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Con “chaleco de fuerza” y grilletes

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Segunda parte

Alberto Rabilotta

En el anterior artículo (El imperialismo nos está atenazando, http://alainet.org/active/64551), analizamos brevemente la declaración del Presidente colombiano Juan Manuel Santos, de que su gobierno firmará un acuerdo de colaboración con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y que Colombia eventualmente entraría a esa organización belicista.

Vimos algunas de las posibles implicaciones y la “tenaza” imperialista -cuando incluimos la negociación de Colombia, México, Perú y Chile para formar parte del Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica (TPP, su sigla en inglés)- que se cierne sobre la región y sus objetivos integracionistas en un modelo “más soberano, vinculado a la producción nacional, con la idea de cambiar la matriz productiva y dejar de ser solo países primarios exportadores, con una visión desde el sur, desde nuestros países”, como señala el Embajador uruguayo Kintto Lucas (1), tema que seguiremos desarrollando en esta segunda parte.

TPP y “hegemonía explotadora”

El TPP no pertenece a la categoría de acuerdos de libre comercio del pasado. En tanto que pieza fundamental de la “hegemonía explotadora” se trata de una versión rígida, extremadamente vinculante e institucionalizada de “comercio administrado” entre países asimétricos, y al servicio exclusivo de los intereses de monopolios y transnacionales del país dominante. En suma, la potencia imperial dominando a países despojados de sus soberanías y reducidos a la categoría de “mercados”.

Estos países devenidos “mercados” están llamados a proporcionar sus recursos naturales, su inteligencia colectiva convertida en mano de obra barata, sus mercados de consumo interior, todo.

También deberán despojarse de toda intención fiscal que afecte a esos monopolios y transnacionales –la carga tributaria recaerá con doble fuerza sobre la población trabajadora local-, de toda intención de justicia social –los sindicatos que defienden a los trabajadores y los movimientos sociales que defienden el medio ambiente no son de la partida-, y en un espíritu de generosidad deberán hacerse cargo de las eventuales consecuencias ambientales y sociales de la acción depredadora de esos monopolios y transnacionales.

Un comercio administrado, pero no por los Estados y en beneficio del empleo, de las empresas nacionales o del desarrollo económico del país.

Nunca debemos olvidar que aun siendo menos restrictivo y explotador que el TPP, el Tratado de libre comercio de América del Norte (TLCAN, EE.UU., Canadá y México), nunca favoreció a México, el país con menor desarrollo. Esto es válido para los otros países latinoamericanos y caribeños que suscribieron acuerdos de libre comercio con potencias industriales.

La época del “tigre” mexicano

Durante la negociación del TLCAN, a comienzos de los años 90, los “expertos” y ministros de México, EE.UU. y Canadá nos decían a periodistas y analistas económicos que cubríamos las negociaciones, en reuniones públicas y privadas, en entrevistas y seminarios, pero siempre con esa seriedad y aplomo que no admite la menor duda, que México “será el principal ganador”, que “despegaría” y sería un “tigre” como los nacientes “tigres” de Asia, como Corea del Sur, Hong Kong o Taiwán. Del “dragón” chino que estaba incubándose todavía no se hablaba.

Los articulistas y “analistas” de respetadas páginas financieras remachaban con insistencia que con el TLCAN los mexicanos tendrían mejores salarios y empleos más seguros, y que el destino de México era el de ser la “locomotora” de toda América latina.

Mis numerosas dudas –como analista y corresponsal de Notimex en una época en que teníamos acceso a los documentos y a los negociadores, una cosa que se extinguió poco tiempo después-, expresadas en diálogos y preguntas concretas a Jaime Serra Puche, Ángel Gurría y demás ministros y funcionarios mexicanos implicados directamente en las negociaciones, y a sus contrapartes estadounidenses y canadienses, no tenían la menor cabida en el triunfalismo de esa época.

Una década más tarde, a comienzos del milenio, Corea del Sur y la “atrasada” China pasaron a convertirse en potencias económicas regionales, y luego mundiales. Sus niveles de educación y de desarrollo social se habían disparado 20 años antes. Los ingenieros y funcionarios estaban formados, el orden social garantizaba una fuerza laboral disciplinada y apta para las tareas a venir.

Mientras tanto, y después de casi 20 años de libre comercio con el vecino estadounidense que era nada menos que la locomotora de la demanda mundial, México sigue siendo un país con poco desarrollo industrial propio.

Corea del Sur, por citar un ejemplo, inunda desde hace años los mercados mundiales con sus productos electrónicos y automotores. Las marcas LG, Samsung y Daewoo, o Kia y Hyundai, son omnipresentes en todos los países latinoamericanos.

A veces me gustaría preguntarle ahora a esos (ex) ministros mexicanos que negociaron en TLCAN en que mercados están los productos industriales concebidos y fabricados por industrias mexicanas que puedan competir con las firmas surcoreanas, taiwanesas o chinas..

