Rafael Puente
La personalidad del nuevo papa Francisco acaba de poner en tela de juicio el papel de la Iglesia Católica en el mundo. Queda claro que tras la elección de aquel cardenal Roncalli (que asumió el nombre de Juan 23 y empezó a remover los cimientos mismos de la vieja iglesia arcaica, burocrática y vertical), los príncipes de la iglesia juraron no volver a equivocarse. Pero en el afán de no equivocarse han ido traspasando todos los límites, hasta llegar a la elección de un pontífice que no sólo es conservador, no sólo se siente aliado de los poderosos del mundo, no sólo es misógino y homofóbico, sino que llegó al extremo de apoyar y bendecir una de las más execrables dictaduras, como fue la argentina de 1976.
Que en estos momentos el destino del catolicismo esté en manos de un hombre convencido de que “las mujeres son naturalmente incapaces de ejercer la función política”, o de que “la ley que aprueba el matrimonio gay es una movida de Satanás”, no deja de ser coherente con lo que fue tradicionalmente el pensamiento oficial de la jerarquía eclesiástica (con gloriosas excepciones). Pero que en estos momentos elijan papa a un cómplice de la tortura y de los peores delitos de lesa humanidad, resulta novedoso, además de intolerable.
No entiendo qué le pasó por la mente al compañero Pérez Esquivel (Premio Nóbel de la Paz) cuando intentaba defender al cardenal Bergoglio, porque mientras tanto se van publicando una interminable serie de testimonios (de testigos por lo general irrefutables) que demuestran nomás que el nuevo papa fue insolidario con sus propios compañeros jesuitas, al dejar a varios de ellos librados a la represión y la tortura. Y queda claro que ése no fue sólo un acto de cobardía, porque después Bergoglio, como parte de la plana mayor de la universidad del Salvador, le entregó el título de Doctor Honoris Causa al almirante y co-dictador Massera (¿a causa de cuál “honor”, me quiere explicar amigo Pérez Esquivel?).
Y cuando ya no había motivo para temer represiones, cuenta Nora Cortiñas (de las Madres de Plaza de Mayo) que Bergoglio se negó a colaborar en la recuperación de niñas que habían sido secuestradas por la dictadura (¿o es que el testimonio de las Madres no es de fiar, compañero premio Nóbel?). Si alguien cree que hablamos de memoria, que lea los libros de Emilio Mignone y de Horacio Verbitsky, o los escritos de la teóloga Marina Rubino, donde nos detallan cómo Bergoglio hizo todo lo posible por cerrar la investigación de la guerra sucia argentina, con el argumento de que “hay que perdonar lo que fue pecado e injusticia” y “no maldecir el pasado”. ¿Y cómo no explica, don Pérez Esquivel, la euforia de los 44 represores acusados de delitos cuando festejan el nombramiento de Bergoglio (“su padrino, después de Primatesta”, según asegura Vaca Narvaja, el abogado querellante en el ‘megajuicio’ contra los criminales que según el nuevo papa había que perdonar)?
¿Que Bergoglio era por otra parte un hombre austero, y en ese sentido un je-rarca fuera de lo común? Puede ser (lo veremos ahora, a ver si deja de alojarse en los palacios vaticanos), pero la austeridad no justifica el resto de su conducta pro-criminal. Como no justifica que haya sido permanente defensor del presbítero Christian von Wernich, a su vez confesor del ex jefe de Policía Ramón Camps (tristemente famoso), y él mismo extorsionador de las víctimas de dicho policía.
No, amigo Pérez Esquivel, la novedad de un papa argentino no es de por sí algo positivo, en este caso es todo lo contrario. Si de argentinos se trata creo que tanto usted como yo nos quedamos con los otros, con el Che, con Evita, con Facundo Cabral, con Cortázar, y hasta con Maradona y el Chacho Parafioriti.
Es más, me atrevo a afirmar que con esta elección ha quedado confirmado que la iglesia institucional fue realmente un invento del Imperio Romano, y que no tiene nada que ver con aquel Jesús de Nazaret, llamado el Cristo (a quien Bergoglio probablemente habría entregado al Sanedrín, “para evitar problemas”). Y créame que lo siento.