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La dimensión ética en la formación docente fundada en una pedagogía de preocupación por los “otros”

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Roberto Valdiviezo Luna

"lento viene el futuro

lento pero viene,

convaleciente y lento

remordido,

soberbio,

modestísimo,

ese experto futuro que inventamos

nosotros al azar.

Cada vez más nosotros

y menos el azar"

MARIO BENEDETTI

Resumen

En un tiempo de transformaciones, Bolivia necesita interesarse por una nueva educación y una formación docente capaz de llevar a la práctica tareas de inclusión que superen las exclusiones y discriminaciones, exigencia ineludible para una ética que se exprese en prácticas morales que reivindiquen la heterogénea composición étnica, cultural y lingüística del país, con un discurso capaz de aportar a las nuevas formas de entender las interacciones humanas, basadas en la alteridad, exigencia de una educación intercultural.

 

En estas circunstancias es ineludible abrirse a lo diferente porque vivimos en lo plural; por tanto, la formación ética de los futuros docentes, requiere de una pedagogía de respeto al "otro", al "diferente", para cumplir la tarea de cimentar la personalidad de mujeres y hombres, formándolos en una escuela del cuestionamiento y la disidencia en el buen sentido del término, para que se fortalezcan las capacidades de la reflexión, crítica, posicionamiento personal y de debate, como elementos dinamizadores de la nueva ética del compromiso, la solidaridad, la equidad, la justicia y la libertad, que son los pilares básicos de la nueva moral, preocupada por reivindicar los valores de la culturas ancestrales, de respeto a los otros y a la naturaleza.

Palabras clave: valores, crisis, cultura, identidad, diferencia, interculturalidad, formación, paradigma, naturaleza, diversidad, interacción, existencia, incertidumbre, cultura, homogeneidad-heterogeneidad, práctica.

Introducción

El hombre, ser complejo, es sobre todo un coexistente que responde a una realidad socio-histórica concreta y tiene en la educación la acción contributiva más importante para la transformación del mundo y de sí mismo, una sentida necesidad en tiempos en que la sociedad con muy bajas expectativas culturales y axiológicas, que pareciesen rayar en el nihilismo, aparece amenazada por la irracionalidad en el manejo unipolar del mundo que determina cambios en las formas de sentir, pensar, ser y hacer de hombres y mujeres, formas que establecen el surgimiento de visiones pragmatistas y cortoplacistas de mantenimiento obsesivo del poder, de una tendencia casi esquizofrénica en la acumulación del capital que caracteriza a la sociedad occidental, que influye drásticamente en el trastocamiento de los valores, en la pérdida de la preocupación ética y el establecimiento de una tabla axiológica antagónica al humanismo bien entendido, que hace abstracción de las inequidades, las injusticias y el sometimiento que arrastra a la miseria a miles de millones de personas en el mundo, que institucionaliza la mentira, el engaño, la corrupción y la explotación inmisericorde e irracional del hombre y la naturaleza, poniendo en serio peligro la vida en el planeta y la existencia misma de él.

La pérdida de credibilidad en circunstancias en las que se agudizan las contradicciones del sistema capitalista globalizado, con inusitados y vertiginosos avances científico-tecnológicos que aprisionan a la humanidad en una cultura trivial e intrascendente, empujándola hacia el individualismo egoísta y competitivo exige, a la educación en general y a la formación docente en particular, atreverse a asumir la tarea ineludible de contribuir al rescate de la dimensión personal y social del hombre. Se trata de superar la pérdida de identidades y de sentidos, para lograr ser "nosotros mismos" y establecer relaciones de alteridad con "los otros", no sólo respetando las características étnicas, culturales y lingüísticas, las cosmovisiones, saberes, simbolismos, códigos de interpretación y valores, sino construyendo los mecanismos que permitan reconfigurar la dimensión plural de la realidad social en nuestro país; de ese modo, se superaría la condición meramente discursiva de la interculturalidad, que postula la aceptación teórica de la diversidad cultural como un simple medio de convivencia entre iguales, sin llegar a cambiar las estructuras básicas del manejo del poder económico y político vigentes.

La prédica del respeto y la tolerancia a los "otros" sólo busca ocultar la intención de desnaturalizar la interculturalidad como factor de transformación social, que emerge con fuerza en nuestros días, rebasando la concepción de simple posibilidad para una nueva forma de relacionamiento interpersonal. Se trata de una verdadera y distinta alternativa de coexistencia, capaz de cuestionar la orientación del desarrollo hegemónico del capitalismo en todos los ámbitos de la actividad humana. Su dominio genera mucha violencia en el mundo e instaura diagramas de fuerza y de poder aplicables a la colectividad, a través de instituciones como la escuela y la iglesia, con el uso de ciertos principios normativos que acaban definiendo las relaciones necesarias para formar los sujetos colonizados que requiere el sistema capitalista para concentrar el capital, buscar el desarrollo y las transformaciones en función de los intereses de la clase dominante y la expansión de una periferia, cada vez más extensa, de hambrientos, víctimas del sistema. Tal situación es abiertamente condenada por los movimientos sociales que postulan la necesidad de reorientar la ética y, en consecuencia, luchan por salvar el planeta y, dentro de él, la vida. Ellos buscan establecer la solidaridad como sentimiento básico que alimente los principios de la complementariedad y la reciprocidad en dirección del "vivir bien en comunidad" ámbito de una nueva ética comunitaria y verazmente humanista.

En esta histórica cruzada, debemos atrevernos a mirar más allá del presente, venciendo los obstáculos, los fundamentalismos y los chauvinismos que nos distraen, nos retacean el tiempo y quitan la capacidad de volver sobre nosotros mismos, sobre nuestra cultura, para no seguir deambulando en un mundo intencionalmente enmarañado, cargado de mitos, hábitos y ritos que empujan a los hombres a seguir conductas estereotipadas con mensajes subliminales de sometimiento, consumo, competitividad, egoísmo e individualismo a ultranza. Parece que la sociedad se hubiese abandonado a vivir una especie de religión neotradicional que legitima lo sagrado abstracto con el fin de sacralizar las diferencias, el statu quo, ofertando, como toda creencia, una tonalidad de seguridad fundamentalista que busca consolidar los absolutismos trascendentes para desarraigar a los hombres de sus cosmovisiones, su cultura y sus convicciones y, de esa manera, adecuarse a esos fundamentalismos y al tono crepuscular de la época.

Es en estas circunstancias que los movimientos sociales cobran la importancia que merecen, porque ellos buscan rescatar a las personas no como simples conceptos sino como individuos reales, de carne y hueso, que responden a una cultura y un contexto específicos, con aspiraciones y fe en un futuro que debe ser construido colectivamente a pesar de las diferencias. Es, pues, menester horadar el sistema excluyente y explotador para consolidar el proceso de cambio en dirección de la construcción del Estado Plurinacional. En este propósito, lo que une a los pueblos campesino indígena originarios es su relación con la naturaleza, con el cosmos, tan consustancial para el sentido de su existencia junto a los demás seres.

Los pueblos originarios siempre se concibieron a sí mismos como seres inmersos en la naturaleza, como parte de la ella y no como algo esencialmente diferente y superior que caracteriza a la visión antropocéntrica de occidente. Debido a esto, se reivindica, por encima de todos los derechos, el derecho de la naturaleza, posición cosmovisiva clandestinizada por siglos pero mantenida por esos pueblos en toda su vitalidad. Tan es así que hoy puede constituirse en la mejor contribución a la crisis medioambiental provocada por el capitalismo salvaje depredador de la naturaleza, sustentador de la política de crecimiento productivo y del consumismo desenfrenado que postula. Ante esta realidad, se requiere de nuevas formas de entender el mundo, la sociedad, el hombre y su pensamiento. La urgencia es un desarrollo que recupere la unidad de todos los elementos y factores constitutivos de la "madre tierra", lo que supone superar los desequilibrios e iniciar, sin tardanza, el proceso de reconciliación del hombre con la naturaleza, necesidad que los movimientos sociales indígenas han comprendido a plenitud y, por tanto, actúan en consecuencia.