El mundo a la inversa de los asiáticos

El TLCAN, como pensábamos muchos, tampoco permitió a México solucionar los graves problemas sociales y económicos de base, entre ellos la pobreza, la educación, etcétera. Por experiencia y con pena no puedo dejar de pensar que la entrada de México en el TPP acentuará este declive.

El relativo éxito de Corea del Sur y de China, y anteriormente de Japón, en realidad se debe a que más allá de las enormes diferencias políticas, estos países asiáticos comparten una milenaria convicción de que el Estado y la organización social deben primar sobre la economía, algo que es anatema al neoliberalismo dominante desde hace más de tres décadas en el mundo occidental.

Se puede decir que en la práctica, sin cacareo y siempre con los respetuosos modales asiáticos, estos países nunca aplicaron o invirtieron los principios del modo de operación neoliberal, que consiste en achicar e inmovilizar el Estado, sus instituciones y el sistema político con el chaleco de fuerza de las reglas e instituciones del “sistema de derecho internacional” confeccionado para favorecer a los monopolios y transnacionales.

Como señalaban los sociólogos Giovanni Arrighi y Beverly J. Silver (2), hace algún tiempo era perceptible que las transnacionales implantadas en esos países no necesariamente son parte integrante o responden como se debe a las necesidades del sistema imperial, y que quizás y sin saberlo estaban sirviendo a las estrategias de esas potencias emergentes y competidoras.

TPP al estilo de la prisión de Guantánamo, con “chaleco de fuerza” y grilletes

Por eso el Presidente Barack Obama, que sin duda de manera consciente asumió la tarea de dirigir esta “hegemonía explotadora”, impulsó la ampliación del TPP y un diseño que no deja escapatoria alguna a la rapiña rentista del imperio, porque inhabilita o directamente elimina los instrumentos que los Estados y las sociedades tienen a su disposición para ejercer su soberanía en esferas de importancia vital, desde la economía y el bienestar social hasta la protección del medio ambiente.

Es, en definitiva, la versión más radical y agresiva del utópico sistema neoliberal (que es distópico en su resultado), porque su objetivo es hacer imposible que cualquier gobierno signatario, salvo el de EE.UU. -que como se sabe solo aplica su Constitución, que le impide subordinarse a decisiones o reglas de otras jurisdicciones, extranjeras o internacionales, pero promueve el derecho de aplicar extraterritorialmente sus leyes-, pueda tomar medidas defensivas hacia las empresas de los países miembros para proteger el medio ambiente, a sectores económicos y empresas locales. O cambiar sus políticas fiscales o monetarias para proteger el empleo o la sociedad general, por ejemplo.

En definitiva, el TPP es la sumisión al dictado imperial, a las leyes estadounidenses, lo que en la práctica llevará –por ejemplo- a que los países signatarios se verán presionados u obligados a modificar sus leyes y constituciones de manera a permitir todo lo que esos monopolios y transnacionales pidan.

Y la lista de deseos es infinita, como las ansias de acumulación de la plutocracia que domina: derecho de explotación de recursos energéticos convencionales y del gas o el petróleo de esquito; explotación a cielo abierto de los minerales; privatización del agua o su control bajo derechos de extracción; reducir a un mínimo las exigencias, trámites y evaluaciones de impacto ambiental en proyectos extractivos -incluyendo la construcción de rutas, oleoductos, gasoductos, depósitos y puertos-, en los proyectos industriales de alto riesgo o en explotaciones agropecuarias que utilicen semillas y animales genéticamente modificados, y sus consiguientes productos químicos de alto riesgo para el medio ambiente y la salud humana, y un largo etcétera.

En fin, es la consagración del  “reino de la libertad” para las empresas monopolistas y transnacionales.

En el capítulo de la “protección a la propiedad intelectual”, un terreno cada día más importante en el sistema imperial basado en la extracción de rentas, los países signatarios serán los veladores y ejecutores del respeto a esas reglas, que en la práctica implican no solamente una costosa dependencia, una posible interdicción –como cuando EE.UU. impone sanciones comerciales, como con Cuba e Irán-, y en todos los casos el entorpecimiento, impedimento y encarecimiento del desarrollo científico e industrial nacional.

La gravedad de la ampliación de los derechos de propiedad intelectual, que ha llegado a lo vivo, al genoma humano, a los genomas de todo lo viviente, sea animal o vegetal, está bien enmarcada en el caso de la empresa estadounidense Myriad Genetics, que patentó dos genes marcadores del cáncer de mama, como subraya el economista Joseph Stiglitz en su artículo “Vidas vs. Beneficios” (6 de mayo 2013, Project Syndicate), y en las patentes de semillas y ahora de animales genéticamente modificados de Monsanto y otras empresa, así como en los productos farmacéuticos (ver el artículo de Stiglitz y Arjun Jayadev “La patentemente sabia decisión de la India”, Project Syndicate del 8 de abril pasado).

