NUESTRA AMÉRICA/ La Habana, 24 de julio de 2013
24 de julio de 1783
Hoy, 24 de julio, cuando se conmemora el aniversario 230 del natalicio en Caracas de El Libertador, es un deber latinoamericano rendir tributo a quien Martí se refirió como "aquel hombre solar, a quien no concibe la imaginación sino cabalgando en carrera frenética, con la cabeza rayana en las nubes, sobre caballo de fuego, asido al rayo, sembrando naciones".
Simón Bolívar fue el gran protagonista de un momento en que el hombre latinoamericano, "el hombre vivo y real, el que todo lo hace, el que posee y lucha", dividió la historia del continente en la etapa multisecular de la servidumbre y la sumisión a la monarquía española, y el periodo de la libertad republicana.
La obra humana no es exclusiva de una época, ni de un solo individuo, sino del eslabonamiento dialéctico de acontecimientos, el pensamiento y la acción de los hombres que los provocaron y se adelantaron al desarrollo social y político del tiempo que les tocó vivir.
Así, por ejemplo, la identificación entre el pensamiento de Bolívar y de Martí acerca de los destinos de nuestra América no es una coincidencia, sino una continuidad. No es una coincidencia que Bolívar afirmara que "en el Norte están todos los peligros", que Martí denunciara en forma concreta las ambiciones del imperialismo norteamericano, y que la Revolución Cubana, primero, y después la Revolución Bolivariana, se enfrentaran a los peligros y ambiciones de ese imperialismo.
A Bolívar le fue imposible resolver todos los problemas a la vez, o sea, destruir un orden establecido, echar los cimientos de uno nuevo y realizar "el pacto americano que, formando de todas nuestras repúblicas un cuerpo político, presente la América al mundo con un aspecto de majestad y grandeza sin ejemplo en las naciones antiguas".
Su mensaje de que "la patria es América" no halló entonces el ámbito propicio, y los intereses concretos de una minoría poderosa, más pesados que sus valores abstractos, se fueron reflejando en la proliferación de partidos liberales y partidos conservadores que sirvieron en definitiva al caudillismo, a las oligarquías y a la fragmentación del mundo vislumbrado por Bolívar.
Pero así como su genio militar jamás fue discutido por sus contemporáneos —amigos y enemigos— no es menos cierto que supo interpretar su época y que sus ideas políticas acerca de la unidad del continente —y los peligros acechantes— mantienen la frescura de una planta recién brotada.
Lo refleja en su famosa Carta de Kingston al afirmar que "la opinión de la América no está aún bien fijada, y aunque los seres que piensen son todos, todos independientes, la masa general ignora todavía sus derechos y desconoce sus intereses". Y en 1821 llama a "marchar juntos a despedazar cuantos hierros opriman a los hijos de América". Y al año siguiente considera la necesidad de prevenir al pueblo "y enseñarle el remedio de preservarse del mal, que no es otro que la unión". Ya pensaba, seguramente, en la existencia de "una poderosísima nación muy rica, muy belicosa y capaz de todo". Los Estados Unidos, como aseguraría en una carta fechada en Guayaquil el 5 de agosto de 1829, "parecen destinados por la providencia para plagar la América de miserias a nombre de la libertad".
En ese sentido, Bolívar fue un hombre del porvenir. En 1830 su obra está en marcha, invisible para los señores de copa y bastón, sembrada en la tierra que él amó, y sembrada en la historia de nuestra América, en la América de Sucre, de San Martín, de O'Higgins, de Hidalgo, de Martí, de Sandino, del Che, de Hugo Rafael Chávez Frías y de Fidel.
En 1830, el hombre que "burló montes, enemigos, disciplina, derrotas", el hombre que "burló el tiempo", como sentenció nuestro Apóstol; el hombre que desafió las cimas de los Andes, el gran soldado de Carabobo, Boyacá, Bombona, Pichincha, Junín y Ayacucho; el hombre ante cuya estatua lloró un viajero un día; aquel hombre estaba agonizando en diciembre, en Santa Marta, frente a la bahía de Cartagena, a los pies de la Sierra Nevada, la máxima altura de Colombia, cuyo pico plateado proyectado sobre el sólido azul del firmamento podía contemplar el moribundo desde su ventana.
Allí, rodeado de sus más íntimos oficiales y de unos pocos indios de la villa cercana de Mamatoco, murió El Libertador.
Dicen los historiadores que sus últimas palabras, en el delirio de la agonía lenta, fueron: Vámonos... Vámonos... Vámonos muchachos. Lleven mi equipaje a la fragata. Cuarenta y siete años después de su nacimiento, a la una de la tarde del viernes 17 de diciembre de 1830, la fragata zarpó rumbo a la Gloria.