gabriel garcía márquez
México D.F. noviembre de 1982
Eduardo Ascarrunz
México D.F. noviembre de 1982. Una vez designado Director Editorial de la Agencia Latinoamericana de Servicios Especiales de Información (ALASEI-Proyecto UNESCO/SELA), llegaba a México con la misión de invitar a Gabriel García Márquez a encabezar las lista de firmas de la nueva agencia (primer producto latinoamericano tras 15 años de debate en torno al Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación- NOMIC). El reciente Premio Nobel de Literatura, me recibió en su casa de El Pedregal de San Ángel.
“Por supuesto, cómo no”, me dijo al aceptar que ALASEI distribuyera su columna. Empezaba así una charla que luego iba a convertirse en entrevista primicial y exclusiva hasta que semanas después el irrepetible Gabo recibiera el galardón en Suecia.
Lo que sigue es una reseña del reportaje publicado en centenares de diarios de América Latina y Europa. De esta manera inicio mi colaboración periodística en el Semanario Aquí.
Yo señor, me llamo Gabriel García Márquez. Lo siento: a mí tampoco me gusta ese nombre, porque es una sarta de lugares comunes que nunca he logrado identificar conmigo. Nací en Aracataca, Colombia. Mi signo es Piscis y mi mujer Mercedes. Esas son las dos cosas más importantes que me han ocurrido en la vida, porque gracias a ellas, al menos hasta ahora, he logrado sobrevivir escribiendo.
Soy escritor por timidez. Mi verdadera vocación es la de prestidigitador, pero me ofusco tanto tratando de hacer un truco, que he tenido que refugiarme en la soledad de la literatura. Ambas actividades en todo caso, conducen a lo único que me ha interesado desde niño: que mis amigos me quieran más.
En mi caso el ser escritor es un mérito descomunal, porque soy muy bruto para escribir. He tenido que someterme a una disciplina atroz para terminar media página en ocho horas de trabajo: peleo a trompadas con cada palabra y casi siempre es ella quien sale ganando, pero soy tan testarudo que he logrado publicar cinco libros en veinte años… (Sara Facio/Alicia D’Amico, Retratos y Autorretratos, Ediciones de CRISIS, 1973).
Si Gabriel García Márquez no hubiese arrancado su increíble, mágica e inagotable obra literaria, eligiendo como fuente de sus primeros relatos sus años de infante asombrado en Aracataca, o los de sus mocedades en Barraquilla y Zipaquirá, es probable que México hubiera sido una de sus formidables motivaciones urbanas. Es que esta metrópoli que no encofra su historia porque la luce orgullosa en murales de fuerza monumental que hablan de dignidades sublevadas, urbe que no termina de guardar sus muertos, pues convive con la parca dentro de casa —particularmente en noviembre, cuando al visitante se le ofrece ataúdes y epitafios con su nombre—, fue la esquina donde el ahora flamante Premio Nobel de Literatura, se sentó y decidió no levantarse más hasta que sus duendes apretujados en la memoria cobren formas tipográficas destinadas a ser devoradas de un solo impulso, o lentamente, con el deleite de quien bebe un buen vino vencido por los años.
En efecto: aquí recaló el Gabo, con la paciencia prestada a un antepasado suyo —aquel que se sentó en la puerta de su casa para no moverse más hasta ver pasar su entierro-— optó por hacer un alto en su vida de cronista y comenzó su carrera de escritor.
Por encima de pequeños y grandes rencores, Gabriel García Márquez era ya, antes del Premio Nobel, el mayor de los escritores de nuestra América. Lo era por muchas razones, algunas que tienen que ver con la forma y otras que conciernen al fondo. De los más citados como posibles competidores suyos, el que más hondamente ha vivido sus realidades es él, el que menos ha rehuido el encuentro con los rostros horribles de estas tierras es él. No resulta extraño, así, que se haya cargado su conciencia de la vitalidad vertida en sus cuentos, en sus novelas, en su trabajo periodístico (Granados Chapa, García Márquez, ese trabajador, Revista SIEMPRE, México, noviembre, 1982).
