Hugo José Suárez*
En una de las reuniones de fin de año escuché de una familia boliviana que vive en la Ciudad de México el siguiente comentario —por cierto, nada nuevo—: "dejamos Bolivia porque como está la situación no hay futuro para nuestros hijos". La frase la he escuchado cientos de veces en personas que, luego de la llegada de Evo Morales al Gobierno en 2006, no dejan de sentirse acorraladas.
Tal afirmación viene de una clase media que se percibe amenazada, tal vez con relativa razón, por los cambios estructurales. Algunos de ellos, los de mayor raigambre racista, repiten la sentencia con un tono elevado; pero otro sector, el más estratégico, se siente muy bien con el Gobierno.
De hecho sabemos que la banca ha ganado más con Evo que con Goni, sus fortunas han crecido de manera más acelerada con la Revolución Democrática que con el neoliberalismo. En el país hay plata, mercado, crecimiento, estabilidad; el espacio para hacer dinero en una sociedad con mayores ingresos es muy amplio, sólo se debe tener creatividad y despojarse de prejuicios. Así lo han entendido algunos, y para quienes vivimos fuera del país y volvemos de tiempo en tiempo, es notoria la transformación. Un pequeño paseo por la zona Sur —no sólo la de Juan Carlos Valdivia— muestra las construcciones en Calacoto o los nuevos templos del mercado y la cultura norteamericana como el Megacenter de Irpavi o el Multicine de la avenida Arce. La sociedad paceña —o la sureña— con Evo vive más cercana a la lógica de consumo estadounidense que con Sánchez de Lozada.
¿Pero entonces por qué la clase media no proyecta su futuro con el Presidente indígena? ¿Por qué se siente incómoda? Podría aventurar la hipótesis de que, efectivamente, es ella la que perdió parte de sus privilegios.
Por un lado, en la vida cotidiana sus posibilidades de emular a la aristocracia se redujeron: claro ejemplo es que en estos tiempos es una hazaña mayor conseguir empleada doméstica. Abundan las conversaciones donde las señoras clasemedieras se quejan de "estas cholas alzadas" que "ahora quieren tener horario, vacación, derechos, saber en qué va a consistir su trabajo" (es decir, los elementos básicos de un contrato laboral en cualquier Estado de derecho).
En muchas reuniones familiares he escuchado la misma cantaleta. Pero, por otro lado, la posibilidad de que la administración pública se convierta en el mecanismo de ascenso social se ha reducido.
La rotación de élites impuesta por Evo ha implicado que los cargos burocráticos sean ocupados por personas cuyas credenciales fueron construidas en las luchas sociales y no en la Universidad Católica Boliviana, por lo que la promesa de que el estudio en una escuela privada iba a asegurar un trabajo estable —especialmente en el Estado— se ha esfumado.
Por tanto, la clase media se ve obligada a descender sistemáticamente y en una generación quedar uno o dos peldaños más abajo; le quedan dos opciones: huir buscando otros horizontes que en verdad no son más que una ilusión (cuando salen del país no sólo siguen siendo clase media, sino que pierden su capital social, económico y cultural y todo es cuesta arriba) o aprovechar las oportunidades del mercado para capitalizarse y más bien ascender.
Los sectores populares tienen otro comportamiento, la historia les sonríe; y las altas oligarquías también juegan sus cartas con relativa astucia. Pero la clase media, como siempre, se siente angustiada y no sabe hacia dónde disparar. Por eso seguiremos escuchando, en gritos o susurros, la aburrida sentencia: "en este país no hay futuro para nuestros hijos".
Hugo José Suárez trabaja en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.