Opinión
Por Atilio A. Boron *
La derecha, articulada como nunca antes a escala mundial por obra y gracia del fenomenal poderío mediático estadounidense, confiaba en que con la muerte del líder bolivariano se acabaría el chavismo. En su tosquedad intelectual se consolaba diciendo que “muerto el perro se acabó la rabia”. Pero la historia ha sido hasta mezquina con sus anhelos. La “rabia” de los pueblos es consecuencia de la inequidad, desigualdad y opresión que incesantemente segrega el capitalismo. Y aquí se amalgamó con una bicentenaria tradición político-intelectual emancipadora personificada, entre muchas otras, en las figuras gigantescas de Bolívar y Martí. De ese feliz encuentro entre la “rabia” y esa tradición política brotan los vientos que recorren nuestra geografía desde comienzos de siglo, impulsados por esa verdadera fuerza desatada de la naturaleza que fue Hugo Chávez.
Vientos que si bien amainaron su intensidad, continúan soplando. Nicolás Maduro se impuso en las presidenciales del 14 de abril de 2013 por un 1,5 por ciento del voto popular, y pese a ello Barack Obama persiste en desconocer su victoria. Habría que recordarle que en las presidenciales de su propio país en 1960, John F. Kennedy ganó por una diferencia de 0,1 por ciento: 49,7 versus 49,6 de Richard Nixon. Y que en las de 2000, George W. Bush, con 47,9 por ciento perdió con Al Gore, que obtuvo 48,4 por ciento. Gran decepción en la derecha venezolana luego de la inesperada derrota de abril. Envalentonada por el silencio de la Casa Blanca, desconoció el resultado, denunció un supuesto fraude y, por boca de Capriles, lanzó un nuevo intento sedicioso (antes: el golpe de abril de 2002, luego el paro petrolero) que produjo una decena de víctimas fatales y enormes daños materiales.
Ante la inconsistencia de las denuncias de fraude, luego de extensas auditorías que certificaron la honestidad de los comicios, Obama y sus aliados abrieron un nuevo frente de lucha: desabastecimientos programados y acaparamiento de artículos de primera necesidad, corrida contra el bolívar y desenfreno especulativo de los precios fueron los tres puntales del sabotaje económico, como lo recomienda Eugene Sharp en sus manuales. Dando muestras de una notable incapacidad para leer la coyuntura, hicieron de las elecciones municipales del 8 de diciembre un referendo nacional. “Si el chavismo pierde –decían–, Maduro debe renunciar.” No habría entonces razones para esperar hasta 2016 para convocar un referendo revocatorio. Lejos de perder, el chavismo le sacó 900.000 votos de diferencia al conglomerado de la derecha, y casi el 10 votos de los votos. Esto, unido a la consolidación de uno de los principales sueños de Chávez, la Celac, que realizó su Segunda Cumbre nada menos que en Cuba, hizo que la derecha arrojara por la borda cualquier escrúpulo y abrazara sin más la vía de la sedición, mal disimulada tras los pliegues del derecho de la oposición a manifestarse pacíficamente. En realidad, esto último no es sino una engañifa para ocultar el verdadero proyecto: derrocar a Maduro, como lo explicitara el líder de los sediciosos, Leopoldo López Mendoza, siguiendo el libreto de los “demócratas” sublevados contra Khadafi en Benghazi y los neonazis en Ucrania en estos días. Le tocará al gobierno de Maduro trazar una fina línea para diferenciar la oposición que respeta las reglas del juego democrático de la que apuesta a la insurrección y la sedición. Diálogos de paz con la primera, pero –como lo enseña la jurisprudencia estadounidense– todo el rigor de la ley penal para los segundos. De lo contrario se estaría alentando a la subversión.
A un año de su partida, la herencia de Chávez aparece con una envidiable vitalidad: el chavismo sigue siendo invencible en las urnas y los procesos de unidad e integración que promoviera el gran patriota latinoamericano siguen su curso. Por eso la intensificación de la contraofensiva reaccionaria, que concibe a la lucha de clases como una guerra sin cuartel y sin límites morales o jurídicos de ningún tipo. El objetivo inmediato, acuciante debido al deterioro de la posición de Estados Unidos en el gran tablero de la geopolítica mundial, es apoderarse de Venezuela, con la complicidad de las clases y sectores sociales que usufructuaron del despojo de la renta petrolera a manos de las grandes transnacionales durante un siglo. Gente que jamás le perdonará a Chávez haber devuelto esa riqueza al pueblo venezolano, y que por eso salen a destruir el orden constitucional. Esa es la naturaleza profunda de su reclamo “democrático”: el petróleo para Estados Unidos y el gobierno para que las viejas clases dominantes y sus lenguaraces políticos organicen el saqueo. El imperio se monta sobre esta retrógrada ambición para tratar de hacer en Venezuela lo que hizo en Irak, en Libia, en Afganistán y ahora pretende hacer con Siria y Ucrania. En todos los casos, en nombre de la democracia, los derechos humanos y la libertad, proclamas bellísimas pero que en boca de sus mayores transgresores se convierten en una pócima venenosa que los pueblos de Nuestra América no parecen dispuestos a ingerir. A un año de su partida, Chávez aún está demasiado vivo en la conciencia y en el imaginario de nuestros pueblos.
* Director del PLED, Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.