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Rompiendo las cadenas de la violencia e impunidad

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María Luisa Quezada

Cómo no estar agotada, sentida, de ver y palpar día a día la muerte de mujeres, niñas, niños y adolescentes en nuestro país. La violencia a flor de piel junto al dolor de las familias. La impunidad y la corrupción marcando el camino de la justicia.

De generación en generación, a una gran mayoría de niñas nos enseñaron en la casa a servir, atender, callar, no comentar, no opinar, peor aún a no dar una posición. Y nos enseñaron ante todo a ser tolerantes con la violencia.

Las leyes avanzaron sin compañía de cambios en los operadores de justicia: policías, fiscales y jueces, que aún negocian con el dolor de las víctimas y se sostienen en la corrupción.

La educación, base de cambio en las sociedades, no avanzó en cambios de conducta y patrones de violencia arraigados en nuestra cultura. Peor aún pensar en financiamiento necesario para ofrecer acogida y refugio a las víctimas, asegurar el castigo a los culpables y lograr que ellas rompan con el círculo de la violencia hacia futuro, por y para sus familias.

El avance en las leyes contra la violencia visibilizó con fuerza la situación de los sectores más débiles y vulnerables de nuestra sociedad, víctimas de esta práctica. En el protagonista que ejerce violencia, en sus peores formas, se materializó el temor a la pérdida de poder.

Hasta que la educación y la justicia funcionen contra la violencia deberá ser la sociedad en su conjunto la que impulse el cambio.

Enseñar a los hijos a crecer en igualdad de condiciones, sin gritos, sin golpes, alimentar a los niños y niñas sin preferencia alguna, romper con la atención de la mujer al varón, de la hermana al hermano como algo natural, dejar de obligar a servir. Que tengan la misma libertad y opciones de estudio. Que compartan derechos y obligaciones al igual que el padre y la madre, desde las tareas del hogar hasta la enseñanza y educación de los hijos e hijas.

Romper con la impunidad. Que la justicia funcione desde la denuncia hasta la sanción, dejando de lado la corrupción, asegurando mecanismos de control de los operadores de justicia. Si existe algo que no cambió en Bolivia es la impunidad, que sigue menoscabando los cimientos de la sociedad.

Generar políticas públicas destinadas a la disminución del consumo de alcohol, que es una de las causas principales de violencia intrafamiliar; solo basta ver las estadísticas policiales de ello, debiendo el Estado asumir un rol transformador.

Frente a la falta de lugares seguros de acogida de las víctimas, las familias deberían cumplir este rol, en el caso de la mayoría pese a sus limitaciones económicas o de espacio. Que ya no se escuche el “aguantá nomás, para eso te casaste, hazlo por tus hijos” o el “tú tienes la culpa”. En el caso de los niños y niñas violentadas que se los escuche, que no se deje de lado ninguna denuncia que termine en encubrimiento o en el peor de los casos, muerte.

Todo esto acompañado de un papel activo de los medios de comunicación quienes además de visibilizar a las víctimas y victimarios lo hagan con los operadores de justicia que no cumplen con su papel de sancionar al culpable, empezando a romper el círculo de la impunidad que tanto daño nos hace.

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