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Los media justifican los fines

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por Eduardo Galeano

Ciudad de Goyana, Brasil, septiembre de 1987: dos recuperadores de basura encuentran un tubo de metal abandonado en un solar. Lo rompen a martillazos y descubren una piedra con luz blanca. La piedra mágica transpira luz, azulea al aire libre y hace resplandecer todo lo que toca.

Los dos hombres despedazan la luciérnaga de piedra y ofrecen pequeños fragmentos a sus vecinos. El que se frota la piel con ellos brilla en la noche. Todo el barrio es una lámpara. Los pobres, de repente ricos en luz, están de fiesta.

Al día siguiente, los dos recogedores de residuos vomitan. Han comido mangos y nueces de coco: sin duda esa es la causa. pero todo el barrio vomita, y todos se hinchan, mientras que un fuego interior les quema el cuerpo. La luz devora y mutila y mata; y se disemina, transportada por el viento, la lluvia, las moscas y los pájaros.

Fue la catástrofe nuclear más grande de la historia, después de la de Chernobil. Muchos murieron, quién sabe cuántos; otros, mucho más numerosos, quedaron inútiles para siempre. En este barrio de las afueras de Goyana nadie sabía lo que significa la palabra "radioactivo" y nadie había oído hablar del  cesium 137.

Ninguno de los responsables fue detenido. la clínica que arrojó el tubo de cesium sigue operando normalmente. De Goyana no se habla nunca. América Latina es una información condenada al olvido. meses después, Cuba acogió a los niños de Goyana afectados por la radioactividad y posteriormente los trató de forma gratuita. Esta noticia no mereció el menor espacio en los grandes media a pesar del hecho d que, como es sabido, las fábricas universales de opinión pública se preocupan permanentemente de Cuba.

Ciudad de México, septiembre de 1985; la tierra tiembla. Mil casas y edificios se hunden en menos de tres minutos. no se sabe, no se sabrá jamás, cuántos muertos ha provocado este instante de horror en la ciudad más grande el mundo. Al principio, cuando empiezan a remover los escombros, el Gobierno contaba cinco mil. A continuación, el silencio. Los primeros cadáveres rescatados, antes de ir a parar a la fosa común, tapizaban todo un campo de béisbol.

Las construcciones antiguas resistieron al temblor de la tierra, los inmuebles recientes se derrumbaron como si no tuvieran cimientos; y, de hecho, carecían de ellos -sólo existían en los planos. Han pasado los años y los responsables permanecen en la impunidad: los empresarios que erigieron y vendieron los modernos castillos de arena, los funcionarios que autorizaron la construcción de rascacielos en la zona más peligrosa de la ciudad, los ingenieros que modificaron, mortalmente, los cpaculos de los cimientos y su solidez, los inspectores que se enriquecieron cerrando los ojos. Los escombros han desaparecido. Como si nada hubiera pasado.

Finales de 1991, el seminario The Economist y el New York Times publican un memorando interno del Banco Mundial firmado por uno de sus directores. El economista Laurence Summers, formado en Harvard, reconoció ser su autor. Según este documento, el Banco Mundial debería estimular la deslocalización de las industrias contaminantes hacia los países menos desarrollados, por tres razones: la lógica económica, que recomienda verter los residuos tóxicos en los países más pobres; los bajos niveles de polución de los países menos poblados; y el débil impacto del cáncer sobre las personas que mueren jóvenes.

Algunas voces se elevaron para protestar, porque estas cosas se hacen pero nunca se dicen, y la tecnocracia internacional se gana la vida cultivando sus eufemismo. Pero Laurence Summers no es un poeta surrealista, es un autor que pertenece a la brillante escuela del realismo capitalista. Se convirtió luego en subsecretario de Estado del Tesoro, encargado de los asuntos internacionales en la Asministración Clinton.

Hace ya mucho tiempo que el sur sirve de vertedero del norte, de alivio de la suciedad nuclear e industrial. Y el memorando de Summers no inventaba nada, incluía tanto la polución como la usura. Hace ya dieciséis siglos que san Ambrosio, padre y doctor de la Iglesia, prohibió la usura entre los cristianos y la autorizó contra los bárbaros. "Allí donde existe el derecho a la guerra" declaraba el patriarca "existe el derecho a la usura" En nuestros días, lo que es malo para le norte, es bueno para el sur, en razón del derecho de guerra de los que toman casi todo de los que no tienen casi nada. Esta guerra no declarada justifica a cualquier cosa que suceda más allá de las murallas del orden y de la civilización. El reino de la impunidad comienza al sur de las riberas del Río Grande, de las orillas de Mediterráneo y de las cumbres del Himalaya.