¿Es quizá el premio Nobel la oficialización de una reverencia universal y, quién sabe, la atrevida paradoja que emerge desde las profundidades de lo absurdo, cuando un premio —en este caso el de mayores kilates— se recompensa más a sí mismo que a su destinatario? Sucede que la Academia sueca daba la impresión de que ya comenzaba a tejer su mortaja, como la tía de GGM, el preciso instante de la puntada final.
México aguardaba seguro un Nobel de literatura para Paz (Octavio, el poeta cuya obra venía fija con viento de cola) y recibió un Nobel de la Paz, en la persona de Alfonso García Robles, pero aplaudió a rabiar cuando otro García (el inefable colombiano) apareció rotundo ganador. Todos quedaron en paz, incluido el propio Octavio. Y México, como toda América Latina, hizo suyo el merecido galardón.
“Me jodieron”, fue su primera expresión. “Esto del Nobel es una buena broma”, ironizó sobre la marcha. Nada de que esto me va a cambiar la vida ni de aquello de que después de este invento puedo morirme tranquilo. Al Gabo le empezaba a preocupar la andanada de visitas, saludos, homenajes y otras yerbas que trae aparejadas un premio y, por supuesto, qué decir a los cientos de periodistas que asomaban su flagrante ansiedad hasta su casa de El Pedregal de San Ángel… Estando frente a él, viaja la memoria filtrándose en la laberíntica macondiana. 1947, Bogotá: el Suplemento Literario de El Espectador dedica una página a un artículo de su director, Eduardo Zalamea (“Ulises”), un crítico de los buenos, que se lamenta por la nada convincente obra de los nuevos narradores colombianos.
El Gabo, por entonces estudiante de Derecho, lee el comentario de Zalamea y se pone a escribir su primer cuento, nada más “para taparle la boca” al editor. La sorpresa del encargado de resumir la ira generacional es enorme días después de enviar el relato a Zalamea: el reputado crítico publicó el cuento de García Márquez (La Tercera Resignación), reconoció su falsa apreciación del domingo pasado y señaló al referirse al novel escritor algo así como que estamos frente a un genio de la literatura colombiana de este siglo.
A estas alturas, y quizás ya desde hace unos buenos años, el que debe sonrojarse cada vez que alguien nombra a GGM es el crítico argentino Guilllermo Torre, quien en 1951, junto a la negativa de la editorial Lozada para publicar La Hojarasca, le escribió una nota al entonces poco conocido autor diciéndole que no estaba dotado para escribir y que haría mejor en dedicarse a otra cosa.
El portón de madera de la casa de García Márquez en el Pedregal de San Ángel (Fuego 144) luce junto a un garaje protegido por un grueso muro de piedra al que se ha trepado una tenaz enredadera. En la acera, a pocos metros de la puerta, el visitante recibe desde el piso una inusual bienvenida: ”Felicidades, te amamos”, como para pensar en otra genialidad gabrieliana, si no fuera porque esa frase de dos metros de ancho fue escrita por la brocha popular, resumiendo en ella el sentir mexicano por la reciente recompensa a quien consideran como el mejor de sus vecinos.
Todo México se ha llenado de García Márquez y nadie se siente harto. Todos presumen, además, de ser aplicados conocedores de la vasta obra del colombiano. Y aquí se hace pertinente, en rigor de justicia, poner énfasis en lo contingente mexicano en la vida y la narrativa de GGM y, sobre todo, hacer referencia a este aspecto desde el criterio del autor de Cien años de soledad.
Nos remontamos con el celebérrimo escritor a 1974, cuando retornó a México para quedarse por un buen tiempo. Antes de ese año, él había vivido ocho en esta ciudad que siempre le acogió bien.
