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Luis Espinal Camps
América Latina sigue siendo un continente, en gran medida, cristiano, por eso no sería lógico prescindir de los cristianos para el cambio social y la revolución. La revolución en América Latina no se puede hacer sin los cristianos; más aún, en las revoluciones de nuestro continente han participado activamente los cristianos.
Pero el cristiano es un revolucionario sospechoso; porque grandes corrientes reaccionarias y reformistas se han encubierto con el epíteto de "cristiano". Más aún, la iglesia se declara políticamente neutral, nunca lo ha sido ni podría serlo; y como está inserta en "este" contexto social concreto, defiende fácilmente el sistema, que por su parte le concede ciertos privilegios. La iglesia oficial o instalada es contrarrevolucionaria.
¿El cristiano para ser revolucionario ha de dejar de ser cristiano? ¿Cómo conjugar su lealtad a la revolución y a una iglesia inserta en el sistema? El cristiano se encuentra en un conflicto de lealtades; y tendrá que distinguir cuidadosamente entre su fe y las formas históricas que esta fe ha ido tomando hasta concretarse en actitudes políticas que nada tienen que ver con la fe. Una falta de aclaración solamente llevaría al cristiano a la necesidad de renunciar a su fe para poder ser revolucionario.
Por esto, el cristiano participa en la revolución a título personal y como imperativo impuesto por su fidelidad al evangelio; pero no, por exigencia institucional de su iglesia, posiblemente reaccionaria. Más aún, el cristiano tendrá que atacar a esta iglesia instalada que es un freno para la revolución.
Hay que recordar que la revolución no va ser a favor de todos; sino solamente a favor de las mayorías. Una minoría (ahora privilegiada y explotadora) va a salir perdiendo con la revolución, porque perderán sus privilegios, y será bajada al nivel común, masivo y popular. La iglesia oficial, que es uno de los privilegios de nuestra sociedad, va a perder también algunos privilegios en la revolución.
Para aclarar la actitud del cristiano ante la revolución hay que ver a la iglesia como un fenómeno histórico con su dimensión religiosa y evangélica, pero también con su dimensión política y de poder.
La iglesia tiene dos fachadas. Una es la iglesia de la conciliación, la que pone parches para suavizar las asperezas de esta sociedad de clases, es la iglesia institucional y burocrática. Y está también la iglesia de la ruptura, la que predica que esta sociedad es injusta, y sobre la injusticia sería un sarcasmo predicar el amor. Por esto la iglesia tiene dos fachadas; la iglesia instalada y la iglesia revolucionaria, la iglesia-institución y la iglesia-pueblo; o si queremos, la iglesia de los diplomáticos y la de los profetas.
Por esto, dentro de la iglesia se refleja también el eco de la lucha de clases; porque cada cara de la iglesia tiene sus partidarios; está la iglesia del poder y la iglesia de los pobres.
Los cristianos fácilmente caemos en un defecto de clericalismo. Sería inadecuado aplicar este clericalismo a la revolución. Ha de quedar claro que la revolución no la hará la iglesia, ni le va a liderizar, ni es de desear que lo haga. Los cristianos revolucionarios tendrán que buscar sus líderes políticos fuera de la iglesia; la iglesia aunque tiene un rol político, no está especializada en política ni es ésta su función.
Finalmente, la revolución y los cambios profundos en la sociedad los lideriza el pueblo, y no ningún grupo elitista o intelectual. La iglesia no va a dirigir la revolución, aunque algunos de sus miembros (Helder Cámara, Camilo Torres, Ernesto Cardenal...) participen activamente en los cambios políticos. (15-XII-79).
* Esta nota fue publicada el 27 de marzo de 2016