Atraídas por los salarios enanos y la libertad de contaminar, algunas de las mayores empresas norteamericanas atravesaron las frontera de México en los últimos años. La ciudad-frontera de Matamoros es uno de los lugares en los que las consecuencias de estas deslocalizaciones saltan a la vista: el agua potable es mil veces más tóxica que en Estados Unidos. Según un reciente estudio del Texas Center for Policy Studies, el agua está seis mil veces más contaminada en estos lugares donde se vierten  los residuos de la Stepan Chemical que la media norteamericana.

 El físico brasileño Ennio Condotti ha subrayado que los países más ricos y potentes no pueden conservar ya sus elevadas tasas de crecimiento sin exportar la devastación hacia los territorios de los demás. Japón, por ejemplo, ya no fabrica aluminio. El aluminio se produce en países como Brasil, donde la energía es más barata y el medio ambiente sufre en silencio. Si el precio del aluminio tuviera que incluir su coste ecológico, esta industria malsana no tendría acceso a los mercado internacionales.

Colombia cultiva tulipanes para Holanda y rosas para Alemania. Empresas holandesas envían los bulbos de tulipanes a la sabana de Bogotá; empresas alemanas envían plantas de rosales a Boyacá. Cuando las flores han crecido en las inmensas plantaciones, Holanda recibe los tulipanes, Alemania las rosas y Colombia conserva sus bajos salarios, su tierra deteriorada por los fertilizantes y sus aguas usadas y envenenadas.

La socióloga colombiana María Cristina Salazar hizo una investigación sobre las consecuencias devastadoras de estos juegos florales de la era industrial: la sabana de Bogotá lleva a camino de desecarse y desaparecer; y los insecticidas y los abonos químicos, diseminados a gran escala, han hecho enfermar a los obreros y a las tierras de Boyacá.

Impunemente, la Bayer y la Dow Chemical producen y venden en América Latina fertilizantes y pesticidas prohibidos en Alemania y en Estados Unidos. Impunemente, WolksVagen y Ford producen y venden motores sin los filtros que ya son obligatorios en Alemania y Estados Unidos. Más de doscientos insecticidas que figuran en la lista negra de la Organizaicón Mundial de la Salud son utilizados habitualmente en Uruguay, uno de los países más afectados por el cáncer. Los habitantes de la Ciudad de México tienen la tasa de plomo en la sangre más elevada.; la leche de las indias que trabajan en las plantaciones de la costa de Guatemala es la más intoxicada del planeta.

Esta es la "lógica económica" que invoca el informe del Banco Mundial: esta es la "ley del beneficio" que el mundo de nuestro tiempo ha erigido como una ley divina, y que reina impunemente. Al pie de su altar, se ofrecen los sacrificios de la naturaleza y la dignidad humana. Nada nuevo. Después de cinco siglos, el desprecio por la vida humana se ha convertido en costumbre. La impunidad se nutre de fatalidad. Hemos sido educados para creer que la desgracia es consecuencia del destino, como el tipo que, para obedecer a las leyes de la gravedad, se arrojó de un décimo piso.

A la manera de esos edificios de México que se desplomaron con el temblor de la tierra, la democracia latinoamericana ha visto hundirse sus cimientos. Únicamente la justicia habría podido aportar una base de apoyo sólida; pero, en lugar de justicia, tenemos un amnesia obligatoria. Todos los países latinoamericanos, después de las dictaduras militares y los años de sangre, miseria y miedo, han arrojado agua bendita a la frente de los verdugos y los asesinos. Y no es sorprendente que los que elogian la impunidad en América Latina aplaudan a dos manos a los procesos instruidos a los culpables de atentados contra los derechos humanos en la Europa del este o en Cuba. En el sur del mundo, el terrorismo de Estado es un mal necesario.