“Yo viví en México ocho años, de incógnito, de 1960 a 1968. Mira, trabajé, hice de todo para poder seguir escribiendo; haciendo revistas, en publicidad, en fin, trabajé en muchas cosas, inclusive en guiones clandestinos —más de cien—, pero lo hacía con un criterio meramente alimenticio, porque lo que realmente estaba haciendo era continuar un trabajo literario. Yo nunca trabajé como periodista en México. Quise, pero no. Yo fui periodista hasta el momento que llegué decidido a hacer una pausa en el periodismo y continuar haciendo mis libros. En realidad puede decirse que yo me retiré del periodismo, exactamente, el día que llegué en tren a la estación de Buenavista. Venía de los Estados Unidos, donde fui corresponsal de Prensa Latina y me vine porque quería dedicarme por completo a la literatura y un poco al cine. Llegué a México con mi mujer y mi hijo Rodrigo, el mayor. Los tres llegamos a la estación de Buenavista con 20 dólares en el bolsillo”.
Mirar el pasado de García Márquez desde un enfoque mexicano, como por ejemplo detrás de la cámara escrutadora de Abraham Zabludowski, es una experiencia gratificante. Ver, escuchar al Gabo imperturbable, siempre sorprendente, echándose unos tragos de scotch, haciendo volar su imaginación libremente, pensando en alta voz, es arrimarse un poco a la otra cara del escritor:
“Yo tenía un viejo deseo de conocer México. Cuando trabajaba en periodismo me mandaban a todas partes. Fui a un cursillo como corresponsal a Europa y allí me quedé cuatro años. También estuve en los Estados Unidos, pero nunca en México. Me interesaba este país que poseía una industria cinematográfica y porque a mí siempre me ha interesado el cine… Yo llegué a México el día que se mató Ernest Hemingway. Lo recuerdo porque fue cuando Mario Vargas Llosa estaba escribiendo La historia de un deicidio. Estábamos tratando de reconstruir mi vida (mi biografía), y Mario decía una cosa que además es cierta: en la memoria de uno están todos, absolutamente todos los datos y es cuestión de saberlos sacar. Mario creo que en su libro considera que mi venida a México es el momento fundamental de mi carrera literaria”.
García Márquez es uno de los pocos autores que no tiene angustias por la falta de ingresos. Sus libros parecen tocados por la magia de Melquiades, el hacedor de milagros de Cien años…, el de las fugaces apariciones, “trashumante dominador de las ciencias ocultas, capaz, incluso, de volver de la muerte”, como lo definió Vargas Llosa en la obra citada, la aproximación ensayística más completa al proceso de la creación narrativa del celebrado escritor colombiano.
“El tratar de escribir para comer es una verdadera locura, salvo en periodismo. Lo dice la tradición, lo enseña la historia y aconseja la sabiduría desde los tiempos de la Biblia: se hace literatura para morirse de hambre no para comer. Ahora que después sucedan ciertos prodigios, entre ellos los que me han sucedido a mí, es completamente milagroso. Fíjate: La Hojarasca, mi primera novela, me interesaba por el hecho de escribirla y no por el interés de publicarla. Un día llegó alguien que editaba libros a quien le habían dicho que yo tenía uno. Yo abrí la gaveta y se lo di y se me olvidó por completo. Tres o cuatro meses después me llamaron por teléfono de una imprenta para decirme que mi libro estaba impreso pero que no aparecía el editor, porque creo que tenía algunos problemas económicos y no le encontraban por ninguna parte. Yo llamé a mis amigos libreros y a mis amigos periodistas y les expliqué lo que estaba pasando. Entonces los periodistas hacían las notas y los libreros compraban el libro directamente de la imprenta.
