Sostiene el autor que en las entrañas de la administración del poder en el actual proceso político actúa un curioso mecanismo: el “chantaje étnico-cultural”.
Y Fidel dijo: “El modelo cubano ya no nos funciona ni a nosotros”. Tamaño desparpajo, tamaño arranque de realismo y sinceridad política, sólo podía proceder de la boca del Comandante. Ocurrió en septiembre de 2010, en una entrevista concedida por el líder cubano a un periodista estadounidense (Jeffrey Goldberg, de la revista The Atlantic).
Un día después de que la frase recorriera el mundo, Fidel Castro, claro, dijo que fue malinterpretado, que lo que realmente no funciona es el capitalismo, pero nunca negó que fueron ésas sus palabras. Quien sí parece haberlo interpretado bien es su hermano Raúl.
Pocos meses después de la confesión de Fidel, en diciembre de 2010 y ante la Asamblea Nacional —el parlamento cubano—, Raúl Castro fue igual y dramáticamente sincero: "O rectificamos, o ya se acaba el tiempo de seguir bordeando el precipicio, nos hundimos, y hundiremos el esfuerzo de generaciones enteras".
La historia viene a cuento aquí, un poco por amenidad narrativa, otro tanto porque Cuba es, para muchos funcionarios del gobierno de Bolivia, una referencia de acción política incuestionable, y otro retazo más significativo porque hay ya suficiente evidencia que permite concluir que la revolución cubana, como la “democrática y cultural” de Bolivia, se merecen el desparpajo de Fidel: una alta dosis de realismo y honestidad (claro que, en el caso cubano, para tamaño desparpajo, se requieren medio siglo de Revolución y 85 años en el cuerpo).
La referencia a ese pasaje de la historia reciente de la Isla viene a cuento también para introducir una contribución más a una cada vez más necesaria radiografía sustantiva del actual proceso político en Bolivia. Y en esa línea, ya casi es innecesario apelar a un análisis de la gestión de gobierno en el ámbito de la economía (la gestión económica del gobierno se desnuda sin solicitud: el señor Vicepresidente, por ejemplo, en un texto de reciente publicación, y en tono agrio y majadero, propio de un hombre crispado, acaba de redondear con precisión los horizontes económicos del gobierno del MAS: desarrollismo del más “puro”, travestido de una retórica falaz, presuntamente leninista).
Resulta mucho más interesante y mucho más expresivo, entonces, remitirse a los aspectos psicológicos, ideológicos y culturales del actual proceso político, y entre ellos está, sin duda alguna, aquella poderosa idea que condensa todos esos aspectos: la idea del indio en el poder, la idea de que aquí, en Bolivia, gobiernan los indios, aquella idea que convoca, provoca, transforma, deforma, y hasta disuelve.
¡Cómo puede no ser poderosa esa idea —el indio en el poder—en un país profunda y genéticamente racista!, en un país forjado en el fallido intento de construirlo en base a la quinta parte de su población, excluyendo a una mayoría inapelable, los cuatro quintos de indios. Si esto es así, si se mira desde lejos y se admite que así han sucedido las cosas, lo que puede decirse con absoluta certeza hoy, sobre el curso del actual proceso político boliviano, es que ya no se es felizmente o tristemente impune en Bolivia cuando se vomitan esas tres palabras que resumen dolorosamente, todavía, el sentido común que le ha dado nombre a la República: “indio de mierda”.
Hoy, hay un país que se ha dotado de un nuevo estatuto —la Constitución Política del Estado— que le otorga a los indios un lugar indiscutible en la nación (en la plurinación, mejor dicho); hoy, ya resulta sencillamente inimaginable un país sin indios; hoy, el extraordinario poder simbólico de esa idea convertida en acción política se ha materializado en una suerte de rebelión electoral indígena. Somos un país más completo, más dispuesto a sus desafíos.
Pero somos también el país de las tristes paradojas. Aquella poderosa idea —el indio en el poder—ha derivado en algo que bien puede nombrarse como “chantaje étnico-cultural”, una suerte de resorte invisible que actúa desde la psicología culpable de los indios y no indios que navegan en los meandros de la administración del poder. De allí pues nacen las sombras del actual proceso, la auto-negación de sus actores en nombre de esa poderosa idea, las ya largas sombras de la indiscutible supremacía del líder, del incuestionable “jefazo”, del autoritarismo, la arrogancia y la prepotencia y todas sus oscuridades.
De allí mismo han nacido el “gasolinazo”, el desprecio a los que disienten, la ominosa y obscena genuflexión de la política a los milicos (milicos, sí, con todo el denuesto que la palabra conserva). La lista es larguísima, y la triste paradoja se enrosca todavía más en su más cruel y patética expresión: la servidumbre intelectual, la idea del indio en el poder y su paroxismo, diríamos.
Pero claro, las cosas de la vida y la política no se explican sólo por la psicología y los fracasos culturales. Hay al menos dos Evos en cuestión, para intentar explicar la citada servidumbre: el Evo de sus primeros cuatro años de gobierno, hasta el 2008, el incuestionable conductor de la “guerra” victoriosa sobre las oligarquías latifundistas del oriente, y el Evo nacido en 2009, con el verdadero inicio de la fase estatal del gobierno del MAS, que apenas dos años después ha comenzado a demostrar sus limitaciones, hasta el punto de configurar un muy probable punto de no retorno. Es ese primer Evo el que parece haber domesticado a todos quienes les rodean, convirtiendo sus oídos en rodillas.
Y si de tristes paradojas se trata, debe citarse la más reciente: hay unos “indios de primera” —los obedientes, los levanta manos, los dispuestos a todo, incluso a enfrentarse a sus “hermanos”—, y los otros indios, los “indios de segunda”, los que marchan en defensa de su territorio, los que resisten el desprecio.
Hay otro “gasolinazo” en curso, entonces. Sí, no es un absurdo comparar el fallido intento de “equilibrar” los precios de los hidrocarburos de diciembre de 2010 con la marcha por la defensa del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure, TIPNIS.
Ambos hechos revelan con absoluta claridad la desfiguración, el dislocamiento, o sencillamente el agotamiento del actual liderazgo del llamado “proceso de cambio”.
Son dos hechos cualitativamente semejantes, pero distintos en su densidad política: el “gasolinazo” se ha resuelto, temporal y rápidamente, con el retroceso del Ejecutivo; la forma en que se resuelva el conflicto que plantea la reedición de la marcha indígena, en cambio, no parece ser tan sencilla, todo indica que su resolución inaugurará un nuevo tiempo en el tiempo del “proceso de cambio”, un nuevo principio.
Y ya comienza a ser insoportable la levedad argumental de los múltiples y variopintos voceros del gobierno sobre el asunto. Les hace falta, compañeros, siquiera unos gramos de la honestidad política del Comandante, por ejemplo.
Gustavo Guzmán / Periodista