Por Salvador del Río(*)
Disputar a otros países de América Latina, especialmente a Brasil en lo económico y en lo social, el liderazgo que en los años de los gobiernos de la posrevolución se convenía por muchos motivos correspondía a México, sin que así lo proclamara, se ha convertido para el presidente Felipe Calderón en una obsesión que se manifiesta con frecuencia. El tratar de aparentar que los logros de México son superiores es una pueril demostración de ese empeño.
Hoy la pérdida de ese prestigio se manifiesta lo mismo en los resultados de una economía que ha generado el incremento de más de la mitad de la población total en situación de pobreza y en los altos y crecientes índices de criminalidad, así como en una política exterior basada en la subordinación a la de Estados Unidos. La abstención de México en la votación que decidió el ingreso de Palestina como miembro de pleno derecho a la organización de las Naciones Unidas para la ciencia y la Cultura, la UNESCO, es sólo una muestra de esa postura que despoja al país de la autoridad moral de la que gozó frente a otras naciones por su independencia y su libre determinación.
Algunos capítulos de la historia así lo demuestran. En octubre de 1973 el presidente de los Estados Unidos Richard M. Nixon hizo una llamada telefónica al presidente de México Luis Echeverría para pedirle, con el estilo impositivo de la diplomacia norteamericana, que votara en contra del ingreso de China a la Organización de las Naciones Unidas. En forma comedida, el presidente Echeverría respondió a su homólogo norteamericano que tomaba nota de su petición y le hizo saber que su voto sería emitido conforme a los principios de México en materia de política exterior. México votó a favor del ingreso de China y fue el primer país latinoamericano que estableció, de inmediato, relaciones diplomáticas con el gobierno de Mao Tse Tung.
Años atrás, en octubre de 1973, Echeverría aprovechó su gira por catorce países de Medio Oriente para entrevistarse en Alejandría con Yaser Arafat, el líder de la lucha del pueblo Palestino por la integridad de su territorio. Poco después el gobierno de México aceptaba recibir oficialmente a la representación permanente de la Organización para la Liberación Palestina con el rango de legación diplomática.
Eran los años en que la diplomacia mexicana se mantenía fiel a los principios de no intervención y defensa de la soberanía y de la autodeterminación establecidos en la doctrina surgida de la Revolución Mexicana, precisados en 1931 bajo el gobierno de Pascual Ortiz Rubio. Esa doctrina, enunciada por el canciller Genaro Estrada, sirvió para que México tomara decisiones sin ambigüedades en materia de política exterior: la condena de Lázaro Cárdenas a la invasión de Abisinia por las tropas de Mussolini; la acogida que el mismo gobierno del expropiador de las compañías petroleras extranjeras dio a cerca de treinta mil republicanos españoles perseguidos por la dictadura de Francisco Franco; la negativa del gobierno de Adolfo López Mateos, en 1962, a acatar la resolución dictada por Estados Unidos a la Organización de Estados Americanos para la ruptura obligatoria con el gobierno revolucionario de Cuba, o el exilio otorgado en los años setenta a miles de refugiados de la dictadura de Augusto Pinochet y de los gobiernos militares de Argentina, son algunas muestras del valor de esa política exterior respetuosa de la autodeterminación de las naciones y la solución de los conflictos internacionales por la vía del entendimiento y la negociación, nunca por la de las armas.
La estabilidad económica que los gobiernos de la posrevolución alcanzaron en su búsqueda de la justicia social, aun insuficientemente lograda, iba de la mano con una política internacional que frente a las grandes potencias del mundo permitía el mantenimiento de un equilibrio en el que a toda concesión razonable correspondía una reafirmación de los principios de la diplomacia mexicana.
Con la abstención del voto en la sesión del Consejo General de la UNESCO reunido el lunes pasado en su sede de París, el gobierno de Felipe Calderón se suma a la línea de los catorce países que votaron en contra del ingreso de Palestina a esa organización y a los cincuenta y dos que se abstuvieron contra los ciento siete que sufragaron a favor, entre ellos España, Francia y Bélgica en Europa, pero también a la mayoría de los latinoamericanos, con la excepción de Colombia y Panamá.
El pretexto aducido por la representación mexicana en la sede de París fue afirmar que la UNESCO “no es un foro competente” para la solución del conflicto entre Israel y Palestina en busca de un acuerdo que necesariamente deberá desembocar en el reconocimiento pleno del nuevo estado y su admisión como miembro de La ONU. El ingreso de Palestina a la UNESCO es un reconocimiento previo al derecho de ese pueblo a formar parte de la comunidad internacional y a un territorio como estado independiente, libre para tomar sus propias determinaciones.
Por segunda ocasión, Estados Unidos responde a una determinación de la UNESCO con la suspensión de la cuota que le corresponde entregar al organismo para su funcionamiento; la primera fue en 1984, cuando decidió retirarse al no tener la posibilidad de vetar las resoluciones del Consejo de la UNESCO, como sí la posee en el Consejo de Seguridad de la ONU.
El apoyo de las naciones que votaron a favor del ingreso de Palestina es, además de un reconocimiento a lo que será un nuevo estado de pleno derecho, la admisión de lo que la cultura de ese milenario país cercenado por los grandes intereses internacionales puede aportar a la humanidad; una aportación de paz y armonía internacional que México, entre otros países, desdeña en la declinación de su otrora potente y reconocida autoridad política y moral.
(*) Periodista y escritor