Una profunda sensación de desesperación
sábado, 3 de octubre de 2020
No es la política que me desespera, son los políticos bolivianos que me crispan los nervios. Existen buenos políticos en este país, pero la enorme mayoría caminan por un sendero que sólo los lleva a mirarse el ombligo; son ellos y nada más lo que interesa. Transitan hacia la ansiada encrucijada de llegar a la posición que les abra las puertas para llenar sus vacías arcas –o medias llenas– que hasta el momento de llegar al poder sólo era el sueño deseado. En un país donde los más ricos son lunares y las alternativas de enriquecimiento son tan pocas, la práctica política se muestra como la más accesible al poder y la riqueza.
Bolivia es calificada en textos académicos y de los otros como única por su pobreza. Describen un país que ocupa los niveles más bajos del Índice de Desarrollo Humano, con un ingreso por persona en términos de poder adquisitivo que nunca superó los últimos puestos respecto a sus vecinos latinoamericanos, con un Índice de Complejidad Económica que, en vez de mostrar mayor capacidad y sofisticación en sus exportaciones, ha caído a los más bajos rankings internacionales. Índices que exhiben estas realidades desde hace varías décadas.
También hablan de sus formidables riquezas, ya por lo que muestra su exuberante y diversa naturaleza, ya por la potencialidad que se encuentra en este vasto territorio. Los contrastes son enormes entre lo que este país tiene en potencia y lo poco que de ella se transforma en bienestar para su gente.
No se reconoce, sin embargo, que su fuente de riqueza está en su población, la cual debería ser el centro de las políticas sociales y económicas. Se ve en esa población votos para ascender en la carrera hacia el poder, se ve en ella fuerza laboral que con míseros salarios se conforman; son simples peldaños que, en su mayoría, se buscan la vida en pequeñas actividades referidas como informales. Son, como diría Sen, “esclavos satisfechos” no por voluntad propia, sino por los condicionamientos sociales que los aprisionan mental y físicamente. La denominada población informal es necesaria para otorgar estabilidad social. No es una gran masa inmóvil. Sus gentes suben y bajan de ella como de un repleto camión que los carga entre el tener un día para comer y la duda que el siguiente ya no tengan para hacerlo. Lo cierto es que se conforman con poco.
Las clases gobernantes, en todas las instituciones que copan, desde el Palacio de Gobierno hasta las universidades, han preferido gastar dineros en elefantes blancos para demostrar que gracias a ellos se avanza, aunque han sido formas de derroche en grandes maquinarias industriales, edificios, estadios, aeropuertos, coliseos, plazas y canchas que no se usan o solo sirven parcialmente. Se ha derrochado el dinero en grandes palacios, residencias, edificaciones por doquier, sin que primero se piense en gastar en favor de la gente. En favor de una educación que vaya paralela a actividades económicas que efectivamente aprovechen lo que el país en cada piso ecológico ofrece abundante y generosamente.
No es privilegiando el uso de máquinas en vez de las personas que Bolivia se desarrollará, es exactamente al revés. No es que estas actividades económicas son raras o estrafalarias, es que simplemente las clases dominantes no ven a la gente tal como es, qué es lo que hace hoy y pueden hacer mejor. Si tan sólo tuviera la educación que la mejore en lo que hace, si tuvieran la salud que le permita una larga y saludable vida…
No digan que faltan los recursos o el financiamiento. Lo que falta es la voluntad de hacer lo que se debe hacer para la población. La inversión pública en los tres últimos lustros ha sido gigantesca, pero sin proyectos bien diseñados, sin un plan que los guíe. La improvisación y el deseo de enriquecimiento ha sido más intenso en los políticos que manejaron la maquinaria del poder. Lo peor es que las elecciones que vienen no cambiarán nada. Las pugnas personalizadas continuarán y la clase política seguirá en su carrera de popularidad. De ahí mi profunda desesperación al mirar un futuro próximo que frustra y exaspera.
*Economista.
Publicado en el periódico Página Siete el 3 de octubre de 2020