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Justicia independiente: ilusión liberal

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Alejandro Almaraz

Martes, 10 de septiembre de 2013

Es muy frecuente y razonable que en el debate político se compare la gestión de gobierno, y sus resultados, con los de gobiernos anteriores. Más aún si el gobierno en cuestión, como el presente, proclama su carácter revolucionario y promete profundas transformaciones en la sociedad y el Estado. En el último tiempo, los resultados de este ejercicio han sido cada vez más pobres y reprobatorios para las expectativas del oficialismo, y, a falta de muestras concretas y tangibles de los cambios revolucionarios, algunos de sus voceros analíticos han tenido que conformarse con afirmar que las cosas no están tan mal como antes. Pero a estas alturas, ni siquiera a ese patético consuelo puede acudir el oficialismo si es mínimamente veraz, pues  en varios ámbitos institucionales fundamentales para el devenir global de la sociedad, el sentido real del cambio pregonado por el Gobierno es el del franco retroceso. Este es el caso, entre varios otros de igual importancia, del sistema de justicia.

Es evidente que en la República de Bolivia, integral y permanentemente deficitaria de democracia y justicia, el sistema de justicia fue siempre el mayor déficit institucional. La justicia boliviana ha sido siempre servil al poder económico y político, y, por eso mismo, ineficaz y corrupta. Pero no recuerdo que en las últimas décadas jueces, fiscales y altos operadores legales del Ejecutivo hayan conformado bandas criminales tan grandes, poderosas y agresivas como la red de extorsión develada por Sean Penn. Nunca sucedió algo tan espantoso como la matanza de Palmasola, minuciosamente promovida por la retardación de justicia y el aberrante sistema penitenciario. Nunca antes la Policía, principal instrumento operativo de la justicia, concentró tanta brutalidad, violencia y criminalidad impunemente volcadas contra la gente. Y en la cima institucional del desastre generalizado,  dándole tácito amparo y decisivo estímulo, nunca antes las máximas autoridades judiciales actuaron con tan soldadesca obediencia al poder político, como lo hizo el Tribunal Constitucional al consumar el grosero ultraje de la Constitución, convalidando la recontraelección de Evo Morales.

Pero lo que da singularidad a esta monstruosa situación es que, a diferencia del fracaso en otros ámbitos de la gestión pública, no se debe a la inacción o incapacidad gubernamental, sino al claro y explícito propósito autoritario de liquidar absoluta y definitivamente todo atisbo y esperanza de independencia de la justicia, y subordinar a ésta, íntegra e incondicionalmente, a la voluntad discrecional del Gobierno central. El desastre regresivo de la justicia es el resultado de que para su principal reformador, el vicepresidente García, la independencia de la justicia “es una ilusión liberal”, como lo declara literalmente en su libro “El ‘oenegismo’, enfermedad infantil del derechismo”, y de que, como alternativa a esa independencia ilusoria y aparente, no postula la independencia real, sino “que sea dependiente del pueblo trabajador” cuya “síntesis” es el Estado, a su vez encarnado en el “gobierno de los movimientos sociales”. Es el resultado de la proclama, lanzada por García en el mismo libro, que sintetiza su proyecto de sometimiento total de la justicia sentenciando que “el Estado no puede perder ante nadie”. Es también resultado de que, en aplicación de ese proyecto,  y bajo la conducción de su mismo creador, se seleccionaron a las nuevas autoridades judiciales con el generalizado avasallamiento de la Constitución y la ley, cometido por los brazos mecánicos con los que el órgano ejecutivo convierte en ley hasta sus más disparatadas ocurrencias; y de que los postulantes seleccionados por la estrecha preferencia oficialista fueron prepotentemente impuestos en la magistratura contra el contundente rechazo de la mayoría ciudadana incontrovertiblemente expresado en las urnas.

El producto más sólido y perdurable de este proceso no podía ser otro que la plena certeza, poderosamente disuasiva de cualquier gesto de integridad ética, de que lo más importante en la administración de justicia real es la total obsecuencia al poder político que, a su vez, muy lejos de cualquier finalidad revolucionaria, la usa para darse la más cínica impunidad en su sórdido usufructo del Estado. Este es el inagotable e incontenible fundamento de las renovadas desgracias que la justicia les viene obsequiando a los bolivianos. Mientras tanto, el vicepresidente García, desde la lejanía sueca de algún milenio venidero, con melodramático tono de sorpresa y decepción, se declara preocupado y se muestra ofendido por tan incomprensible situación. 

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