Desde los planos más profundos de tal necesidad, el pueblo boliviano, tan heterogéneo desde sus raíces, tuvo la capacidad de desarrollar valores que, hoy como ayer, entran en contradicción con el modelo económico, político, social y cultural imperante, que privilegia la fría competitividad y el egoísmo y sus nefastas consecuencias, buscando formar al ser humano en los marcos de la autosuficiencia, libre de responsabilidades sociales y amante del éxito, entendido éste como la capacidad de acumular bienes materiales y poder individual.

Insertos como nos encontramos en el proceso de globalización de carácter planetario, que alcanza a los diferentes niveles y ámbitos del quehacer humano, es evidente que hoy se vive un tiempo tan crítico por la velocidad con que se producen los cambios científico-tecnológicos con fuerte incidencia en la educación, que permiten ver el surgimiento y la sucesión de nuevos paradigmas que requieren de nuevos comportamientos. Los cambios científico-tecnológicos son tan raudos y evidentes, que no es fantasía afirmar que vivimos la era de la microelectrónica, de la cibernética, del ciberespacio y de la oficina virtual. Pero también existen cambios en las estructuras productivas y en la economía financiera, habiendo adquirido un rol inusitado e incidido en la profunda crisis que pone en vilo al capitalismo, el que consumió 15 trillones de dólares en pocos días para salvar el sistema financiero que lo sustenta. Una lacerante realidad que fue denunciada por el teólogo y escritor Leonardo Boff en la novena versión del Foro Social Mundial, llevado a cabo en la ciudad brasileña de Belén del 27 de enero al 1° de febrero del 2009. Hablamos entonces de una crisis terminal que devalúa el trabajo generando cambios en las relaciones de poder y en la configuración de centros imperiales, traducidos en bloques y megabloques como la Unión Europea; cambios climáticos, consecuencia de los agujeros en la capa de ozono producidos por la esquizofrenia productiva del capitalismo, lo que ocasiona actualmente daños irreparables a la vida; en fin, estamos transitando por una cultura de la muerte que destruye paulatinamente la cultura de la vida que es reivindicada por las naciones, pueblos o grupos étnicos ancestrales del Abya Yala.

En estas circunstancias, se suceden constantemente las preocupaciones por la crisis axiológica que nos toca vivir, que permite afirmar la inversión o la pérdida de valores y la consecuente invasión de la inmoralidad y la corrupción en todas la esferas de la vida; frente a tal situación, se hace imprescindible tratar de explicar y dar cuenta de qué somos hoy y cómo actuamos en este momento de la historia. Para ello, es necesario excavar la realidad sobre la que actuamos, es importante saber por qué hacemos lo que hacemos, es decir, asumir la responsabilidad de diagnosticar el presente como aconsejaba Foucault. Esto posibilitaría construir mínimamente un acercamiento a la verdad de una determinada situación que requiere ser modificada. Se trata de dar respuesta a la urgencia de futuro que reclama la humanidad, asumiendo el imperativo de orden categórico de hacernos cargo de nuestro ser hombres, de nuestro ethos heterogéneo sustentado en la diversidad que requiere de nuevos proyectos de educación y formación docente, que justifique la creación de espacios éticos que fortalezcan la construcción de subjetividades descolonizadas y abiertas al reconocimiento de los otros, de sus identidades y diferencias. Por ello, comprender la necesidad de una pedagogía de preocupación por el otro, sustentada en relaciones sociales simétricas, es ineludible, particularmente en países donde la diversidad étnica y cultural constituye la médula existencial de los mismos que, más allá de la búsqueda de seguridades, genere la práctica del debate, de la confrontación constructiva que permita saborear los riesgos de la existencia que conducen a la capacidad del asombro que debe caracterizar a los seres humanos.

El mundo capitalista, el hombre y la antinomia entre el ser y el tener

Desde el momento mismo de la invasión de los españoles al Abya Yala se inició el proceso de colonización, sustentado en la ética judeo-cristiana y el manejo del poder casi omnímodo por los invasores, expresado en un abierto desprecio por todo lo material y lo corpóreo. Se consideró esta materialidad como simple apariencia y fuente de error y pecado que impedía el acercamiento al mundo trascendente de la eterna felicidad, lo que significa que el destino del hombre no está en este mundo; por tanto, se predicó la necesidad de la pobreza como una virtud para que, por esa vía, los foráneos pudieran apropiarse de los bienes, de las tierras y hasta de las vidas de los originarios. En un retroceso histórico, se instauró el vasallaje en el continente invadido, mientras en Europa se iniciaba la marcha por las sendas de la modernidad.

La vida social en la colonia estaba caracterizada por la dualidad entre el ser y el tener, dualidad que, lamentablemente, aún no ha sido superada. El primero correspondía a los sometidos y empobrecidos por la fuerza, que sólo tenían ante sí la posibilidad de desarrollar el bien ser para acceder al mundo de la felicidad eterna, un mundo de compensación a la infelicidad y los sufrimientos generados por los sistemas de la mita y la encomienda en el nuevo mundo. "Escuchad hermanos míos carísimos: No escogió Dios a los que son pobres según el mundo para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del reino, que tiene prometido a los que lo aman" (Santiago: 2,5) pero que, paradójicamente, servía para enriquecer a los opresores que priorizaban el tener más y más, como requisito de la dignidad y la felicidad de ellos.

La situación descrita fue objeto de pocos cambios en el transcurso del tiempo, a tal punto que la prioridad del tener sobre el ser continúa en el presente. La influencia posterior del pragmatismo utilitarista y, en última instancia, de la moral individualista impuesta por la burguesía, que absolutiza las categorías economicistas de rentabilidad, costo-beneficio, eficiencia y eficacia entre otros, para valorar los actos humanos, en un inconfundible culto al dinero que dinamiza la cultura occidental del tener más.

Expresión de esta realidad son las denuncias de Leonardo Boff en la reunión con jóvenes en el Foro Social Mundial ya mencionado, cuando señala que el capitalismo voraz acumulador de riquezas, depredador del medio ambiente, creador de las desigualdades entre los hombres y absolutizador de las leyes del mercado en beneficio de una minoría privilegiada, certifica sus falencias cuando en el mundo, cada cuatro minutos, una persona pierde la visión como consecuencia de la carencia de vitamina A; cada cinco segundos, un niño menor de un año muere de hambre o desnutrición. Mientras, la competencia, la acumulación, la ostentación y la falta de solidaridad predominan en la actual sociedad, donde los ricos son cada vez menos pero más ricos y, sin embargo, alegan permanentemente no poseer recursos para promover la educación y la salud, para salvar el planeta o aplacar el hambre que se extiende por la tierra. Contradictoriamente, gastan tanto en las políticas de invasión y guerra que poco o nada hacen por superar la pobreza, resultado de la imposición de sus propias políticas. Todo esto constata su rotundo fracaso en el mundo y plantea la necesidad de construir otro, pues la consigna de los movimientos sociales a nivel planetario de que "otro mundo es posible" constituye una verdad axiomática.

Esta situación, tan dramática por cierto, ha profundizado la brecha que separa a los pobres de los ricos a tal extremo que "El activo de las 358 personas más ricas del mundo, es igual al ingreso combinado del 45% más pobre de la población mundial, equivalente a unos 2.700 millones de personas" (Barahona: 1997- 5). Esta es la prueba contundente de la irracionalidad del sistema imperante. Una realidad consumada y definitiva para los apologistas del neoliberalismo y sustentadores del fin de la historia, que agiganta las fauces del monstruo hobbesiano, para que el Leviathan contemporáneo tenga, en los sectores marginados de la sociedad, sus víctimas permanentes, de modo que los pueblos se enfrenten fatalmente a la perspectiva cerrada de girar en redondo, presos del presente, sin futuro, con pérdida de la visión ética y la institucionalización de la inmoralidad, la simulación, la hipocresía, el engaño y la corrupción, consustanciales al modelo neoliberal.

