La Paz, 15 de abril, 2013
Jenny Ibarnegaray Ortiz
Treinta años atrás, 29 de mayo de 1983, acudimos al Teatro al Aire Libre de La Paz para ver y escuchar a Silvio Rodríguez y a Vicente Feliú, acompañados por lo más representativo de nuestros cantautores locales. Ellos vinieron a apoyar la campaña de solidaridad a favor de la gente del norte de Potosí que, entonces, sufría una de las peores sequías de la que recuerda esa región y el país. Todavía conservo la cinta en la que grabé aquel concierto.
En ese momento Bolivia salía del ciclo de las dictaduras militares, habíamos recuperado la democracia y nuestra generación estaba colmada de esperanzas y expectativas. Habíamos crecido casi exclusivamente en medio de asonadas militares, golpes de estado y breves primaveras democráticas. La democracia se dibujaba como el espacio de apertura a la posibilidad de vivir sin más miedo al arbitrio de la bota y, sin embargo, esa apertura dejaba entrever el desastre en que dejaron al país los autonombrados “salvadores de la patria”.
Ya en ese período las voces, las melodías y la lírica de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Vicente Feliú, Mercedes Sosa, Daniel Vighlieti, Los Olimareños, Violeta Parra, Soledad Bravo, Alí Primera y tantas y tantos otros, habían quedado grabadas en nuestra piel como tatuajes, eran nuestras propias voces. Con la inspiración de sus canciones, soñábamos con un socialismo que no tenía mucho más horizonte que el de nuestras desordenadas lecturas de los clásicos del marxismo (porque era muy difícil conseguir esos libros proscritos), de los discursos encendidos de nuestros dirigentes universitarios, de la palabra diáfana de Marcelo Quiroga Santa Cruz.
¿Qué clase de mundo imaginábamos? Soñábamos con un mundo donde ningún niño y ninguna niña sufriese hambre, donde el trabajo fuese la fuente de una vida buena para toda la gente, donde ningún señor se apropiase del trabajo ajeno, donde pudiésemos vivir en armonía, donde nadie se sintiese discriminado ni discriminada por ningún motivo, donde la salud estuviese al alcance de toda la gente, donde ningún gobernante saliese rico a costa del erario público. ¡Simple! ¿Verdad?
Quizás demasiado simple para la complejidad de nuestra sociedad “abigarrada” —al decir de Zabaleta Mercado— y de nuestra historia mil veces traicionada. En contra de nuestras simples y hermosas aspiraciones, por una parte, venía creciendo la ola del conservadurismo aberrante denominado “neoliberalismo” al que se apegaron con tanto entusiasmo los partidos gobernantes de los ochenta y noventa. Por otra parte, la caída de la Unión Soviética y del Muro de Berlín puso en evidencia que detrás de la “cortina de hierro” no había crecido una sociedad como la que soñábamos sino algo mucho menos romántico de lo que imaginábamos. Aprendimos entonces que, si queríamos tener algo tan básico como un lugar donde vivir y otro donde caernos muertos/as, teníamos que trabajar por nuestra cuenta, porque ningún Estado nos lo iba a proporcionar.
A principios del siglo XXI, una nueva ola de rebeldías se comenzó a percibir en el continente, una que traía nuevos bríos, nuevos rostros, nuevos discursos. Lo que parecía olvidado, enajenado, inviabilizado por la historia, de pronto adquirió “condiciones de posibilidad” y a ello nos sumamos con esperanzas renovadas. Aunque ha transcurrido poco tiempo para que esta nueva esperanza que vino a llamarse “proceso de cambio” se enfrente al juicio de la historia, hoy nos enfrentamos ante los signos de su inocultable deterioro. Hay quienes de ello se alegran porque esta nueva ola les cogió por sorpresa y removió su aparente statu quo; pero, también estamos quienes observamos esos signos con dolor porque vemos que una nueva oportunidad histórica se va perdiendo como arena entre las manos.
Treinta años después nos preguntamos ¿qué nos pasó? Hemos encanecido, hemos visto transcurrir el tiempo haciendo lo que mejor sabemos y podemos, trabajando sin prisa y sin pausa, somos una generación rumbo a la jubilación. Y aquí estamos, a pesar de todos los pesares, nada ni nadie nos arrebatará la ilusión de vivir en un país donde toda la gente sea respetada por sí misma y donde, finalmente, aprendamos a vivir en democracia. Tenemos a la trova grabada en nuestra piel.