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Inundaciones y miopía colectiva

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Vamos a andar

Rafael Puente*

Viernes, 14 de marzo de 2014

Es evidente que este año hemos sido castigados como nunca por inundaciones; son muchos miles de familias las afectadas, y son cientos de miles de cabezas de ganado las que se han perdido (más las que todavía se pueden perder).

En esta dramática realidad se concentran las noticias, mientras el debate se ubica en torno a la ayuda a las personas y familias damnificadas, en la declaración o no de  Beni como zona de desastre, en la denuncia de que la ayuda llega prioritariamente a comunidades que se considera afines al partido del Gobierno...

Son, sin duda, noticias y debates de máxima gravedad, que no se trata de minimizar, pero no por eso deja de ser preocupante el silencio -tanto de parte del Estado como de  parte de los organismos de la sociedad civil- acerca de un tema que debiera se primordial: cómo evitar que estas tragedias humanas y económicas se sigan repitiendo.

Sabemos que no está en nuestras manos suprimirlas de un año para otro, pero tenemos la responsabilidad de pensar en lo que debiéramos ir haciendo para al menos ir aminorando la desgracia. ¿O es que alguien cree que es simplemente un castigo de Dios? Y si lo fuera, igual sería importante pensar cuál es el pecado colectivo que atrae semejante castigo (y para eso no hay que acudir a obispos y pastores, que aparentemente sólo se preocupan en que el aborto siga siendo pecado y delito, sino a expertos en eso que llamamos cambio climático).

 Pues bien, los expertos (y expertas) coinciden en afirmar que la creciente combinación de inundaciones y sequías es uno de los efectos de la mala relación entre seres humanos y naturaleza, concretamente de tres factores —interrelacionados— que generan un desequilibrio cada vez más peligroso:

• El mal manejo de la tierra cultivable, sometida a la quema de pastizales, a la erosión causada por el riego (y la lluvia) en declives pronunciados, al arado profundo y el uso creciente de abonos y pesticidas venenosos, de manera general por una agricultura y ganadería intensiva y ecocida.

• El mal manejo del agua, malgastada inútilmente, o envenenada por minerales y agroquímicos, o represada en lugares inadecuados, o impedida de infiltrarse por el cementado y asfaltado de crecientes extensiones de suelo cultivable, o destinada a procesos industriales o hidroeléctricos inadecuados (por cierto ¿será verdad que Brasil tiene interés en el proyecto boliviano de Cachuela Esperanza para que sirva de filtro de sedimentos antes de que el agua llegue a sus famosas y letales usinas?).

• El mal manejo de los bosques, concebidos sólo como fuente de producción de madera y sistemáticamente talados (sin estudios previos de la vocación del suelo ni del papel que juegan en el equilibrio ambiental), y sometidos a una constante disminución en aras de eso que llaman extensión de la frontera agrícola.

Pues bien, parece que todos estos males comenzaron con la conquista de estas tierras por europeos que no las conocían y sólo las querían explotar; por tanto parece que —más allá de la necesaria ayuda a familias damnificadas— la solución preventiva de los problemas que ahora padecemos habría que buscarla en un re-torno a las culturas pre-colombinas que sí supieron hacer un manejo equilibrado de suelos, aguas y bosques.

Y, por tanto, la consigna de la descolonización -tan importante como incomprendida- tendría un doble contenido fundamental: Por una parte, acabar con la mentalidad de que existen pueblos de primera y pueblos de segunda (de por sí ya una tarea mucho más difícil de lo que parecía), y, por otra parte, acabar con la mentalidad de que el planeta es un objeto que la humanidad puede manejar a su antojo con fines de lucro, y empezar a entender que es una madre a la que se tiene que proteger y compensar de los inevitables desgastes que conlleva la vida humana.

Lo triste a estas alturas es que no vemos una sola señal de que ministerios, gobernaciones y alcaldías estén preocupadas en prevenir futuros desastres (ocupadas como están en aliviar los actuales), como tampoco vemos que las organizaciones indígenas originarias campesinas se preocupen por acabar con el ecocidio que está en marcha. Ojalá esté mal informado.

*Miembro del Colectivo Urbano por el Cambio (CUECA) de Cochabamba.

Tampoco vemos que las organizaciones indígenas originarias campesinas se preocupen por acabar con el ecocidio, que está en marcha.

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