La humanidad vive una profunda crisis que, según Rodolfo Romero, es una crisis de cultura y civilización que "... interpela a la conciencia del mundo y pone en duda los intereses y valores que los sistemas sustentan. Es una crisis que impacta a los mismos fundamentos éticos de nuestras sociedades" (1997: 5). Se trata de una crisis que busca anular nuestra capacidad de soñar y a la que rechazamos enfáticamente.

Este estado de cosas llega a todas las esferas de la actividad humana de las que no escapa la educación, situación que merece una profunda reflexión sobre la acción formativa de los docentes en circunstancias de evidente ruptura de la relación existente entre la razón, que explica las acciones, y el momento histórico que nos toca vivir, para reconocer el desfase entre los ideales y la realidad, que va interpelando a las instituciones formadoras de maestros sobre su acción en la complicada temática de la formación ética. Sobre este problema se pretende realizar una tentativa de reflexión, bajo la convicción de la urgencia que imponen los cambios a los que todos los maestros estamos obligados a contribuir, comprendiendo que "Las crisis como desajustes en relación con el todo que ya no responde a las aspiraciones y conducta que exigen las nuevas modalidades de la vida, son la búsqueda de una nueva concepción y una nueva posición ante la vida" (Carranza: 1992 - 42). Las crisis son, afortunadamente, los supuestos de la transformación. El mismo autor, previamente señala: "Bien podemos sentar como premisa que toda crisis cultural es ya el anuncio de una revolución. Y es que los desajustes en las relaciones de trabajo, producción, mercado, consumo se expresan de modo inmediato y vivencial en la actitud ante la vida y ordenamiento jerárquico de los valores, todo un estado de efervescencia que presagia cambios revolucionarios de diferente magnitud y modalidades según cuáles sean la ideología, sus posibilidades materiales y humanas" (1992: 39).

Esta percepción de la crisis cultural, como fundamento de la revolución, explica la emergencia de los movimientos sociales y sus demandas de transformación que, en nuestro país, apuntalan un proceso de cambios desde las bases y desde el gobierno, asumido por un indígena que apuesta por el hombre, planteado no como una mera abstracción, una generalidad, sino como una realidad viva, concreta, existente, diversa y elemento constitutivo del Estado Plurinacional

La formación en valores, reto de la contemporaneidad

En las circunstancias descritas, es comprensible el redimensionamiento de la importancia del problema ético, particularmente en el ámbito educativo que es el que tiene el desafío de estructurar una nueva visión en la formación de valores, que permita a las nuevas generaciones enfrentar el estado crepuscular y de muy bajas expectativas de la época, debido a los procesos de desestructuración social que han conducido a la humanidad a la falta de fe, a las incertidumbres y la pérdida de sentido sobre su propia realidad existencial y coexistencial.

Esta emergencia de la preocupación ética pretende constituirse en una respuesta a los extravíos a los que, lamentablemente, nos condujo la crisis de la modernidad, transformando radicalmente el sentido de la vida en su dimensión individual y colectiva. Las certezas y los sentimientos de seguridad que orientaban las acciones de hombres y mujeres en el pasado, para una convivencia social sin mayores complicaciones, han dejado de tener validez en la actualidad. Tal vez esa sea la razón más significativa para que la ética cobre una inusitada importancia en los últimos años; en consecuencia, es necesario e ineludible asumir la primera persona para cuestionarnos acerca de lo que somos, de lo que decimos y por qué lo decimos, de lo que hacemos y por qué lo hacemos, es decir, restituir a la ética y a la moral su centro de gravedad y punto de partida que es el ser humano. Ellas requieren con urgencia profundizar la noción antropológica que interprete el ser en una dimensión totalizadora, capaz de rebasar la clásica pregunta ¿qué es el hombre? La ética puede constituirse en un mecanismo que ayude a la comprensión del mundo, la sociedad, el hombre y su pensamiento, de tal modo que se abran nuevas posibilidades, con nuevas pautas, para la actuación humana en ámbitos de complejidad e incertidumbre.

El retorno a la preocupación ética, consecuencia de la revolución tecnológica generadora de la dinámica globalizadora, manejada por el neoliberalismo para la expansión del capitalismo salvaje, que instaura un proceso de acumulación basado en políticas aberrantes de reducción de salarios, desocupación y desmantelamiento del estado social benefactor, que permite acceder a ganancias ilimitadas sustituyendo al hombre por el consumidor, con reglas establecidas por el libre mercado, absolutizadas a tal extremo que se yerguen por encima de la humanidad y la naturaleza. Se trata de una preocupación válida y necesaria para la formación de la conciencia de los hombres en una coyuntura de transformaciones y en función a una visión de pertenencia a la naturaleza; consecuentemente, de estrecha relación con ella en un doble proceso de acción y reacción que estructura la base cognoscitiva del mundo por el hombre, tal como lo plantea categóricamente Mao Tse Tung.

Esta realidad de interacción entre la naturaleza y el hombre tiene, en las culturas ancestrales, una importancia que superó todas las vicisitudes del largo proceso de colonización, hasta convertirse en una sólida conciencia ecológica que hoy emerge con fuerza en la defensa y cuidado del medio ambiente. Este constituye uno de los factores importantes de preocupación ética, en una proyección mundial de cultura básica de la humanidad, donde las expresiones particulares surgen demandando con todo derecho, el reconocimiento a sus identidades y diferencias, mucho más en un momento en el que el proceso globalizador insiste en avasallarlos a pesar de los evidentes desgarros del neoliberalismo, expresión de su inminente fracaso. Por tanto, este es un nuevo problema para la reflexión ética por sus connotaciones sociopolíticas y culturales, dado el hecho de que el modelo neoliberal llevó a extremos la inequidad económica, la injusticia social y la exclusión, convirtiendo la multifacética actividad humana y la multiplicidad de la naturaleza en simples mercancías; arrastrando, de esa manera, a los trabajadores y sectores populares a una miseria en crecimiento, "Librada al principio del interés y la mercantilización de la vida y los recursos, la política, deja de ser un espacio inclusivo para convertirse en otro pragmático y utilitario" (De Alarcón: 2008 - 351)

El siglo y el milenio nuevos por los que transitamos nos enfrentan con rudeza a una realidad de crecientes incertidumbres, las que parecieran imponer la pérdida, cada vez mayor, de la capacidad de previsión del hombre sobre el futuro, hecho que deja abierta y sin respuesta una serie de interrogantes sobre el cosmos, la vida, el hombre, la sociedad, la cultura, etc. La realidad necesita ser releída y reinterpretada, por lo que cabe preguntar ¿hasta qué punto el conocimiento humano garantiza la fidelidad de esa relectura? ¿No será que tal conocimiento es otra "aventura incierta que conlleva en sí misma y permanentemente el riesgo de ilusión y de error", como sostiene preocupado Edgar Morin? (1999 - 41).

Ante tal evidencia, es importante asumir la responsabilidad de enfrentar la incertidumbre desde los ámbitos de la educación y la formación docente, a pesar de las ambivalencias y el trastocamiento de los valores, razón por la que surge la necesidad de reconsiderar el problema del conocimiento, libre de la imposición epistémica del pensamiento occidental que desprecia o descalifica los saberes y las tecnología de los "otros" por su "particularismo" o "localismo", frente a la universalidad de aquél y la pretendida superioridad del modelo civilizatorio europeo. Esta reconsideración debe hacerse desde perspectivas socio-históricas y superar todas las dudas para darle nueva significatividad y contenido a la búsqueda permanente de la verdad, abriendo espacios para el tratamiento de la diversidad cultural en procesos dialógicos de aporte y aprendizaje, más allá de los reconocimientos formales que sólo buscan orientarlo al pasado para evitar dar respuestas a las exigencias de los movimientos sociales, ubicados en el presente pero sin desconocer el influjo de la dimensión y sentido de ese pasado para, de ese modo, asumir la construcción del futuro desde las perspectivas de la diversidad que constituye al Estado Plurinacional de Bolivia.

