A fuego lento
Édgar Arandia
La Razón (Edición Impresa)
00:00 / 12 de julio de 2015
A mi compadre Teo le gusta bailar la canción de la película Zorba el griego. Su cojera (medalla de guerra popular) le da un toque dramático que le divierte. Siempre que la alegría le arrebata la razón, nos invita a su dormitorio para mostrarnos el recorte de prensa donde aparece su nombre, perdido entre cientos de los heridos y muertos que dejó la revuelta de octubre de 2003. Nunca pidió ayuda del Gobierno, ni siquiera intentó emprender el camino interminable del resarcimiento por su herida; muchos, en cambio, que no lo merecían sospechosamente sí lo recibieron.
Puso una esperanza desmedida en el Gobierno, pensó que muchas cosas cambiarían, pero en sus ojos se adivina una lúgubre desilusión:
—Todo se está pudriendo por culpa de los advenedizos, dice, aleteando los brazos, impotente, porque no puede hacer nada para impedirlo ¿O sí? Como no le interesa el balompié, no le duele la mafia de la FIFA que ya denunció el inefable Maradona hace más de una década, pero sí le tortura lo que pasa en Chile, donde el hijo de la presidenta Bachelet se metió en turbios negocios y frenó lo que podía ser una revolución que hubiera facilitado el diálogo entre nuestros pueblos. Hasta ahora no concibe que un grupo de mujeres haya convertido el Fondo Indígena en su fondo personal, habida cuenta de que siempre el mandatario Evo, quien trabaja entre 12 y 13 horas diarias, dice: “Ahora ya no gobiernan los gringos, sino los indios”. Todos percibimos que es solo un slogan y que le muestran una película que no es la real. Si nos remontamos al primer campanazo de los actos de envilecimiento de Santos Ramírez, y que continuaron con los grupos de abogados incrustados en el Ministerio de Gobierno, expertos en concebir corralitos para delinquir y asaltar sin dejar rastros, podemos afirmar que no hubo una reacción inmediata para cortar de cuajo algo que erosiona lentamente el proceso político que vive Bolivia. Un cambio revolucionario sin ética siempre culmina en el fracaso, eso nos lo demuestra la historia.
Los actos delincuenciales están en el menú diario de los bolivianos, la oposición sólo aletea y no tiene ningún peso específico para plantear una alternativa de control fiscal y usa estos escándalos para intentar apuntalar autoridad moral y definir una alternativa. No puede porque tiene entre sus representantes aventureros como Amílcar Barral, el prototipo del advenedizo que sólo busca aprovecharse de su condición de asambleísta para asaltar a sus propios compañeros.
Sin embargo, esta lacra moral llegó muy lejos, ahora la Fundación Cultural del Banco Central está en la mira por las denuncias de Potosí, Sucre, Santa Cruz y La Paz. Existe una auditoría que el Consejo de Administración quiso cambiarla, presionando al auditor para que excluya de su trabajo observaciones que apuntan a procesos penales. Estos fueron denunciados en noviembre de 2014, y las autoridades no movieron un dedo; más bien, semanas atrás, modificaron su estatuto (obviamente, como en las épocas neoliberales, sin consultar a nadie) en el que se otorgan poderes ilimitados para disponer del dinero del Estado. ¿Por qué? ¿Quiénes los protegen? ¿Las autoridades habrán leído su estatuto? Un gobierno que fue capaz de rescatar los hidrocarburos de poderosas trasnacionales y generar una economía sólida, que nacionalizó Entel, que tiene los servicios del agua y la energía eléctrica y el transporte aéreo, no es capaz de “nacionalizar” una institución que podía haberse convertido en el brazo impulsor de la descolonización para que la revolución cultural no sea solo un eslogan vacío. Así como el presidente Evo afirma, nosotros también decimos:
—¡No lo podemos entender! Mientras tanto, estamos expectantes, con alguna ínfima esperanza.
Abrazo a mi compadre y comparto con él su baile preferido.