Antonio Peredo Leigue ha muerto. La noticia la conocimos esta misma noche. Su valiente corazón dijo no puedo más y aquí me quedo. Escribo estas líneas en su honor y desde el honor inmenso que significa para mí, haber contado con su amistad y su sabiduría. Hay un tipo de historia y de historiadores, que narran el devenir de los pueblos desde las aventuras y desventuras del poder y de quienes lo ejercen. Libros donde la historia es producto de la voluntad de los reyes y los presidentes, de sus más adelantados y temerarios cortesanos. En el caso boliviano, libros donde, por ejemplo, la recuperación de la democracia y cualquier conquista se debe a la sagacidad de generales y políticos de vieja estirpe; y donde el pueblo es apenas el telón de fondo, desenfocado, que engalana las fotografías oficiales. Esta historia no contará jamás con el nombre de Antonio Peredo Leigue entre sus páginas, porque Antonio Peredo Leigue luchó todos los días de su vida desde y por el campo popular.
Es por eso que, desde el campo popular, esta es una hora para recordar y llorar al compañero perdido. Pero sobre todo, para tener presentes las enseñanzas de su ejemplo, la obligación que impone su conducta modélica. Tres rosas rojas destacan, a mi entender, de entre el ramillete de su apostolado: la humildad, la disciplina y la temperancia. Antonio Peredo, nuestro querido don Antonio, era un hombre de una vasta cultura, producto de una sostenida y escrupulosa afición a la lectura, que le permitía opinar y transmitir sus conocimientos oportuna y sencillamente. Pese a esto, jamás se le oyó o leyó hacer soberbia gala de la prodigiosa información que manejaba. Nunca aplacó ni humilló a un contendiente valiéndose de su erudición.
Ejerció el periodismo y la política con minuciosidad de orfebre. No confundió nunca la objetividad con la neutralidad, consciente de que su labor superaba a su sujeto histórico concreto y debía ponerse al servicio, minuciosamente, no de quienes escriben la historia, sino de aquellos que la padecen. El estupendo profesional que fue, en el periodismo y la política, estaba lejos, lejísimo, del oropel vano de los grados y las investiduras. Nada más ajeno a él que las solemnidades y los privilegios. Lo suyo, era el oficio cotidiano de quien sabe que en cada gesto se dignifica y reinventa, se depura y ennoblece la faena que se ejecuta. Antonio Peredo y Luis Espinal son sin duda las dos figuras centrales, queridas, del periodismo boliviano.
En un país y un continente, en un tiempo y en un mundo, acostumbrado a desbaratar al enemigo sin el menor remordimiento, Antonio Peredo luchó y defendió sus posiciones sin odios ni resentimientos; sino tan solo armado de la apasionada fe en sus convicciones, de la íntima confianza en la necesidad y la nobleza de sus ideas, de la clara conciencia de que éstas serán un día la luminosa realidad de todos los desamparados de la tierra. Quienes lo persiguieron, encarcelaron y atormentaron su cuerpo, así lo sabían; quienes lo odiaron y despreciaron por su palabra fecunda, así lo temían. Por eso su verdad y su ejemplo prevalecerán, porque son el fruto magnífico de un apóstol del desierto. Su honestidad intelectual estuvo hasta el último de sus días, por encima de los cálculos coyunturales y las lealtades de grupo.
Compañero Antonio Peredo Leigue, amigo, revolucionario, rebelde: "Yo canto para luego tu perfil y tu gracia. / La madurez insigne de tu conocimiento. / La tristeza que tuvo tu valiente alegría."
Alejandro Zárate Bladés