En el marco de estos propósitos, es menester cuestionar la conciencia y sus complejidades para entender la ética del género humano en su triple dimensión de individuo, sociedad y especie, dimensión que no puede ser separada por su complejidad, sus permanentes interacciones y su recíproca determinación. En función de esa irrefutable verdad, es importante educar la comprensión como el medio más eficaz para la comunicación que concluya en entendimientos, ya que ella constituye el eje dinamizador de la educación y arrastra las limitaciones que la crisis impone con incidencia negativa en la formación en valores. Por ello es deseable el establecimiento de relaciones de alteridad que permita nuevas interacciones entre la sociedad y los individuos a través de la práctica de una auténtica democracia participativa, como mecanismo de inclusión y justicia a las culturas originarias, subalternizadas por el manejo del poder o clandestinizadas como mecanismo de preservación por sus propios cultores y en sus propios territorios.

Saber decidir en ámbitos de incertidumbre para actuar en consecuencia es pasar de un análisis genérico y abstracto a otro concreto del problema de los valores, un análisis que comprometa a los profesores a asumirlo en la dimensión real de las prácticas, hábitos y costumbres de la colectividad, sin esperar de ellos "...virtudes educativas infinitamente más grandes que las de la sociedad que las delega" (Perrenoud: 1996 – 121-122) el mismo autor se cuestiona: "¿Cómo se puede enseñar serenamente a una sociedad como esta? ¿Y cómo no enseñarla?" Una disyuntiva que exige ser respondida, creando "...situaciones que favorezcan verdaderos aprendizajes, tomas de conciencia, la construcción de valores, de una identidad moral y cívica" (Ibid).

Consecuentemente, construir espacios que favorezcan una educación en valores, es hoy un imperativo ineludible. Animarse a diseñar el perfil de tal educación requiere rebasar horarios y asignaturas específicas para llegar al currículo mismo, venciendo los posicionamientos dogmáticos que pretenden asegurar la verdad ética en la autoridad, la tradición, el mito o la religión, los que lamentablemente instauran la intolerancia, matan la autonomía e ignoran las relaciones de asimetría existentes en el tejido social boliviano.

Sin lugar a ninguna duda, la educación guarda estrecha relación con la ética porque ella recibe los impulsos y valores de la sociedad en la que se halla inmersa, realidad que se complejiza en nuestro caso por la heterogeneidad cultural vigente. Es innegable que los procesos de aprendizaje y enseñanza son más amplios que la transmisión de contenidos en función de un desarrollo meramente cognoscitivo, lo que significa que la educación es mucho más que la escuela, reconocimiento que exige asumir la necesidad de repensar la coyuntura para entenderla, explicarla e intentar dar respuestas a la crisis a partir de una profunda reflexión sobre el ser humano contextuado, que responde a determinadas circunstancias y a matrices culturales diferentes. Ello limita una crítica a la sociedad desde el presente y desde perspectivas de validez universal, es necesario asumir las particularidades y su dependencia de factores socio-históricos y político-culturales, es decir, examinar el estatus ontológico del presente, destacando sus contingencias históricas. Se trata de aquella preocupación sobre la comprensión crítica del presente planteada por Foucault y que Tamayo y Martínez, apoyados en Couzens, denominan ontología de nosotros mismos , para desarrollar en los estudiantes la capacidad reflexivo-crítica, enfrentar la racionalidad dominante y cuestionar el modelo ético basado en verdades absolutas y universales sobre la naturaleza humana.

Lo que se requiere hoy, aun para la llamada "posmodernidad", más allá de la ruptura de la universalidad de la ciencia o las teorías que permiten plantear el fin de los metarrelatos, es intentar comprender las circunstancias en medio de las que nos movemos, es decir, diagnosticar el presente para responder a la angustiante pregunta de todos los tiempos: ¿Qué es el hombre? ¿Qué somos hoy, en este preciso momento?, planteadas por Foucault como ya lo anotamos. Un cuestionamiento antropológico que es capaz de devolverle a la ética y a la moral su centro de acción: el ser humano, lo que fertiliza el campo de la reflexión para su conceptualización que, a su vez, exige la complementación de otras preguntas que fortalezcan las bases de sustentación teórica. El diagnóstico es una instancia imprescindible en la reconstrucción no de la verdad misma, sino de los momentos de la veracidad de unas u otras circunstancias de vida, para que los hombres nos hagamos cargo de su transformación en dirección de una existencia con justicia, libertad, solidaridad y bien común, en dirección del "vivir bien en comunidad".

Con tales propósitos, es perfectamente comprensible que la interpretación de la realidad a la que los individuos deben ajustar sus acciones, ya no funciona como algo compartido por ellos en el seno de la sociedad, se trata de un orden establecido que se derrumba. Esta situación debe ser enfrentada de tal modo que se pueda buscar los elementos que estructuren nuevas formas de pensar y entender el mundo. Es importante asumir otras actitudes y generar la posibilidad de establecer nuevas formas de interacción entre la ética y la educación, de modo que ella contribuya a la transformación de las prácticas formativas y educativas en el proceso enseñanza-aprendizaje, el que, junto a las ciencias de la educación, no puede separarse de las disciplinas socio-éticas. Unir los valores al proceso de construcción de los conocimientos, a la producción de bienes, a su distribución y consumo equitativos, es un imperativo del presente.

En el tratamiento serio del problema, esos dos elementos tienen que ser asumidos en su indisoluble interacción, pues la veracidad objetiva de los principios del conocimiento científico y de los saberes de las culturas originarias se conjuga orgánicamente con los principios y relaciones axiológicas al interior del propio conocimiento científico o de los saberes, determinada por la exterioridad de la realidad tanto natural como social. Es importante entender que así como "...la filosofía debe ser científica para influir positivamente en la ciencia, del mismo modo los principios socio-éticos y humanitarios del conocimiento pueden desempeñar su papel catalizador y estimulador en búsqueda de la verdad si expresan las tendencias progresistas del desarrollo social y sirven en bien del hombre y de la humanidad" (Frolov: 1987 - 63). Sólo de esa manera los valores podrán constituirse en valiosos mecanismos reguladores del avance de la ciencia y la tecnología, del reconocimiento de los saberes ancestrales; es en esa dimensión que los principios metodológicos del conocimiento deben ser concebidos.

La necesidad de una educación en valores requiere de una formación previa de los futuros docentes, un reto pedagógico de la contemporaneidad que tiene que ser asumido. La preocupación no es nueva, lo novedoso e importante son las condiciones sociales concretas de existencia de la humanidad, de resurgimiento de las nacionalidades o pueblos originarios, con cosmovisiones, saberes y prácticas arrastradas subterráneamente por siglos, que hoy salen a la luz y requieren ser tomados en cuenta para su proyección en el siglo XXI por el que la humanidad transita, cuya dinámica es diferente a la del anterior. Hoy la educación y la formación en valores adquieren una mayor significación porque deben responder a contextos de globalización neoliberal, que abarcan todos los aspectos de la vida material y espiritual, constituyendo el problema más complejo y acuciante de los últimos tiempos por los riesgos que supone el dominio unipolar del mundo, un dominio que busca imponer sus esquemas de vida y de acción en contra de las características y la identidad histórico-cultural de los pueblos. Pareciera que detrás de la aparente atención a la multiculturalidad, con la propuesta conceptual de una educación intercultural sin aplicación práctica, se buscara, de manera solapada y sutil, la homogeneización cultural, pues se promueve los valores propios de la sociedad de consumo como la competitividad, el egoísmo y el individualismo en desmedro de la convivencia solidaria.

