gabriel garcía márquez
Gabriel García Márquez, 1 jun 1983
En La vida de Archibaldo de la Cruz —una película inolvidable de don Luis Buñuel— ocurría el episodio tremendo de una monja que entraba por la puerta de un ascensor cuando el ascensor no estaba en el piso, y la mujer infortunada se precipitaba con un alarido de espanto hasta el abismo del sótano.
En algún periódico se publicó hace mucho tiempo la noticia de dos mecánicos de ascensor que trataban de reparar uno trabajando en el fondo del conducto y, de pronto, la caja descendió sin remedio y los aplastó contra el piso. Conozco a la hija de un matrimonio amigo que a los 12 años se quedó encerrada durante dos horas en un ascensor en tinieblas, y nunca más se recuperó del espanto, a pesar de los muchos tratamientos médicos y psicológicos a que fue sometida. La niña —para decirlo del modo menos dramático posible— se volvió loca. Sin embargo, la historia de ascensores más, horrible que he oído contar ocurrió en Caracas hace muchos años. Una familia que vivía en una casa de tres pisos con ascensor se fue a Europa por tres meses, y antes de salir, como lo hacían siempre, desconectaron la electricidad en los controles de la entrada principal. Una criada se había quedado poniendo orden en el piso superior, pero estaba de acuerdo con sus patrones en que bajaría por la escalera, echaría la llave a la puerta de la calle y volvería todas las semanas a hacer la limpieza. Pero en el momento en que los dueños de la casa salían debió recordar algo urgente, y trató de alcanzarlos con el ascensor. La interrupción de la electricidad la sorprendió en mitad de camino, y nadie se enteró, hasta tres meses después, cuando la familia regresó de Europa y encontró los restos putrefactos en el ascensor. Me cuesta mucho trabajo no pensar en ésta y en otras muchas historias horribles cuando tengo que entrar en un ascensor. En alguna época me tranquilizaba mucho viajar en esos ascensores modernos de hoteles caros y edificios de lujo que tienen un teléfono para pedir auxilio. Pero mi confianza se volvió humo en una ocasión en que alguien que viajaba conmigo descolgó el teléfono para dar aviso de una parada irregular y no logró que le contestara nadie. La explicación que tuvo fue que el personal encargado de atender ese teléfono se había ido a almorzar a la hora en que ocurrió la emergencia —por fortuna— momentánea. Desde entonces tengo la costumbre de' averiguar quién oye los timbres de alarma de botones rojos con una campana dibujada que se encuentran en todos los ascensores del mundo, y en la inmensa mayoría de los casos habría que admitir que no sirven sino para darles a los pasajeros una sensación de seguridad sin ningún fundamento. En realidad, muchos de esos timbres no suenan en ninguna parte. No funcionan en la realidad, sino en la imaginación de los viajeros ilusos, pero nadie lo sabe porque nadie ha necesitado de ellos en mucho tiempo. Un mecánico de ascensores de México me decía hace poco que en el servicio regular de mantenimiento es obligatorio establecer el estado de las campanas de alarma, pero no siempre lo hacen, porque los mecánicos están tan familiarizados con sus ascensores que no les alarma que la alarma no funcione. Además —me dijo uno de ellos—, la mayoría de los timbres de emergencia son inútiles, porque casi todos funcionan con electricidad, y son muy pocos los daños de ascensores que ocurren por causas distintas de una falla eléctrica. De modo que la alarma no suena por las mismas razones por las que no funciona el ascensor.
