la paz
Jaume Saenz
Afilando cuchillos, dagas, tijeras y navajas…
Anunciando su paso por las calles con las notas agudas al par que gratas de una especie de zampoña de metal, y empujando su esmeril ingeniosamente montado sobre ruedas y accionado a pedal, cumple el afilador una tarea de positivo valor, restituyendo el filo a los cuchillos, dagas, tijeras, navajas y otros adminículos indispensables en las faenas cotidianas.
A1 toque del instrumento de viento, que se deja escuchar a gran distancia, aquellos que requieren los servicios del afilador pueden ya alistar los respectivos objetos cuyo filo dejará algo que desear, los cuales muy pronto el personaje en cuestión tomará a su cargo, operando con mano diestra y en medio de súbito surtidor de chispas inofensivas y acariciadoras que saltan del esmeril, y que constituyen el encanto de los chicos, quienes acuden en tropel para contemplar la imagen de aquel que seguramente se les aparece con resplendores mágicos.
Y por supuesto sobran, que no faltan los afiladores que de hecho hacen teatro, y que, sin duda tocados de cierto espíritu humorístico y no menos dramático que funambulesco, de repente se presentan en las calles con impresionantes anteojos de celuloide, más negros que la noche, o bien con una de esas máscaras contra gases, como las que se utilizaban en la Primera guerra mundial, y de este modo, haciendo suponer que con semejante atuendo sólo pretenden protegerse de las mortíferas chispas, aunque a todo el mundo le conste que no lo son en absoluto, los referidos afiladores se placen en darse importancia a los ojos de sus clientes, a sabiendas de que las gentes raras precisamente son las que más abundan, y las cuales muchas veces admiten deliberada y gustosamente cualquier patraña con tal que ésta las impresione —y lo curioso del caso es que esos mismos afiladores se cuentan entre estas gentes.
Tomado de: Jaime Saenz. Imágenes paceñas: lugares y personas de la ciudad. La Paz, Difusión, 1979. p.146-147