El sentido del multiculturalismo y la interculturalidad

La realidad social contemporánea en Bolivia y gran parte de la región exige la construcción de una nueva universidad que sea capaz de reivindicar la diversidad como su componente más importante, lo que supone la implementación de escenarios de flexibilidad pedagógica, de nuevas técnicas y procedimientos que hagan posible la emergencia de instituciones de formación profesional dialógicas, que prioricen el intercambio de saberes, conocimientos y tecnologías en sociedades plurales, pues todos ellos, de alguna manera, están supeditados al intercambio entre modelos diferentes de pensar y hacer; por tanto las connotaciones de la interculturalidad no son jamás neutras; de las relaciones socioeconómicas desiguales surgen las hegemonías, en las que los grupos más fuertes imponen no sólo valores, sino decisiones y conductas que terminan estableciendo valoraciones inequitativas; entonces no son pues, en última instancia, las culturas las que se relacionan, sino los sujetos; por tanto... "Más que de educación intercultural, como si las culturas fueran homogéneas, deberíamos hablar de educación para la diversidad" (J. Serrano: 1998-92).

Frente a tal situación lo que se busca es construir los mecanismos que nos permitan reconocer y aceptar la composición "pluri" de nuestros países en condiciones no sólo de igualdad retórica sino real, de participación en la política, en la propiedad de la tierra, en la justa distribución de bienes, en el derecho a la salud y la educación, lo que demanda abrir la educación superior a sociedades heterogéneas que necesitan hacer suyo la realidad plurinacional de nuestro país, que postula la educación intra e intercultural, no como simples conceptos carentes de contenido, sino como presencias tangibles que configuran el Estado Boliviano en dirección de su propia transformación.

Frente al manejo generalizado del término multiculturalismo, es necesario señalar que, en su sentido descriptivo, hace referencia a la coexistencia en un mismo territorio de grupos con diferentes posiciones cosmovisivas, culturales, simbolismos, códigos de interpretación y de acción ética, prácticas educativas, costumbres, creencias, etc., que establecen modos de pensar, sentir y ser, sin hacer referencia a las interacciones que pudieran existir entre ellos. Esta evidente realidad en el país acaba configurando un complejo mosaico pluricultural que abarca naciones, pueblos y grupos étnicos menores, que suman treinta y seis con varias lenguas en vigencia, algunas en peligro de extinción, que establecen relaciones interculturales, razón suficiente para plantear su rescate y conservación.

La interculturalidad, por tanto, en su acepción más generalizada, hace referencia a la relación entre culturas, es decir, un encuentro entre diferentes que abre todo un abanico de posibilidades de interacción y relacionamiento. Esta manera de entender la interculturalidad, sin ser falsa es insuficiente, debido a que está ausente un posicionamiento crítico sobre la cultura y la pretensión de ciertos grupos que buscan legitimidad y presencia real frente a otros, lo que genera espacios complejos de conflictividad, debido a que intervienen diagramas de poder manejados desde ciertas instancias institucionales, con normativas que persiguen establecer relaciones en función de sus intereses o expectativas, de las que no escapa ni siquiera el sujeto que realiza el análisis. Cuando se habla de interculturalidad, no se trata solamente de una construcción conceptual ni de un simple giro epistémico, sino de tomar en cuenta las contradicciones que se dan en las relaciones culturales, marcadas por el conflicto y las mismas contradicciones que se sustentan en las situaciones de dominación, colonialidad y marginamiento.

Para lograr el mayor acercamiento a la comprensión del fenómeno de la interculturalidad, es importante vindicar la connotación política del mismo, de tal modo que se pueda diferenciar la condición dominante o subalternizada de la cultura y la posibilidad de que la relación entre ellas responda a objetivos emancipatorios o, por el contrario, a formas sutiles de neocolonización por parte de quienes detentan el manejo del poder e incorporan el discurso de la igualdad y el respeto a las diferencias, justas reivindicaciones de los pueblos originarios vaciadas de contenido y desnaturalizadas en su esencia, de manera tal que la meta no sea la construcción de sociedades igualitarias, sino el mantenimiento del statu quo en desmedro de las aspiraciones de transformación radical de las relaciones sociales, en estados donde la diversidad es una realidad inocultable; por tanto, "...la lógica de la interculturalidad compromete un conocimiento y pensamiento que no se encuentra aislado de los paradigmas o estructuras dominantes; por necesidad (y como un resultado del proceso de colonialidad) esta lógica 'conoce' esos paradigmas y estructuras. Y es a través de ese conocimiento que se genera un pensamiento 'otro'" (C. Walsh: 2007-181). Esta es la visión en el tratamiento de la interculturalidad desde la óptica de los mecanismos de poder oligárquico.

Por las consideraciones hechas, la interculturalidad no debe reducirse a un proyecto de coexistencia diferente que cuestiona a una cultura y civilización hegemónica que arrastra a la miseria a millones de personas para beneficio de unos cuantos, una cultura que ha ingresado en una crisis tan profunda que impacta los fundamentos éticos de la sociedad. La comprensión plena de la interculturalidad exige inexcusablemente la práctica de interacciones de ida y vuelta entre posturas culturales diferentes, obligadas a negociar a fin de superar el manejo unilateral del poder que establece relaciones de dominación, injusticia, inequidad y exclusión; se trata de superar la concepción de interculturalidad como simple diálogo respetuoso y equilibrado entre diferentes, para asumir otra desde posiciones críticas como la relación entre las culturas campesina indígena originarias y la cultura occidental, en la perspectiva de superar las desigualdades, las conflictividades, las asimetrías y el manejo del poder de unos sobre otros, de manera que el efectivo reconocimiento del valor y la dignidad de las culturas ancestrales permita, a su vez, reconocer la validez de sus contribuciones en el campo del conocimiento, de la técnica y de los saberes milenarios con sentido profundamente liberador, única manera de constituir una verdadera interrelación cultural que permita avanzar en la construcción del Estado Plurinacional, con clara visión de una eticidad diferente, fundada en relaciones de equidad entre los seres humanos y de respeto al medio ambiente, a la Pachamama que se constituye no sólo en la madre tierra, sino en el vientre nutricio que alimenta a toda forma de vida.

Buscar nuevas formas de articulación de la sociedad para enfrentar al neoliberalismo, reconocer la importancia de los movimientos sociales en sus justos planteamientos reivindicativos, reflexionar y valorar la crítica al modelo y el cuestionamiento al ejercicio de la democracia y al carácter colonial del estado y sus relaciones mercantilistas, que han socavado las bases de la sociedad entendida no como una simple suma de individuos, sino como la interrelación de los hombres entre sí y de éstos con la naturaleza, es un desafío para la educación y para la formación docente desde perspectivas éticas, las que deben preocuparse por la transformación del estado de cosas con mirada comunitaria y articulaciones colectivas, pues es hora de entender que los movimientos sociales, a pesar de sus limitaciones, se han constituido en los actores plurales que representan a diferentes organizaciones pero que confluyen en la necesidad de trabajar colectivamente por las transformaciones sociales, políticas y culturales que hagan posible el reconocimiento de sus intereses y aspiraciones. Solamente de esa manera se podrá comprender que los objetivos de la lucha de los movimientos sociales para transformar el orden establecido tienen, en la ética, un norte, pues es en ella donde podemos encontrar los elementos para enfrentar los problemas de la cotidianidad y un nuevo sentido de la vida, en un tiempo tan significativo debido a que los bolivianos estamos ante el umbral más importante de la historia para lograr esas ansiadas transformaciones.

Contribuir a la comprensión de esta problemática y a la construcción de esa realidad es una responsabilidad histórica de la que las universidades no pueden sustraerse, por el contrario, ellas deben contribuir al reconocimiento y resignificación de las expresiones culturales, en un proceso dialéctico que afiance los límites identitarios y diferenciales de las mismas.