En los edificios de apartamentos, aun en los más caros, la alarma suena en el cuarto del portero, el cual tiene una llave simple con la que abre la puerta del ascensor en un minuto. El problema es que el portero no está siempre en su puerta, aunque su nombre lo indique, y los más eficaces tienen tantas prerrogativas merecidas que salen a descansar con su familia durante los fines de semana. El otro día, en un edificio de apartamentos de Barcelona, descubrí por casualidad que el portero no duerme en su cubil, sino en la casa de su familia, de modo que si alguien se queda encerrado, lo mejor que puede hacer es echarse a dormir, enroscado en el piso del ascensor hasta las siete de la mañana, si es que tiene la buena suerte —¿o la mala suerte?— de estar solo en su desgracia, o sí su percance no ocurre en pleno invierno y amanece congelado. En un edificio residencial de París, que cuesta su peso en oro, todos los servicios son tan modernos que han prescindido de la portera, una de las instituciones más antiguas y legendarias de la ciudad. En efecto, las porteras del París de otros tiempos tenían tan buen crédito que la literatura francesa, y no sólo la de Balzac, sino en especial las novelas de criminales y detectives, tenía que recurrir a ellas sin remedio para .que los relatos más fantásticos parecieran verdaderos. Un testimonio de una portera sobre alguno de sus inquilinos podía ser definitivo ante una autoridad judicial. Pero cada día que pasa más porteras de París son sustituidas por ingenios electrónicos deshumanizados, mucho más eficaces que sus viejas antecesoras cascarrabias, pero, en todo caso, inca paces de rescatar a un pobre inquilino atrapado en un ascensor.
El problema del timbre de alarma en los edificios sin porteras ha sido resuelto instalándolo en el apartamento del responsable del edificio, cuyo cargo es eventual y rotativo, y que, por supuesto, no tiene ninguna obligación de estar en su casa en espera de que alguien se quede encerrado en el ascensor. El hecho final es que la soledad del ascensor es una de las más temibles, sobre, todo para quienes padecen de claustrofobia, y saben que podrían soportar cualquier cosa menos un minuto de encierro en un ascensor.
Nuestros abuelos, que eran tan severos, eran mucho más humanos en su concepción de la vida. A ninguno de ellos se le hubiera ocurrido inventar un ascensor como los más usados en estos tiempos, cuya seguridad radica en todo lo contrario de lo que uno quisiera para sentirse seguro. Son sepulcros blindados. En Nueva York, donde en realidad se tiene tanta conciencia de la peligrosidad de los ascensores que se les trata como vehículos arriesgados, lo único que falta es que se enciendan letreros como en los aviones: "Ajuste el cinturón de seguridad". Cuando uno entra en los ascensores multitudinarios de Manhattan, el ascensorista, como un general en una batalla, ordena: "Póngase de frente a la puerta". Lo cual, sin duda, facilitaría la evacuación inmediata. Pero todo eso son los resultados del hermetismo de los ascensores de hoy. Antes, en cambio, los abuelos eran conscientes de que el uso del ascensor, por efímero y rutinario que fuera, era de todos modos un viaje y había que hacerlo con la mayor felicidad que fuera posible. De modo que construían unas obras de arte, no sólo de la técnica, sino también de la ebanistería, con ventanas por todos lados que no sólo servían para respirar, sino para, ver el paisaje interior de la casa. Uno no subía con el aliento cortado por el temor de que se fuera la luz sino que iba viendo la vida: los enamorados del primer piso, que esperaban besándose a que el ascensor regresara; la anciana inválida que fingía bordar frente a la puerta abierta del segundo piso, cuando, en realidad, lo que hacía era disfrutar a su vez con el espectáculo de la vida que subía y bajaba en el ascensor; o el alborozo del niño que nos decía adiós con la mano cuando nos veía pasar de largo por el piso tercero. Todo
eso se acabó con los temibles cajones de acero de hoy, cuya única ventaja —porque alguna tenían que tener— es que, en caso de urgencia, como ocurre con más frecuencia de lo que uno cree, los amantes sin techo pueden oprimir el botón de¡ freno para hacer un amor vertical de gallo triste, mientras alguien maldice en algún piso intermedio. Estos modernos ascensores de miércoles que se quedan parados de pronto en cualquier parte, sin permiso de nadie. Menos mal que pueden servir para tanto las cosas que no sirven.
© 1983, Gabriel García Márquez ACI.