobierno argentino, continúa jalando los hilos de sus títeres en Bolivia para que su gente lance piedras contra las ambulancias que van a salvar vidas, que llenen las calles de El Alto para provocar a la Policía, que insulten a los médicos y enfermeras, o que bloqueen los caminos por donde transitan brigadas de salubristas. Es inhumano y es asquerosamente despiadado.
La estrategia es clara: impedir que se hagan elecciones porque se saben perdedores. Por un lado, el MAS pide públicamente elecciones cuanto antes a través de sus parlamentarios y de su mediocre candidato presidencial, pero por otra parte circula por debajo consignas para que la gente salga a las calles y el contagio del coronavirus se propague, obligando a reforzar los protocolos de seguridad. En la medida en que haya más contagiados y más muertos y se violen las normas de prevención, el MAS logrará la postergación de las elecciones y el desgaste del gobierno. Ese es su objetivo.
Puede parecer una estrategia perversa, porque pone en la línea de fuego a la población más vulnerable, pero eso al MAS nunca le ha importado. Mientras tanto, los xiconhoca seguirán actuando en la sombra del aparato del Estado, con un juego doble y embozado muy peligroso para el país.
@AlfonsoGumucio es escritor y cineasta.
(Publicado en el periódico Página Siete el 30 de mayo de 2020)
Bolivia en transición
Erick R. Torrico Villanueva*
sábado, 30 de mayo de 2020
Transitoriedad y transición no significan lo mismo en política. Y esto debieran tenerlo claramente presente los que gobiernan hoy, los que no dejan gobernar, los que aspiran a hacerse del poder y la ciudadanía toda que necesita de un gobierno, ahora y después.
El primer término hace referencia a una situación temporal, que durará un lapso relativamente corto; el otro remite a un cambio de estado, al paso de una condición dada a otra que se anuncia distinta y que puede perdurar.
En ese sentido, tras la renuncia y huida del anterior gobernante en noviembre pasado, se instaló en Bolivia un gobierno transitorio que deberá entregar el mando de la nación al binomio que resulte electo en los venideros comicios que se espera subsanen los resultados fraudulentos de las anuladas votaciones de octubre de 2019.
Este gobierno, producto de la posibilidad de sucesión que dejó el vacío de autoridad provocado por una serie de dimisiones voluntarias, mereció el consentimiento de la ciudadanía y asumió no sólo la misión de convocar a nuevas elecciones generales, sino ante todo la de comenzar a recomponer la institucionalidad democrática. Las circunstancias, políticas primero y sanitarias más tarde, hicieron que su plazo constitucional de 90 días hubiese sido ampliado mediante aprobación de la estructura parlamentaria heredada del antiguo régimen, lo cual, aunque confirma su legalidad, no modifica su carácter transitorio.
Pero a semejanza de lo acontecido con el lapso de transitoriedad que devino tras la crisis del esquema neoliberal en 2005, el tiempo actual coincide con el fin de un ciclo que había dado variadas señales de agotamiento. El denominado “proceso de cambio”, que tomó las riendas del país a inicios de 2006, desfiguró muy pronto su propuesta; ya en 2009 se convirtió en un proyecto de poder tradicional que fue acumulando un rechazo colectivo que se convirtió en resistencia en octubre del año pasado, misma que dio término al autoritarismo prebendal en que desembocó aquella experiencia. El camino de la transición política, entonces, comenzó hace ya largo tiempo y encuentra en 2020 la probabilidad de empezar a concretarse.
En lo que va de su historia contemporánea, Bolivia tuvo varias ocasiones para reestructurarse y hasta consolidarse como nación. Al respecto, cabe citar en especial las etapas de la revolución modernizadora de 1952, la de la reconstitución democrática en 1982 o la del ya mencionado “proceso de cambio” en 2006, oportunidades todas –a su manera– frustradas y frustrantes, pues en ningún caso consiguieron los propósitos de maduración estatal que ofrecieron alcanzar, pese a que no todo lo hecho en ellas deba ser desestimado.
Al margen de los aspectos que pueden ser recuperables de cada uno de esos lapsos, conviene tomar nota de un denominador común que les caracteriza: la ocurrencia previa de una fase de profunda descomposición. La victoria del nacionalismo revolucionario en abril estuvo precedida por el desastre generalizado que supuso la derrota en la guerra contra Paraguay; el retorno a la democracia fue antecedido por la debacle económico-política que hizo insostenible la continuidad de las dictaduras militares, y la improvisada emergencia de un fenómeno híbrido rural-izquierdista a mediados de 2005 resultó anticipada por las crisis que reventaron en la “guerra del agua” (2000), “febrero negro” (2003) y la “guerra del gas” (2003).
De ese modo, en todos los casos señalados, situaciones de diverso grado de calamidad preludiaron tanto el sacudón que sufrieron luego las estructuras del poder y la política como la subsecuente remoción de sus actores protagónicos, movimiento de magnitud que abrió caminos para la reinterpretación de la historia nacional y para la consiguiente intervención colectiva con potencial transformador. Se trató, pues, como diría René Zavaleta, de la apertura de “momentos constitutivos”, es decir, de momentos en que Estado, sociedad y economía reconfiguran sus contenidos y relaciones en términos de organizar una arquitectura diferente con pretensiones de duración relativamente larga.