Esta situación reclama la urgencia de implementar la práctica de la interculturalidad en las dimensiones y complejidades anotadas para, de ese modo, superar las limitaciones en su tratamiento, muy débil en la reflexión crítica, el debate y la investigación de la educación superior, la que aún se mueve por las sendas homogeneizantes de las subjetividades y las específicas expresiones culturales. Por tanto, la interculturalidad, más allá de las simples relaciones entre diferentes culturas, debe abrir las puertas a una creciente convergencia de identidades para superar el extravío de sentidos, reforzar los valores, representaciones y conocimientos, de manera que sea posible dejar atrás las concepciones homogeneizadoras y establecer criterios, técnicas y prácticas emancipatorias que fortalezcan las diferencias desde espacios de inclusividad. Consecuentemente, los centros de formación docente deben responder al desafío de estructurar modelos de educación intercultural propios, si bien heterogéneos, en su aplicación a las diferentes situaciones etno-cultural-lingüísticas, universales en su concepción básica. Para tal efecto, las universidades deberán transformar, necesariamente, sus visiones y misiones, reformular sus objetivos y proponer nuevas mallas curriculares que la diversidad del país reclama. Este es el gran reto que debemos asumir no sólo porque nos impone las circunstancias de los tiempos de cambio que vivimos, sino por una profunda convicción y responsabilidad ética.

La interculturalidad entendida como mecanismo contributivo a los procesos de cambio social que afecte radicalmente las estructuras, las instituciones y las normativas de la actual sociedad ha sido planteada por los movimientos sociales en dimensiones que rebasan la educación y alcanzan al Estado, razón por la que adquiere connotación política ligada a las demandas de sus diferentes organizaciones para la construcción del Estado Plurinacional que la nueva Constitución Política del Estado establece.

Reducir la interculturalidad al tratamiento del bilingüismo entendido como exigencia ética para la enseñanza de la lecto-escritura en las lenguas maternas (educación primaria) , como ocurrió con la reforma neoliberal establecida por la Ley 1565, tiene su lado oscuro. No se trata sólo de la continuación de la "Extirpación de idolatrías, sino también empeñarse en invertir recursos públicos en proyectos que, en primer lugar, no son demandados por las comunidades amerindias y, en segundo lugar, en el caso de que sean implementados, no tienen ninguna perspectiva de que sean sostenibles, pues no existe una oferta letrada en las lenguas amerindias que les permita a éstos usar más tarde lo aprendido en sus aulas" (Medina: 2000 – 15-16). He ahí una punzante arista de la problemática intercultural como medio de viabilidad histórica del país, en circunstancias en las que las rupturas neoliberales requieren de agentes de cambio -los maestros- que prioricen la reflexión acerca del sentido de la educación con la finalidad de transformarla. Este es un desafío que debe ser respondido para iniciar la batalla desde las perspectivas históricas, culturales y morales de las poblaciones originarias que conforman, en nuestro caso, la bolivianidad.

Es tiempo de aprender a compaginar nuestras diferencias tomando en cuenta las prácticas valorativas propias de cada expresión cultural, razón por la que es posible afirmar que la ética no ha sido, no es ni será nunca una disciplina ajena a la integración de "los diferentes", porque ella se nutre de las historias de los pueblos. Un sistema de valores está condicionado por las formas existenciales que caracterizan a una sociedad en la que los sujetos viven e interactúan; consecuentemente, la educación y, de modo particular, la formación docente deben interactuar a objeto de transitar hacia el logro de una sociedad cada vez más integrada, que permita lograr la unidad nacional fundada en las diferencias, con ansias de justicia, amor a la libertad y respeto a las prácticas y creencias de los otros, capaces de estructurar valores que no sean medidos exclusivamente desde los planos de la racionalidad occidental, sino desde las diversas formas de ser que estructuran las diferentes culturas que configuran la realidad nacional, pese a los desafíos, las incertidumbres y la falta de sentidos que caracterizan estos tiempos a los que algunos llaman la posmodernidad. "...vivir significa compartir recursos y conocimientos, preservar la riqueza natural y la diversidad de las culturas, aceptar a la vez la identidad y las diferencias para vivir en armonía. Por eso es que consideramos que la educación es la clave del futuro. Una sociedad capaz de recibir una educación de calidad en todos los niveles es una sociedad capaz de ser libre, democrática y pacífica" (A. Hein: 2000-19)

En tales circunstancias, los sistemas educativos de muchos países se encuentran ante el reto de ofrecer una educación desde el rescate, el reconocimiento, el respeto y la proyección de lo diferente, de "los otros". Tal exigencia requiere de una nueva política de formación docente que haga de los maestros profesionales de la educación, abiertos a lo plural para contribuir al establecimiento de una convivencia entre diferentes, preocupados por el "otro", con una clara visión de alteridad como una nueva forma de interacción humana, sustentada en la igualdad generada por las relaciones de simetría económica y política que viabilice el establecimiento de prácticas formativas desde la heterogeneidad, abiertas al debate y al disentimiento,

El problema axiológico en la formación docente

Estamos en la encrucijada de las exigencias sociales para elevar la calidad de la educación y la consecuente necesidad de trabajar la nueva visión de la formación docente, que haga de los maestros profesionales capaces de enfrentar la diversidad cultural y guiar a los estudiantes en el proceso de construcción de los conocimientos, la formación de actitudes y valores, en vez de ser simples transmisores de saberes esquemáticos y descontextualizados. Se precisa profesionales reflexivos, críticos, creativos y cuestionadores de su propia práctica, que puedan responder a la dinamicidad del proceso aprendizaje-enseñanza, por un lado, y, por otro, al reconocimiento de las actuales circunstancias que han tensionado a la educación por la inversión de valores, el crecimiento exacerbado del individualismo, la crisis económica y política que abona los sentimientos de desesperanza frente a la actitud ambivalente de quienes manejan los hilos del poder para viabilizar proyectos reivindicativos orientados a acortar las diferencias sociales que permitan integrar en vez de marginar.

Esta nueva situación exige a las instituciones de profesionalización docente asumir la tarea de formar profesionales reflexivos, críticos, transformativos y agentes de inclusión social aunque, paradójicamente, los maestros constituyen los sujetos de una exclusión generalizada. Sin embargo, es necesario establecer sólidas bases éticas en la formación de la personalidad de los futuros profesionales de la educación, sin ignorar la dramática realidad de pobreza, injusticia e inequidad que abraza a los sectores populares que alimentan con postulantes a las instituciones de formación docente. Tal situación debe ser horadada por la acción de una educación orientada hacia la liberación del hombre, contribución necesaria para lograr los procesos de emancipación total de los oprimidos de este país. Esos son los desafíos que la educación, en todos sus niveles, debe asumir, promoviendo respeto a la libertad y las creencias de los otros, en espacios crecientes de pluralismo de ideas, de búsqueda de consensos, de práctica de la solidaridad, de construcción de la justicia y la libertad, valores que el sistema educativo debe priorizar.

Para ello, se debe conferir una mayor preponderancia y significación a la relación entre educación y valores en los ámbitos de la acción formativa de los profesores. De ese modo, se trata de comprender que una de las funciones más importantes de la educación es contribuir a la formación de una sólida ética ciudadana como pilar fundamental de la democracia. La función socializadora de la escuela consiste básicamente en integrar a las personas a la comunidad en que viven, tomando en cuenta sus demandas en la formación de valores y el desarrollo de la personalidad de los estudiantes. Por ello, es pertinente cuestionarse: ¿Qué debemos entender por valores? Esta interrogante y otras han sido abordadas por muchos pensadores, con las diferencias que supone el posicionamiento ideológico asumido; empero, se debe reconocer la existencia de criterios comunes, pues el valor...