Miremos al pasado para ver el retroceso

Para ver el alcance del TPP vale la pena recordar que en el Acuerdo de Libre Comercio que Canadá firmó con EE.UU. en 1987, que sirvió de patrón para la subsiguiente ola de liberalización comercial, fue posible para el socio menor, Canadá, después de arduas negociaciones, proteger de la aplicación de ese Acuerdo –mediante su exclusión- a sectores de interés público (educación y salud, las contrataciones, compras y licitaciones para obras de infraestructura de los servicios públicos federales, provinciales y municipales) o productivos (sector lácteo y cría de aves; la producción y comercialización de cereales).

Hace tiempo que esto dejó de ser el caso, ahora las exclusiones son casi imposibles, y lo serán aún más con el TPP.

Bajo el TPP los monopolios y transnacionales de EE.UU. podrán ejercer una vigilancia total de los mercados y emprender costosos litigios –contra el Estado signatario, empresas o individuos locales-, y en todos los terrenos imaginables, desde las subvenciones y restricciones nacionales (¿regionales?) hasta la propiedad intelectual, pasando por la composición de origen de los productos, etcétera.

Litigios que serán resueltos por “árbitros” designados por las partes, pero que en su mayoría provienen, como se ha constatado en los litigios bilaterales -EE.UU. y Canadá-, de esferas influenciadas o directamente al servicio de las firmas transnacionales de abogados y expertos creadas en EE.UU., Canadá y los principales países europeos para litigar a su favor en materia de derecho comercial internacional en cualquier rincón del globo.

No es difícil, para quien cubrió algunos de esos litigios y las negociaciones comerciales, imaginar lo conflictivo y desgastante que será para el futuro de la integración suramericana el tener en su seno a varios países que responderán en primer lugar a las reglas del TPP.

El comercio intrarregional podrá sufrir por los reclamos y litigios que las transnacionales presentarán contra las “subvenciones” que hacen competitivos los productos finales o componentes de importación provenientes de empresas que utilizan los mecanismos regionales, o de los países vecinos que tienen políticas de estímulos fiscales o económicos a nivel nacional o regional, como es el caso con el petróleo venezolano.

¿Cómo evitar litigios y disputas entre países vecinos cuando se apliquen con mano de hierro las reglas sobre los contenidos de origen o de la propiedad intelectual en el informal comercio que caracteriza amplias regiones fronterizas? ¿Cuál será la reacción a explotaciones extractivas permitidas en el marco del TPP que tengan graves efectos ambientales en las poblaciones y el medio ambiente de países vecinos?

¿Cómo impedir que la corrupción, las componendas, la explotación y la violencia que marcarán esta utopia final del neoliberalismo traspase las fronteras nacionales, no alcancen las instancias regionales? ¿Cómo pensar que Colombia, Perú y Chile pueden tener y operar simultáneamente dos políticas económicas contrapuestas?

Gran parte de todo esto es válido para el resto de países que no están en el TPP pero deberán convivir y respetar las reglas del TPP en su comercio con países vecinos.

¿Qué sucederá cuando las políticas comerciales, de inversiones y de propiedad intelectual basadas en el intercambio justo y solidario entre los países de la región deban convivir con las políticas totalmente opuestas, basadas en la extracción de rentas, del TPP? ¿Es esto posible o deseable?

¿Cómo tratarán los países miembros del TPP las inversiones intrarregionales en energéticos, en transportes o en servicios financieros para la promoción agroindustrial, por ejemplo, que confieren ventajas a los países miembros?

Por todo esto es lógico deducir que el TPP ha sido concebido como el antídoto contra lo que constituye el éxito de las principales economías emergentes, donde los Estados planifican o conservan un papel gestor en la dirección de los asuntos económicos y sociales.

La conclusión es que una presencia tan importante del TPP en América Latina –México, Colombia, Perú y Chile- servirá al imperio de plataforma para minar los esfuerzos de integración regional, crear constantes, costosas y desgastantes disputas comerciales y económicas.

EE.UU. y Canadá nunca abandonaron la idea de una Suramérica dominada por el neoliberalismo, y es evidente que ahora están jugando con los aliados que disponen en la región para impedir en la práctica una integración regional que descarte los principios neoliberales.

Pero una cosa es querer y la otra es poder. Nuevamente, como con el ALCA, el destino de la región depende de la determinación, de la movilización de los pueblos y de los gobiernos latinoamericanos.

Montreal, Canadá.

—Alberto Rabilotta es periodista argentino - canadiense.

Notas

1.- Kintto Lucas, De la integración a la independencia, ALAI, http://alainet.org/active/64503

2.- Caos y orden en el sistema-mundo moderno, Giovanni Arrighi y Beverly J. Silver, edición Akal, páginas 284-85.

http://alainet.org/active/64582
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El imperialismo nos está atenazando - Rabilotta Alberto [2013-06-06]

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