Por Antonio Miranda Solís
El Deber, Santa Cruz de la Sierra, 2 de agosto de 1997
En circunstancias muy especiales, tuve la suerte de conocer a Dn. Luis Alberto Ballón Sanjinés, más conocido por el cariñoso apelativo de "Pepe", que le daban sus amistades.
El afortunado encuentro tuvo lugar en una de esas largas y lúgubres noches con que está muy salpicado el historial de la nación, con matonaje a doquier, porque así lo decidían los mandones de turno.
Más o menos a las 9:00 de la noche del 23 de noviembre de 1967, caí en un señuelo que me prepararon los avispados secuaces del sistema represivo, cuyo ingenio para todo lo malo era asombroso.
Tres sujetos me echaron el guante y me condujeron a las dependencias que por entonces tenía el celebérrimo DOP en los bajos de la Prefectura de La Paz, donde también se disponía de un "cuartito azul" para las "caricias" que daban los verdugos a sueldo.
Después de esa salutación, más que hacerme ingresar, los bravucones cancerberos casi me hicieron aterrizar con empellones y un par de patadas en la oscura y gélida cuadra donde estaban apiñados otros que más antes habían corrido la misma suerte.
Era la caza de brujas que se había desatado contra todo sospechoso de ser "rojo extremista" o habe' tenido relación con la guerrilla de Ñancaguazú, cuyo corolario fue el asesinato del comandante Ernesto Che Guevara.
Mi aterrizaje fue frenado por un cuerpo acurrucado en el piso, como tantos otros que aún no podía distinguir. A gatas y a tientas, llegué hasta una de las paredes, sobre la que apoyé mi magro cuerpo, sentado sobre el húmedo y frío suelo.
Cuando mis pupilas se famililiarizaron con la oscuridad, percibí que: el tétrico habitáculo estaba totalmente "copado" y que el silencio imperante allí, sólo interrumpido a intervalos por el rugir de los coches subiendo la empinada calle Ayacucho, era señal inequívoca de que todos estaban en vigilia, rumiando la incógnita de su futuro.
En situaciones como ésa, es fácil perder la noción del tiempo, Pero, he ahí que la recuperé con una solitaria campanada del reloj del vecino Congreso Nacional, que también entonces tenía una mayoría adocenada de "honorables".
El intenso frío que sentía me indujo a tentar suerte y, muy tímidamente, alargué mi mano izquierda, que a poco dio con un bulto, que se movió y me dijo muy quedo: "Hola, amigo. Apéguese para compartir la manta". Ni pensarlo dos veces. Al cabo de un rato, sentí una tibieza reconfortante, pese a que las dos mantas —una sobre el piso y otra de tapa— apenas cubrían la mitad de mi cuerpo, porque conmigo ya sumaban tres quienes formábamos ese bollo humano.
A decir verdad, había tenido una enorme suerte. Por un lado, aquella imborrable invitación y, por otro, que estábamos en un sitio privilegiado, pues, más o menos a las 3:30, uno de los esbirros abrió sigilosamente la puerta y lanzó una baldada de agua fría. Quienes pagaron el pato fueron los compañeros que estaban en el centro del antro.
Muy oscuro aún, pero ya presagiando el albor del día y que mi anfitrión estaba también despierto, me presenté y le di las gracias, que las esquivó tan discretamente como era su forma de ser. Me animé a preguntarle su nombre y, me dijo llamarse Luis Alberto Ballón. Pero mejor dime Pepe, porque así me llaman mis amigos.
De esa manera tan sencilla y tan espontánea. Don Pepe Ballón me abría de par en par el preciado cofre de su amistad y, sin proponérselo, me daba una imperecedera lección de lo que significa ese valor que no admite nada de aritmética y, por eso mismo, es exigente en todas las demás asignaturas.
Mi cautiverio duró sólo seis días, pero no así el de Don Pepe y de Mario Arrieta, quien integraba el "trío de las mantas". Allí tambiénestaban. entre otros, Gonzalo López Muñoz, los médicos Alcides Alvarado[1], Javier Quiroga y el actual fiscal de distrito de Santa Cruz, Ángel Maymura.
En aquella sucursal del DOP (División de "Orden" Político no se acostumbraba dar ni agua a los "alojados", de manera que quien no tenía parientes en La Paz, como era mi caso, quedaba a merced de la voracidad de los carceleros, quienes para la compra de un emparedado pedían el triple de su valor real.
Así, a poco de mi "enchirolamiento", se evaporaron las escasos reservas que portaba, fruto de mi incipiente periodismo. De ello, Don Pepe se percató muy pronto, tal vez por el crujir de tripas cuando en las noches compartíamos las mantas.
Para él, fue una constante preocupación el hacerme participar, al igual que a Mario y otros, de lo que le caía. Y, como si eso fuera poco, algunas fugaces partiditas de ajedrez, juego en el que realmente era un maestro, todo adosado con su conversar pausado, delicado y profundo que le denunciaban su don de gente y su gran caudal intelectual.
De allí para adelante, quedó labrada una gran amistad con ese magistral caballero que se mantuvo incólume pese a los largos años de exilio a que se le obligó. Su retorno, me'deparó la suerte de un abrazo prolongado, que se repetía cada vez que lo visitaba en la Imprenta de la UMSA, la cual dirigió con gran profesionalismo y esmero.
La última, vez que compartimos fue en un banco de El Prado paceño, casi tres años atrás, ocasión en la que le comuniqué de mi inminente viaje a estas llanuras “grigotanas”, donde lo noticia de su deceso estremeció mi espíritu.
Pero, como si él mismo me susurrara al igual que en aquella noche en el DOP, me di cuenta de que Don Pepe Ballón no ha muerto, sino que está en las alturas que se merece y que sirve de faro no sólo a quienes lo conocieron y trataron sino también a aquellos que creen en la justicia, la solidaridad y la amistad.
[1]Quizá quiso decir José María Alvarado Daza (+), psiquiatra y ex decano de la facultad de Medicina de la UMSA.