"...debe ser entendido como la significación socialmente positiva de objetos y fenómenos" (J. FABELO CORZO)

"Es el significado social que se atribuye a los objetos y fenómenos de la realidad en una sociedad dada, en el proceso de la actividad práctica, en unas relaciones sociales concretas" (Zaida Rodríguez)

"Es algo muy limitado a la propia existencia de la persona que afecta a su conducta, configura y modela sus ideas y condiciona sus sentimientos, actitudes y sus modos de actuar" (Esther Baxter)

Es "...Función esencialmente práctico-reguladora y orientadora de la acción humana" (Rodríguez Ugido)

Es... "Principio o fines que guían nuestro comportamiento individual, grupal, social" (Arés Muzio)

Las definiciones consideradas permiten realizar las siguientes consideraciones:

? Los valores se refieren a una relación de sentido entre los procesos o acontecimientos y las necesidades e intereses de la vida en comunidad, siendo ellos parte sustantiva de la realidad social que, en el caso del Bolivia, se complejiza debido a la diversidad cultural vigente, que no puede ser ignorada por la educación como fenómeno histórico-social ni por los procesos de formación docente. Es necesario tomar apunte de los diferentes sistemas de valores jerárquicamente estructurados que, además, son dinámicos, cambiantes y dependientes de las condiciones históricas concretas en las que se dan.

? Otro rasgo connotativo es la referencia a la necesidad de considerar las formas en que los valores objetivos son reflejados en la conciencia individual o social de hombres y mujeres, de manera que se pueda entender los modos en que cada individuo, como sujeto social que es, estructura su propia y subjetiva categorización axiológica, resultado de un complejo proceso de valoraciones que supone un mayor o menor grado de correspondencia con el sistema objetivo de valores, dependiendo de la expresión cultural a la que pertenecen las personas, de los modos de participación y correspondencia entre los intereses individuales del sujeto con los intereses colectivos de la sociedad y de la acción formativa que ejerce la educación.

? Finalmente, aceptar que los sistemas de valores se los crea e instituye socialmente para luego reconocerlos oficialmente, como resultado de la generalización de escalas subjetivas de valoración que, en el caso de sociedades divididas en clases, responden a la de los sectores que detentan el poder. A más de ello, la realidad de la pluriculturalidad exige la consideración y, tal vez, la combinación de las diferentes escalas y apreciaciones valorativas para fortalecer la diversidad.

El sistema de formación docente que asuma la heterogeneidad debe colaborar en la formación de una alta conciencia valorativa, rescatando los criterios y prácticas axiológicas de los pueblos originarios que hagan posible demarcar posicionamientos a favor de valores como la justicia, la solidaridad, la convivencia entre diferentes, la independencia y la búsqueda del bien común, de modo que las personas contribuyan conscientemente en la construcción de sus identidades y diferencias. Para ello, se debe garantizar todas las posibilidades de interacción, de tal modo que los estudiantes puedan autoasumirse como seres históricos, sociales, comunicativos y transformativos, con capacidades para aportar a la construcción del "nosotros", que no es sino el resultado del reconocimiento de "los otros" a partir de los cuales se logra la estructuración de las características propias del individuo. Una tarea no sólo antropológica o sociológica sino particularmente ética, que supone establecer nuevas relaciones de interacción y nuevas formas de negociación cultural.

Insistir en la necesidad de una educación en valores es aceptar el reto de reflexionar y buscar alternativas para proponer los métodos y las estrategias didácticas que hagan posible tal educación, es decir, estructurar contenidos de valor referidos a normas y actitudes que desarrollen modos de ser, capaces de enfrentar a ese mundo y a esa vida llenos de incertidumbre, en coherencia y unidad a los modos de sentir, enjuiciar, actuar y devenir, en equilibrio con aquello que hoy se ejercita: los contenidos conceptuales y procedimentales, de modo que los valores se constituyan en "...proyectos globales de existencia que se instrumentalizan en el comportamiento individual, a través de la vivencia de unas actitudes y el cumplimiento consciente y asumido de unas normas o pautas de conducta" (González L. Fernando; 1990 – 37) Es en esa forma que se logra que los valores se constituyan, superando las dificultades coyunturales, en procesos planificados de vida que rescate, en el caso nuestro, el "...reconocimiento del otro, del derecho a la diferencia, de la perspectiva de las opiniones personales y de cada punto de vista. Es el momento de apertura de la comunicación a otras culturas, formas de vida y puntos de vista, para apropiarse del contexto propio en el cual cobra sentido cada perspectiva y cada opinión" (G. Hoyos: 1998-23)

La educación en valores constituye una especie de puente y complemento entre las instituciones educativas y la sociedad; en esa condición, expresa las especificidades de una determinada etapa histórica, lo que explica su dinamicidad y sus posibilidades de cambio. Los valores, como fundamento de la conducta humana, dependen de su inserción en la práctica histórico-social, razón por la que a cada expresión cultural le corresponden determinados valores en función de sus intereses y aspiraciones, en cuya dirección se orienta la formación integral de la personalidad. Más allá de estas consideraciones, lo importante es saber de qué manera, desde los ámbitos pedagógico y psicológico, puede concretarse los valores humanistas en el desarrollo moral de los estudiantes.

El rol docente

La capacidad valorativa no es innata, está ligada a las acciones de la familia y la comunidad, es expresión de la conciencia social. Sobre ella, la escuela debe asegurar la continuidad de la formación ético-moral, exigencia que los maestros debemos interpretar correctamente a fin de asumirla no como simple generalidad, sin contenido ni contexto, sino como necesidad implicada en las intervenciones cotidianas de los seres humanos, rescatando el factor afectivo-emocional en las interacciones del proceso enseñanza-aprendizaje. Para lograrlo, será preciso un clima de confianza, amplitud y participación, capaz de provocar estados emotivos respecto a la personalización de los valores, como la expresión más idónea, legítima y auténtica de los sujetos que los hacen suyos, única manera de acometer la edificación de la unidad del Estado plurinacional sobre la diversidad, un objetivo histórico permanente.

La función docente debe cambiar necesariamente, pues la enseñanza no consiste en simples adiestramientos técnicos en una u otra rama del saber. Sus contenidos y las formas de tratamiento metodológico deben tener una razón ética pues, como es sabido por todos, educar es formar y formar supone tener dominio de la asignatura que se enseña y conocimiento de los sujetos de la formación que son diferentes, de modo que se pueda mejorar los conocimientos, criticarlos, cambiar lo conocido, tomar otras opciones en razón de las circunstancias sociales en las que se trabaja y en el marco de una racional relatividad garantizada por principios de orden ético y moral.

Los docentes debemos cuidar la coherencia entre el discurso y las acciones, entre lo que se enseña y los modos de enseñar, en el marco de la realidad social, constituyéndose en un modelo que exige superar los enfoques de la enseñanza tradicional. Para ello no se necesita del instructor sino del maestro que, constituido en el amigo de ruta de los estudiantes, guíe sus pasos con inteligencia y compromiso ético en la mediación entre los estudiantes y los conocimientos, por las vías de la investigación, el análisis, la reflexión, la actitud crítica y el posicionamiento personal.

Conocer a los estudiantes como seres contextuados permite ejercitar la capacidad de problematizar y cuestionar, es decir, educar en y para la pregunta, única manera de encontrar sentido a la existencia humana, mostrando la porosidad que tienen las cosas del mundo y la sociedad. Ninguna realidad es herméticamente cerrada, hecho que justifica que es mejor desarrollar la capacidad de preguntar y no la de responder. Este cambio permite a los estudiantes enfrentar sus propias circunstancias, enfrentar el estado de cosas vigente, para coadyuvar en la limpieza de las costras de un mundo utilitarista, explotador y, muchas veces, inhumano. Es hacer de ellos militantes de la batalla de las ideas que postula Fidel Castro, el legendario comandante de le revolución cubana, como respuesta a los desafíos del nuevo siglo. Para ello es imprescindible formar para el cuestionamiento, como resultado de un equilibrado y racional inconformismo de las nuevas generaciones, como elementos en la construcción de un mundo más justo y más humano; educar para la disconformidad y la disidencia, para la oposición bien entendida, es una exigencia ética de la contemporaneidad.

