tribuna
Erick Torrico V.
La democracia ha probado ser, hasta el día de hoy, el régimen político preferible frente a cualquier otra forma de orden y gobierno en la sociedad.
La democracia supone un conjunto de reglas básicas –de ahí su calificación como régimen– orientadas a asegurar la libertad y los derechos de las personas, así como a poner límites y controles al ejercicio del poder. Tales normas, que la originan y sustentan (por eso la Constitución), obligan a todos los actores de la colectividad a cumplirlas insoslayablemente.
En la práctica, la idea de la democracia se traduce ante todo en las libertades de pensamiento, expresión y prensa, el pluralismo ideológico, la participación ciudadana, la independencia y balance de los poderes públicos, además de la elección y renovación periódicas de las autoridades mediante el voto informado y transparente que, a su vez, hace posible la soberanía popular.
Cuando uno o más de esos componentes dejan de estar vigentes ya no es posible, como resulta obvio, hablar de que se tenga una democracia.
Por consiguiente, al darse situaciones en que las disposiciones constitucionales sean vulneradas, se condicione y vigile las libertades, se descalifique y persiga al que piensa distinto, se falsifique o dirija la participación, se concentre los poderes bajo un único mando e interés o se desconozca y, peor, anule la voluntad popular, es claro que lo que habrá en el mejor de los casos será una democracia en estado de suspensión.
El riesgo posterior inmediato, como es de suponer, es el de la supresión completa del régimen y su conversión en un franco modelo autoritario. Que a éste se le llame después dictadura no depende apenas de que el gobierno sea tomado a la fuerza por los militares, noción caricaturizada que suele manejar el simplismo de gente con evidentes limitaciones empíricas; tal calificativo se desprende más bien del carácter tiránico con que es conformado y administrado el poder político.
El autoritarismo, sea militar, civil o “cívico-militar” –como sucede más claramente en la actualidad en Venezuela o Nicaragua–, se asienta en el abuso de autoridad que pronto degenera en la intolerancia de toda crítica, en el amedrentamiento sistemático, el uso discrecional de los recursos económicos y coercitivos del Estado y, por tanto, en la violación amplia y constante de los derechos humanos.
Los dos países mencionados, donde ya han sido asesinados centenares de ciudadanos en beneficio de la permanencia forzada de sus gobernantes, son una evidencia lacerante de que la democracia puede ser transformada en su contrario, aunque se mantenga en ellos una “fachada” de legalidad. Con esos y otros ejemplos cercanos, Latinoamérica está mostrando en estos años que la democracia (formalista) puede devorar sin inconvenientes a la democracia (sustancial). ¿El resultado?, una “democracia ultra-formal” sin contenido.
El autoritarismo como modelo se caracteriza por imponer su control sobre todos los órganos de poder y las organizaciones de la sociedad, faceta esta última que equivale a conculcar la ciudadanía. Pero los autoritarios no tienen conciencia de eso, pues entienden que son ellos o su eventual caudillo quienes representan al conjunto de los sectores sociales; esto es lo que bien se puede llamar la “democracia hiper-representativa”, cuando un régimen tal todavía juega a las elecciones y pretende hacerse pasar por “democrático”.
En un esquema así, se enardece también el autoritarismo de ciertos grupos, se reemplaza el debate y la deliberación por la aclamación obligada y se desencadenan formas corruptas de relación entre el Estado y la población que se manifiestan en el prebendalismo, el nepotismo, el clientelismo y el corporativismo, sin dejar de lado, por supuesto, la latencia de la represión.
El modelo autoritario tiende siempre a presentarse como la superación del pasado, el mejor presente posible y la seguridad del futuro. Ante una amenaza de semejante magnitud, defender la democracia es un deber histórico.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político.
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