Lo que vive hoy Bolivia es, así, una nueva coyuntura de ese carácter. Su punto formal de arranque se dio en octubre-noviembre de 2019, pero sus antecedentes tienen más de una década. El complejo y delicado cuadro del presente, en que una inesperada pandemia puso al descubierto la dramática precariedad de los sistemas de salud, el cuentapropismo predominante en la economía, la inmoralidad y el oportunismo instalados en el accionar del campo político, la pobreza que mantuvieron escondida y hasta los deprimentes niveles en que se halla la educación ciudadana, constituye un panorama de gran preocupación y que convoca a respuestas y propuestas de la mayor responsabilidad posible.
Por eso no se debe permitir que la transición que está en proceso vaya a repetir los errores del pasado, del inmediato ni del más remoto. El país necesita de certezas, porque tal vez no le quede mucha historia para volver a fracasar. ¿Estarán los actores políticos, económicos y sociales conscientes de la dimensión de la transición a que se enfrentan? ¿Serán capaces de superar este reto?
*Es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov
(Publicado en la Agencia de Noticias Fides el 30 de mayo de 2020)
Reconciliación y elecciones en tiempos de pandemia
jueves, 28 de mayo de 2020
Revuelo y objeciones provocó a inicios del mes de mayo la promulgación por la presidenta de la Asamblea Legislativa Plurinacional de Bolivia, Eva Copa, de la Ley 1297 para celebrar en un plazo de 90 días elecciones en Bolivia. Las reacciones se enfocaron más en las —supuestas o reales— fallas leguyescas de su texto y de su promulgación, y menos en la necesidad política —o no— de elecciones en Bolivia.
Hubo también otra objeción: ¡estamos en época de pandemia y primero está la salud! Quienes reclaman elecciones serían insensibles al sufrimiento y la muerte por coronavirus. Empero, las elecciones más que supeditarse a la salud de los electores, determina el tipo de salubridad que recibirán los mismos.
En ese ambiente confuso y ante el silencio del Tribunal Supremo Electoral, hasta la fecha no sabemos cuándo se efectuarán elecciones generales en Bolivia.
La relación elecciones-pandemia es asunto mundial. El calendario internacional señalaba para el año 2020 celebrar 149 elecciones. La mayoría fueron pospuestas. Sin embargo, en 15 países se desarrollaron 22 comicios: nueve municipales, cinco legislativas, cuatro primarias, tres locales y un referéndum en las fechas inicialmente programadas (marzo y abril). El 20 de mayo se celebraron elecciones presidenciales en Burundi y España acaba de programar para el 12 de julio elecciones regionales en Galicia y Euskadi.
El asunto no es, entonces, si las elecciones son o no saludables respecto al Covid-19. Se trata de si son o no imperiosas por la situación política concreta de cada país. En unos casos, su estabilidad permite posponerlas —así sea indefinidamente—; en otros, no realizarla entraña riesgos políticos mayores. ¿Cuál es la situación en Bolivia?
El actual gobierno se legitimó como “de transición”. El acceso de Janine Añez a la Presidencia se justificó porque el MAS vulneró las reglas de la democracia, al no respetar los resultados de un referendo sobre la reelección de Evo Morales y porque habría cometido fraude en elecciones generales. Por ello, su único “tránsito” es el de la restauración del proceso democrático, mediante una gestión breve, centrada en poner en funcionamiento mecanismos institucionales que aseguren la transparencia del proceso electoral.
La emergencia del Covid-19 aceleró una tendencia. De gobierno temporal, se pasó a gestión indefinida. De administración restringida, a ejecutar orientaciones económicas y políticas mayores. Se asentaron así las condiciones para el despliegue de las taras constitutivas del poder político en Bolivia: corrupción e ineficiencia.
La única manera de disipar este malestar es que el gobierno establezca fecha definida para las próximas elecciones y que ese proceso esté enmarcado en un mecanismo de reconciliación.
Es interesante considerar el vínculo religioso del término “reconciliación”. Al referirse a la relación entre Dios y los hombres, resalta la transformación en estos últimos. Se restaura la armonía donde imperaba el conflicto. No me refiero necesariamente a un acuerdo entre oposición y gobierno, o entre las fuerzas dispares del fenómeno “pititas”. Aludo a una reconciliación histórica entre los componentes desajustados con la llegada de los españoles a estas tierras.
La corrupción, la nimiedad estatal, la informalidad económica, la inexistencia de nación y el conflicto interétnico tienen raíces coloniales. Si se encara sin ambages uno de estos elementos, se emprende la solución del conjunto. Sin embargo, a quienes buscan solo disfrutar del poder les es más conveniente medrar de esos defectos y no solucionarlos.
Esta reconciliación implica modificar la relación de aparatos políticos con miembros de grupos excluidos. Del indígena funcional al estado de cosas, sumiso, nada influyente en las decisiones, pero exótico, a veces chocarrero y siempre intransigente defensor del amo, se debe transitar al individuo cuya identidad se conjuga con la capacidad contemporánea de entender y administrar el asunto público. De lo contrario, la implosión del inicuo sistema será obra de fuerzas que, en la necesidad de transformación, pueden alejar circunstancialmente toda reconciliación. La historia, en ello, es pródiga en ejemplos.
*Es director de Pukara, autor de ensayos y estudios sobre los pueblos indígenas de Bolivia.
(Publicado en Pagina Siete el 28 de mayo de 2020)