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Los niños del TIPNIS que marcaron la vida de este cronista

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Crónica

Este periodista vivió en carne propia lo que los pequeños habitantes del Tipnis viven. Aprendió de ellos más que en ninguna escuela.

Por Arturo Choque Montaño - 22/07/2012

Los niños de la comunidad de Gundonovia, en el extremo norte del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Secure (TIPNIS), se acercan a los forasteros con curiosidad y sin prejuicios. Sienten que es su deber advertir a los “collas” sobre los riesgos de sus imprudencias: Es mejor no bañarse de noche en la laguna si no quieren compartir el lugar con lagartos y víboras... en las orillas mansas del río pueden esconderse las rayas...

Toman su labor educativa con empeño, pero con buen humor. Les divierte la “inocencia” de los recién llegados, que se maravillan con cosas que para ellos son cotidianas. De lo que no están conscientes estos niños es que sus lecciones no sólo sirven para la selva, sino para la vida.

Pedagogía de la selva

Levanto una manga del fértil suelo de Gundonovia, y cuando estoy a punto de pelarla, se me acerca una pareja de hermanitos con una advertencia: “No se coma ese mango, estaba en el suelo, tal vez tiene bichos”.

Ni Roger ni Berta superan los nueve años, pero en su corta existencia conocen muchos de los secretos de la selva, del río... de la vida. Con una destreza increíble, ambos se trepan al árbol frutal más próximo y me gritan algo que no entiendo del todo: “Páseme ese chuchío pa’ que se lo tumbe unos mangos”. 

Al fin entiendo que me piden una cañahueca con la que golpean los mangos más maduros que caen a mis pies. Se descuelgan del frondoso mango para saciar su curiosidad, mientras yo sacio mi hambre.

— Allá donde vive, ¿no hay mangos?

— Bueno, sí, pero no en los árboles, tienes que comprarlos.

— ¿¡Se compran los mangos!? Bah. ¿Y cuánto cuesta un mango?

— Mmm no sé... tal vez uno o dos bolivianos, no estoy seguro.

Mis respuestas les escandalizan. No pueden concebir que haya un lugar tan mezquino donde la gente tenga que pagar por las frutas. Se susurran algo al oído y se echan a correr mientras me gritan, “no se vaya, auringa volvemos”.

Regresan en unos minutos, traen las poleritas abultadas, cada uno tiene como diez mangas y otras frutas que no conozco. Mirando en perspectiva, hoy me doy cuenta de que mi reacción fue ruin. Mientras los niños llegaban con su cargamento de frutas no pude evitar pensar que querían hacer negocio, considerando que yo les conté sobre el costo de las frutas en la ciudad.

Depositan todo lo que tienen a mis pies, y yo les hago una pregunta de la que hasta ahora me arrepiento.

— ¿Cuánto les debo chicos? 

— La fruta no se vende —me dice Berta, firme, pero sin nada de enojo.

Su padre sale en mi auxilio. Me explica con paciencia que los niños no pueden imaginarse siquiera vender algo que la naturaleza riega por todas partes. El dinero no tiene mucha importancia para los pequeños, ni siquiera para los mayores. La selva y el río proveen todo lo necesario.

Berta y Roger están dispuestos a demostrármelo y comienzan una detallada exposición de la variedad inagotable de frutas del lugar. Mis sentidos están de fiesta. No son sólo los sabores tan diversos: dulces, ácidos, suaves... sus nombres también son canoros, dulces: tarumá, guapomó, achachairú...

¿Para qué el dinero? 

La siguiente lección es en las orillas del río Sécure. Comienzan mostrándome un chapoteo distante en el agua. “Son bufeos”, me explican. Los delfines rosados de agua dulce (inia geoffrensis) son queridos y respetados por los indígenas. Berta me narra hermosas historias de estos nobles animales, me dice que salvan a la gente de morir ahogada, que se enamoran de los humanos, que acompañan las barcazas y que lloran a la puesta del sol.

Roger me habla de la variedad de los peces del río, o de esa triste mañana cuando vio que cientos de ellos llegaban arrastrados por la corriente con la panza arriba dejando un olor terrible en los recodos del Sécure. Nadie pudo explicar qué ocasionó la masacre.

También me cuentan divertidos que cuando llega un maestro “colla” es más lo que aprende, que lo que enseña. El afortunado docente aprende a pescar, a nadar, a descubrir los secretos de la selva y además aprende a ahorrar, porque no tiene en qué gastar su salario, que generalmente sale a cobrar cada cuatro o seis meses.

Me quedé intrigado con el poco valor que tiene el dinero en estos lugares. Le pregunté a una mujer ¿qué haría si tuviera una enorme cantidad de dinero? ¿qué compraría?. Luego de pensar por un buen rato, me respondió: “no sé, tal vez un poco de manteca”, casi de inmediato se corrigió, “No, porque ya criamos chanchos, tal vez alguna ropita para los chicos”.

Me sentí mal, mis tribulaciones citadinas, como la “necesidad” de cambiar el celular por otro más moderno, o mis quejas sobre el mal servicio de Internet me parecieron de pronto estúpidas. Sentí unas ganas increíbles de abandonar todo el “confort” de la ciudad y quedarme para siempre. Pero mi domesticación social pudo más y tuve que desandar mis pasos hacia el desarrollo.

Meses después, impelido por una nostalgia incurable, busqué a Roger, a Berta, a Christian... entre los niños marchistas que llegaron a La Paz luego de caminar por dos meses. No pude encontrarlos.

En su lugar hallé a otros niños y niñas, de otras comunidades, pero había algo diferente. Desarraigados de su selva, de su río, parecen más vulnerables, más pueriles. Les cuesta concebir un lugar tan grande, donde es imposible sobrevivir sin dinero, donde algo tan simple como una manga cuesta plata.

Despojados de su espacio vital, los vi pidiendo limosna, llorando de frío, añorando su bosque. No pude evitar recordar esa tarde que pasé con los niños de Gundonovia, cuando ellos jugaban a enseñarme y yo jugaba a escuchar a los hijos que nunca tuve.

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