EL autor intenta explicar la esencia de La Paz y de los paceños a partir del panorama paisajístico y de la divergencia y convergencia cultural.
Édgar Arandia Quiroga
La presencia del paisaje es apoteósica, el Illimani y la Cordillera Real convierten a los habitantes que los contemplan en pequeños seres, supuestamente repositorios de energía.
Una de las tantas vistas imponentes del horizonte paceño; en ese caso, hacia la zona Sur. Luis Salazar / Página Siete
En la ciudad y el área rural siempre se alude a la energía, como si en cada etapa de la vida en nuestra ciudad debiéramos recargarnos para seguir compartiendo con los gigantes que nos rodean; su hábitat mítico.
La hoyada tiene hasta cinco líneas de horizonte, dependiendo de dónde pone los ojos el espectador de la montaña, y como levanta la mirada desde la primera línea de horizonte, la segunda, la tercera, la cuarta y, al llegar, inevitablemente, al cielo límpido y refulgente de los 3.600 metros de altura, altura del vuelo, de los abismos y las profundidades, donde lo de abajo puede ser lo de arriba, donde se expresan visualmente los mundos indígenas.
Cuando amanece, una vaporosa neblina cubre la ciudad. En tanto El Alto ya está moviendo su poderoso músculo, la hoyada se despereza, entonces hay que pararse en el monumento Mama Kh’oa que mira el Illimani desde la Ceja.
Desde allí, el deslumbramiento invade nuestro Jacha ajayu: en la línea de horizonte, como un salar de algodones la neblina cubre la ciudad y, enfrente, el Apu protector, el Illimani, fuente de vida eterna, el resplandeciente ordena el caos: más abajo, como si fuera la Mank’a Pacha aparece Chukiwayu marka- La Paz, la ciudad escindida en dos: india y criolla, pre-moderna y globalizada, loca y apacible, observas, entonces, hacia arriba, hacia la Alaxpacha, puedes ver todavía a la luna, resistiéndose a marcharse al otro lado del planeta. Sólo hay que ver las ciudades para verse en un espejo que ordena las cosas.
La construcción cultural de la ciudad criolla e indígena produjo comportamientos que van desde la intraculturalidad y la interculturalidad, es decir, desde una visión indígena y desde la influencia occidental, con un resultado, ora híbrido, ora indeterminado, o espacios indígenas intensos que se conectan con los ciclos agrícolas del campo traspolados a la ciudad.
Desde los proyectos de vida diferentes que, aun con la Revolución del 52, no pudieron integrarse en un todo, la ciudad fue escenario de dos sociedades paralelas que -hasta ahora- se integran en las fiestas patronales, a las que se agregan nuevos danzarines en cada ciclo de migraciones rurales hacia la urbe.
El calendario de las fiestas patronales es intenso, desde enero hasta diciembre, con puntos de inflexión que posibilitan que la ciudad se vuelva un gran patio, donde nos encontramos todos: anata en carnavales, fiesta de la Candelaria, que es una especie de brújula para no perderse, hasta agosto, el mes de la Pachamama y de las vírgenes de las Nieves, de Copacabana, de Urkupiña.
El Gran Poder es la gran serpiente, Katari que estrangula la ciudad criolla que la negó. En ese río humano bulle la vida chola, apoderándose de su tierra asfaltada, fundiendo el pasado que mira hacia adelante y el futuro que mira el pasado.
Ciudad que construye sus personajes cada día, con la presencia de la chola, mujer aguerrida y que no permite que su pareja decline y se dé por vencido, generosa como pocas.
Sus calles son escaleras de la memoria de las pasiones políticas y de amor a la libertad de sus moradores y transeúntes. Aquí sucede la vida, alucinada y turbulenta.
El habitante de la ciudad tiene una identidad indeterminada porque vive entre dos mundos, dos imaginarios que se encuentran y separan en las grandes fiestas patronales; esa pulsión hace que las culturas urbanas se enriquezcan cada día.
Es esta alucinante ciudad, con cinco líneas de horizonte y una montaña de una belleza apabullante, en la que los habitantes nos sentimos muy pequeños o muy grandes.
A esta La Paz le han cantado Saenz y Cerruto de manera admirable y la ha pintado Borda y otros pintores, entre los que me incluyo, porque es imposible sustraerse a su apoteosis de abigarradas formas de abismo, ladera y planicie y sus habitantes, politizados y siempre buscando algo que no sabemos qué es.
“La ciudad escindida en dos: india y criolla, pre-moderna y globalizada”.
Édgar Arandia Quiroga