“El segundo que publiqué fue El coronel no tiene quien le escriba, que lo escribí en París. Envié los originales a Colombia para que los leyera un amigo, quien a su vez se los entregó a Jorge Gaitán Durán, un excelente poeta colombiano que murió en un accidente de aviación. Jorge publicaba Mito, una revista literaria estupenda y, sin preguntar nada, con todo el derecho que tenía como amigo mío, publicó la obra en su revista…
“Después escribí La mala hora, que tiene una historia más larga, porque yo la empecé en París, la continué en Caracas, pero cuando viajé de París a Caracas hice un rollo con los originales, los amarré con una corbata y los dejé metidos en una maleta. Eso era hacia 1958, el año que me casé. Me casé en Barraquilla y regresé a Caracas. Mercedes se quedó escandalizada de ver la forma en que yo tenía mi ropa, mis cosas de soltero, todo hecho un desastre. Empezó a ponerle orden a todo y cuando vio la maleta sacó un rollo de papeles atado a una corbata y cogiendo de una punta de ella me dijo: ”¿Esto se puede tirar?”. ”Claro”, le dije, “si quieres tíralo”. Y ella volvió a preguntar, “¿pero qué es?”, y yo le contesté que era una novela que estaba escribiendo. “Pues entonces no la tiro”, decidió. Era La mala hora. Así quedó, amarrada con la corbata. La traje a México ya terminada, pero nunca tuve apuro porque se publicara… Es que pienso que los escritores no tienen por qué llevar libros a los editores. Los libros hay que escribirlos, ahora que después se publiquen, eso es otro proceso que no corresponde al autor… Yo sé que Cien años de soledad lo han vendido los lectores, es decir, la propaganda de boca a boca. Con esta novela ha ocurrido algo mágico, misterioso. Yo la estaba terminando y no se me había ocurrido que alguna vez había que publicarla… Pero a mí no me halaga demasiado el hecho de que este libro esté siendo leído en 21 idiomas; me importa más el hecho de que interese en distintos niveles sociales, es decir, como todo libro, principalmente como todo libro en América Latina, Cien años de soledad empezó a un nivel puramente intelectual, rebasó rápidamente este nivel y ha ido bajando/ascendiendo hasta todos los niveles sociales. En Cuba, por ejemplo, los campesinos de un pueblo pequeñito leyeron la obra y le pusieron al pueblo el nombre de Macondo”.
Algunos piensan que a México le está debiendo una novela. Otros sostienen que ya le ha devuelto la gratitud refundando su hogar y poniendo a funcionar su inseparable máquina eléctrica en “la Cueva de la mafia”, como llama él a su casa de San Ángel. Y en materia de deudas pienso que las cuentas están saldadas desde hace mucho tiempo: alrededor de 1965, cuando tiene terminados los tres primeros capítulos de Cien años de soledad, García Márquez se los envía a Carlos Fuentes, que está en Europa, y éste, deslumbrado, escribe un artículo hiperbólico: “Acabo de leer las primeras setenta y cinco cuartillas de Cien años de soledad. Son absolutamente magistrales… Toda la historia ficticia coexiste con la historia real, lo soñado con lo documentado, y gracias a las leyendas, las mentiras, las exageraciones, los mitos… Macondo se convierte en un territorio universal, en una historia casi bíblica de las fundaciones y las generaciones y las degeneraciones, en una historia del origen y destino del tiempo humano y de los sueños y deseos con los que los hombres se conservan o destruyen”.
La hipérbole de Fuentes, escrita en Europa, desconocía la expresada por García Márquez en México, unos meses antes: “He dicho alguna vez y lo sostengo: Pedro Páramo es la más bella novela que se ha escrito en lengua castellana. Y me lo han discutido y yo he dicho que habrá más largas, que habrán más importantes, pero yo creo que la más bella es Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo, a quien hace rato ya debían darle el Nobel”.
Carlos Henze, reportero gráfico del magazine dominical de Excelsior, fue la envidia de sus colegas al conseguir del Gabo unas exclusivas. En medio de la nerviosa faena, el fotógrafo se animó: ”Oiga señor, ¿qué siente ser Premio Nobel?”, y García Márquez: “¡De la fregada!”. Y con esa ya van decenas las veces que dice lo mismo, resumiendo en esa expresión una mezcla de mentiroso fastidio y de inocultable frotarse de manos porque desde ahora cada vez que alguien se le acerque a preguntarle qué es lo que está escribiendo, el genial latinoamericano hablará más fuerte por los que no tienen voz, hundirá el dedo en la llaga para denunciar la opresión y reclamará que cesen el hambre, los asesinatos, el exilio y las nada ursulianas desapariciones.
Entrevista realizada en noviembre de 1982, días después de que fuera designado Premio Nobel de Literatura. En rigor de verdad, fue la única entrevista hasta que semanas después recibiera el premio. Se publicó en decenas de diarios de América Latina y Europa. En La Paz la difundió Semana (de Última Hora).