En América Latina vivimos tiempos de desmantelamiento del Estado. La hora de la verdad: a cada uno su deuda y a cada cual su sitio. El Estado no merece existir sino para pagar la deuda exterior y vigilar y castigar. Para evitar que los invisibles se vuelvan visibles es necesario comprar armas y multiplicar las personas de uniforme, mientras que escasean los fondos públicos destinados para la salud, la educación, la vivienda, y desaparecen las ayudas para la compra de artículos de primera necesidad.

El sistema fabrica a los pobres y les declara la guerra. Multiplica el número de desesperados de los presos. Las cárceles, sucursales del infierno, no alcanzan ya a contener a todos. En 1992 hubo unas cincuenta rebeliones en las prisiones latinoamericanas. Esta revueltas terminaron con más de 900 muertos, casi todos presos, casi todos matados a sangre fría. Los que restablecieron el orden recibieron felicitaciones.

Entre los muertos, algunos habían cometido crímenes que son juegos de niños comparados con las hazañas de más de un general condecorado. La mayor parte estaban condenados por robo, pecado irrisorio en comparación con los fraudes de los comerciantes y de los banqueros más opulentos o con las comisiones que perciben algunos políticos cada vez que venden un trozo del país. Y eran numerosos los que se encontraban detenidos por error o con carácter preventivo.

Los amos del mundo han alcanzado en este fin de siglo un nivel deslumbrante de perfección, jamás igualado en la historia humana, en la tecnología de la información y la muerte. Nunca tan pequeño número alcanzó a manipular o a suprimir a un número tan grande. La dictadura electrónica garantiza la impunidad de la dictadura militar que las potencias dominantes ejercen a escala mundial. Las más atroces acciones para humillar a la gente y violar la naturaleza no son más que formas de restablecer y confirmar el orden mundial amenazado. En el momento del sálvese quien pueda, la selección natural favorece a los más aptos. Los más aptos son los más fuertes, los que poseen el monopolio de las armas y de la televisión; los consumidores de la sociedad de consumo, que, impunemente devoran la tierra y agujerean la capa de ozono.

La guerra del Golfo fue un espectáculo de televisión, el más grande y el más caro de la historia: un millón de extras, mil millones de dólares por día. Saddam Hussein, que era el niño mimado de occidente, se convirtió súbitamente en Hitler por haber invadido Kuwait, y George Bush tomó la iniciativa para castigarle en nombre del mundo: "El mundo no puede esperar" El súper-show provocó la muerte de millares de iraquíes, pero la televisión supo disimular las imágenes desagradables.

Un año antes, Bush no se había convertido en Hitler cuando invadió Panamá, y no se castigo a sí mismo en nombre del mundo. Después de todo, Estados Unidos ya había invadido Panamá una veintena de veces a lo largo del siglo XX, y la invasión número 21 fue televisada como una crónica de sucesos. Para atrapar al infiel Noriega, que había estado a sueldo de la CIA, Bush bombardeó los barrios más pobres de la ciudad de Panamá y, después de las bombas, situó en la zona al ejército más importante empleado desde la guerra de Vietnam. Cien cadáveres, contó la televisión. Quinientos, reconocieron las fuentes oficiales. Hoy se sabe que fueron millares.

Las tropas de ocupación fabricaron a un presidente, Guillermo Endara, en la base estadounidense de Fort Clayton. Pasados los tres años, este personaje impresentable, escapado de un cuadro de Botero, convocó un plebiscito. Tres ciudadanos sobre cuatro votaron contra él. Su ilegitimidad no podía ser más escandalosa; pero la impunidad no gobernaría si no fuera sorda.

Ya no es necesario que el fin justifique los medios. A partir de ahora, los media justifican los fines. La injusticia social se resume en un asunto de la policía. Las comunidades de individuos no constituyen ya pueblos sino sociedades de consumo, y el consumo está prohibido al 80% de la población de la humanidad. El orden mundial depende de la aplicación implacables de las tecnologías de represión y olvido, y la máscara de impunidad que le disimula el rostro está tejida con los hilos de la impotencia y la resignación. Pero hay una amenaza latente en cada una de las víctimas de este sistema que tiene que combatir las consecuencias de sus propios actos. En plena euforia, en el momento de celebrar la aniquilación de sus adversarios, el sistema no puede ignorar que permanece condenado a engendrar interminablemente a sus propios enemigos...

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