Inventó lo del pañuelo azul porque la idea de morir sin haber conocido una noche de amor, le atormentaba aún más que el terror a quedar en la indigencia: la crisis había dejado a tantos jubilados en la calle, que ella vivía con miedo y cada vez que se acordaba, se levantaba y apagaba las luces de la casa.
Pero lo otro era imposible de aceptar. Salir todas las tardes, a la hora de la siesta, a limpiar la vereda y encontrarse con las otras mujeres solas del barrio. No, no acabaría así su vida: recogiendo hojas secas en el otoño, limpiando la vereda en el invierno y podando los árboles del jardín en la primavera. No podía acordarse cuando empezó a estar atada a esa noria; y, sin embargo, el primer signo de rebeldía se produjo de forma inesperada una mañana de verano en que agarró las agujas de tejer y las tiró al tacho de basura: ya todas sus hermanas y sobrinas tenían abrigo suficiente para los fríos venideros de no sabía cuántos años. Y, definitivamente, estaba harta de inventar puntadas y combinar colores.
Atrás también había quedado el tiempo de dar forma a la cerámica; no podía más con lo de mostrar a cuanto visitante pasaba por su casa las figuras de estilo griego que había creado con sus manos, ¿para que terminaran con aquellas frases de siempre sobre su talento innato para la escultura?
"Y, claro, —se decía— tomando en cuenta la vida que he llevado, todas esas reacciones son normales, hasta comprensibles. Pero lo que sucede con el pañuelo azul es algo más que extraño, vergonzoso."
Quizás todo se debía a que, a pesar de sus sesenta y cuatro años, todavía tenía la esperanza de volverlo a encontrar y ser feliz. Y lo del pañuelo azul era lo único que le acercaba a él.
Una noche en que la soledad le oprimía el alma, sacó el pañuelo de la cómoda y lo puso sobre la cama. Formó con él una silueta humana —de hombre—, lo miró con ternura y empezó a charlar.
—Ansaldo —le dijo con voz suave—, ¡al fin has vuelto! No imaginas cómo esperé este momento. Cierra los ojos y escúchame. No mires mientras me saco la ropa; sabes que nunca me he desvestido delante de un hombre y siento vergüenza. No abras los ojos, te ruego. ¡Al fin estás conmigo, querido mío! ¡Tenía tanto miedo de morir sin volver a verte! Ya está. Espera un segundo, me pongo el camisón. No vayas a abrir los ojos.
Cuando ella le dijo que podía abrir los ojos, estaba acostada a su lado. Llevaba el camisón impecablemente blanco y se había cubierto con las frazadas hasta el borde del labio inferior.
Habló con él un rato más sobre cosas intrascendentes. Le contó del bicho que había encontrado en el jardín y del nuevo brote de las siemprevivas. "Ansaldo", "Ansaldo", repetía una y otra vez, hasta que se fue quedando dormida con la sensación muy clara de una mano descansando sobre su cintura. Durmió sin necesidad de pastillas —y sin suspirar—. Y soñó.
Soñó que años atrás, cuando había cumplido cuarenta y seis años y empezaba a recuperarse del dolor por la muerte de su madre, había conocido a un hombre. Trabajador de la construcción y semi vagabundo, llegó a su casa recomendado por el antiguo albañil. Las sobrinas eran pequeñas y ella creía que el mejor regalo de Navidad sería una pileta; así pasaría menos sola, pensaba.
Ese día hablaron de precios, medidas, materiales y plazos. El jornal diario, más comida y vino ("del bueno"), fue lo convenido. La noche pasó pronto en los arreglos de horarios y la discusión sobre el mejor diseño. Ansaldo se marchó prometiendo empezar el lunes, a las ocho.
—¡Ay!, ¡las ocho! —se reprochó asustada.
Era la primera vez en años que dormía hasta tan tarde. Saltó de la cama y, mientras gritaba al panadero que abriría enseguida, que esperara, dobló el pañuelo azul apresuradamente y lo guardó en el último cajón de la cómoda.