En este ámbito de preocupación, José María Mardones, plantea la necesidad de una educación del oído, la vista y la memoria , como estrategia que impacte el modelo, con el propósito de que los alumnos perciban los clamores de justicia y libertad que nacen desde las mayorías oprimidas, haciendo frente al poder dominante que abusa de los medios masivos de comunicación para predicar las "bondades" y la "justeza" del sistema, ocultando sistemáticamente la disconformidad y la protesta de los pobres. Educar la vista para que todos, hombres y mujeres, vean con objetividad la realidad del mundo y de la sociedad, para que descubran las diferencias y sean capaces de captar los clamores angustiantes de una humanidad con muy pocas esperanzas, ver los cuadros dramáticos de pobreza y exclusión que el manejo del poder y las inequitativas relaciones de distribución y consumo de los bienes producidos, instauran en un mundo radicalmente polarizado, donde el hambre y la miseria campean para las grandes mayorías en beneficio de una minúscula capa de privilegiados, situación lacerante que degrada el sentido de la coexistencia como requisito de la existencia humana. Educar la memoria con el propósito de no vivir anclado en el presente y recordar los acontecimientos del pasado, plagado de las acciones más heroicas de los humildes y sometidos, para no olvidar los objetivos de las luchas populares y sus huellas impresas por la historia. En este propósito, nada se debe ocultar, menos mentir a los estudiantes, mostrar la realidad por muy dramática que ella sea es una obligación moral que puede contribuir a la educación para el compromiso, el cambio y la felicidad.

Es urgente ampliar la racionalidad, la capacidad crítica, la experiencia para el conocimiento de la esencialidad humana, tarea que resulta imposible sin una educación para el cuestionamiento basada en la pedagogía de la pregunta, como planteara el siglo pasado el insigne Paulo Freire, reclamando el componente ético para una educación entendida como proceso de concienciación política y medio de liberación.

La perspectiva metodológica

Debe reconocerse que el problema metodológico para la formación docente en contextos pluriculturales y relaciones de interculturalidad es un terreno casi inexplorado, dado el hecho de que los valores responden a las realidades sociales y no son susceptibles de transmisión. Ellos deben ser formados en la medida del desarrollo de la personalidad, un proceso que debe vincular estrechamente los componentes axiológico, cognoscitivo y afectivo del ser individual y colectivo del hombre. En esta suerte de indefinición sobre qué métodos emplear en la formación de valores, urge la reflexión profunda sobre aspectos como:

? La necesidad de privilegiar la atención al desarrollo de la conciencia de los estudiantes, debido al carácter clasista de la ética , ya que los principios en los que se sustenta se forman en la práctica social y expresan "...los puntos de vista y las representaciones históricamente condicionadas, que poseen las personas sobre lo que es debido, los cuales se realizan en forma de ideales morales" (Pisarienko: 1977-3) de ese modo, reflejan las experiencias acumuladas por muchas generaciones, por el pueblo mismo, lo que explica, a su vez, la naturaleza social de la moral; no se olvide que ella es la forma específica de la conciencia social, de manera que se puedan conocer críticamente los modelos vigentes del "deber ser" tanto a nivel personal como social.

? En consecuencia, orientar la formación a la acción sobre la realidad social para su consecuente transformación, a objeto de que los estudiantes, privilegiando la unidad entre teoría y práctica, pongan en ejercicio fáctico las formas correctas de actuar.

? Sólo la suficiente atención a los factores anteriores (orientación y ejecución) hará posible el logro de la dimensión valorativa del control, factor importante para que los estudiantes puedan efectuar relaciones comparativas de sus acciones en correspondencia a los modelos propuestos por la educación como respuesta a las exigencias de la sociedad, esto es, saber valorar.

La complejidad de la tarea formativa en valores y la necesidad de diseñar los requerimientos metodológicos pertinentes para ello demandan de los maestros una alta profesionalidad para que realicen con eficacia el buen arte de la conducción que significa la educación, la que "...debidamente entendida, al margen de pormenores y sutilezas pedagógicas, es la conducción de la Sociedad a situaciones de superioridad en su unidad indestructible de individuo, sociedad y cultura, añadiendo la naturaleza" como afirma Carranza Siles (1990: 28). Por tanto, enseñar, como sostiene Heidegger, significa dejar aprender. Consecuentemente, un buen maestro es aquél que ha aprendido a dejar aprender, incitando a sus alumnos a transitar por el largo camino del aprendizaje permanente, integrando lo axiológico, lo académico, lo investigativo y lo laboral.

Reflexión final como diástasis constructiva

Se vive una etapa histórica de bajas expectativas éticas y desfallecimientos utópicos, en una sociedad empujada a un pragmatismo deshumanizante, reticente a la apertura de las diferencias pese a la diversidad cultural vigente en el mundo, lo que justifica la urgencia de establecer los mecanismos que hagan posible la superación del tono crepuscular ético de la época y establecer la vigencia de la convivencia intercultural plena, preocupada por "los otros", con visión de alteridad, en relaciones simétricas que eliminen toda posibilidad de sometimiento y exclusión, para formar docentes desde las intrincadas perspectivas de la heterogeneidad, abiertos al cambio, a la equidad, a la evidencia de las diferencias y el reconocimiento de las identidades culturales.

La educación debe implicarse seriamente en el rescate de las raíces culturales para implementar la interculturalidad como práctica educativa, lo que reclama la interacción de dos referentes, los "unos" y los "otros", diferentes pero no independientes; por el contrario, inmersos en relaciones de igualdad económica, social, política y cultural, única vía para fortalecer la relación entre las culturas vivas que subsisten y crecen, no de realidades estancadas y sin futuro.

La identidad y la diferencia se manifiestan en el tiempo y el espacio superando el ahora y el aquí, donde la una arrastra a la otra, pues la identidad sólo es posible en razón de la diferencia y viceversa, en contextos dinámicos y de interacción, es decir, entendiendo a la una como atravesada por la otra, así como el relámpago ilumina en la oscuridad la multiplicidad de una parte de la realidad, develando su unidad de sentido, donde la oscuridad no desaparece por la acción de la luz, sino que simplemente recorre sus límites y permanece como periferia infinita, como lo señalara el viejo Heráclito. Esto significa que la unidad no supone de hecho la eliminación de la multiplicidad, por el contrario, refuerza la diversidad y su sentido de unidad total.

Una situación que requiere poner ciertos acentos en la formación docente con la inclusión del componente ético, que aperture esa preocupación por los demás, no como actitud de salvación mesiánica, que lo que hace es profundizar las distancias entre los de abajo y los de arriba, entre los "inferiores" y los "superiores" que la educación elitista pregona por las misteriosas sendas subliminales, situación que debe ser definitivamente desterrada del imaginario educativo y formativo del siglo XXI, poniendo en ejercicio la tarea de trabajar por la igualdad de los hombres en su dimensión humana y asumiendo las diferencias culturales existentes. Tan alta responsabilidad necesita ser asumida en los marcos de una práctica moral de sincera preocupación, requerimiento que debe constituirse en el núcleo de las motivaciones formativas; de no ser así, los esfuerzos para elevar la calidad de la formación docente y lograr profesores reflexivos, críticos, contestatarios y propositivos, en fin, profesionales investigadores, transformativos y cuestionadores de la realidad y de su propio ejercicio profesional, carecería de sentido.

La formación en valores debe partir de las premisas anotadas de simetría en las relaciones, de respeto a la diversidad cultural de cada Estado, tomando en cuenta sus tradiciones, sus costumbres, sus prácticas pedagógicas y sus tablas axiológicas como la fuente principal del proceso, comprometido con la naturaleza humana, su demanda de justicia y libertad a ser construida y ejercida en el devenir histórico de los hombres y de los pueblos.

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