Después de lo del pan, vino la ducha y la hora del espejo. Fue entonces que se dio cuenta. Sus ojos, sí, ¡qué brillo el de sus ojos! Preparó el desayuno tarareando una canción y su voz también le sonó nueva: ¿cuándo fue la última vez que había cantado?, no podía acordarse.
Varias noches tuvo la misma rutina con el pañuelo azul y los sueños que repetían de forma increíble la cronología de la construcción de la pileta. Con el mate de las diez y hasta los veinte minutos de charla, porque no podía excederse; no vaya a ser que el albañil fuera a pensar que a ella le gustaba charlar con él, no. Lo hacía por consideración. Era cumplido y buen trabajador, y pensaba que merecía unos mates bien cebados y un descanso de veinte minutos.
Los sueños revivieron después los momentos del almuerzo. Porque si bien su madre le había advertido hasta el día de su muerte que se acordara siempre del origen de la familia y que supiera guardar las distancias, a ella le parecía que ya no eran tiempos para hacer comer a los trabajadores en la cocina. Y, además, Ansaldo tenía una conversación tan agradable. Sabía mucho de música y gustaba de recitar versos; le contaba de Van Gogh y de aquellas cartas a su hermano en las que se lamentaba de no tener más compañía que las cucarachas merodeando por el piso del comedor. Conocía todo sobre la vida y la muerte del Che Guevara y le fascinaba hablar sobre él. "Argentino", remarcaba, y terminaba sus relatos afirmando: "Siempre nos las arreglaremos para deshacernos de los mejores de nosotros, señora. Piense si no: Sócrates, Cristo, el Che..." En esa parte del sueño, ella buscaba el pañuelo azul y lo apretaba contra su pecho. Se despertó llorando.
Pasó una mañana muy mala. No cantó ni el panadero alabó la frescura de su semblante. Volvió a la posición de las épocas de depresión aguda con los brazos cruzados, la cabeza erguida y la mirada fija en el televisor apagado. Únicamente se levantó para recoger la leche, a las diez; sacar la basura, a las once; el verdulero venía a la una y todos se dieron cuenta de que no era día para hablar con la señora. El resto de la tarde, permaneció sentada con la mirada fija en el televisor apagado hasta que el tintineo de un reloj lejano le anunció que era las doce de la noche. No quería ir a dormir.
—No me mires —le dijo esa madrugada al pañuelo azul—. Abrázame, si quieres, la cintura. Pero no me mires.
Acurrucada en ese pecho imaginario, y entrelazadas sus piernas con las de él, se fue quedando dormida, y soñó:
La pileta estaba terminada. Ese día Ansaldo no llevaba la ropa de trabajo. Llegó vestido de blanco. Sus ojos azules brillaban como los de un niño feliz. Golpeó la puerta (nunca se explicó por qué no usó el timbre). Al abrir, ella se encontró con un ramo de flores azules (las únicas que recibió en su vida).
—Tengo que hablar con usted —le dijo.
Lo hizo pasar a la sala de las visitas importantes. Él se sentó antes de que ella se lo pidiera y con voz temblorosa le confesó su amor:
—Si fuéramos más jóvenes le propondría matrimonio, pero ya ve usted; no sé cómo decirle algo tan simple, qué se yo, que la quiero, que la vida es muy triste; no sé, que hay que acompañarse ¿no? ¡Cómo la cuidaría! Nos necesitamos. Usted es...
En el sueño la voz de Ansaldo sonaba nítida. Sus ojos brillaban con más intensidad. Ella se esforzaba por grabar la imagen de él diciendo que la amaba. Sabía que era el último de los sueños; que la horrible rutina se encargaría de borrar de la memoria esos bellos momentos, que otra vez la vida sería el miedo a la inflación, las facturas, los impuestos y el acto mecánico de apagar las luces prendidas de la casa.
Hasta que una noche —después de tres años exactos— sacaría del último cajón de la cómoda el pañuelo azul y encargaría a Ansaldo la construcción de la séptima pileta.
María del Carmen Garcés
Del libro “Mírame a los ojos”