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¿Cada vez más Estado y menos sociedad?

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Vamos a andar

Rafael Puente

Viernes, 03 de enero de 2014

La repentina expulsión de IBIS-Dinamarca ha vuelto a poner sobre el tapete el tema de las relaciones entre Estado y sociedad civil.

Lo alarmante no es el hecho  —en el fondo anecdótico— de que IBIS ya no pueda trabajar en Bolivia, aunque para muchas instituciones bolivianas y para sus contrapartes sociales pueda resultar realmente grave; lo verdaderamente alarmante es que su expulsión está poniendo a la vista la actitud de nuestro  flamante Estado Plurinacional respecto a la sociedad civil, que, a fin de cuentas, debiera ser el sujeto central a cuyo servicio debería estar el Estado, y no al revés.

Desde la guerra del agua se perfilaba como componente esencial de este proceso de cambio un creciente protagonismo de la sociedad y una creciente reducción del papel del Estado —"cada vez más sociedad y menos Estado” parecía ser la consigna—, que fue lo que de manera prometedora se plasmó en los muchos artículos de la nueva Constitución que hacen referencia a la participación y el control social. 

El concepto de Estado participativo era efectivamente una de las grandes y atrevidas novedades por las que votamos en enero de 2009. Digo novedad atrevida porque históricamente está comprobado que en la entraña misma del Estado está la tendencia a restringir la participación social, a concentrar el poder, a elevarse por encima de la sociedad civil; sin embargo, de 2000 a  2009 parecía que íbamos por ese camino diferente y prometedor. 

Hoy nos encontramos con que no estamos siendo capaces de semejante atrevimiento por parte del Gobierno ni por parte de las organizaciones sociales (que por algo han dejado de ser movimientos sociales).

Lo de IBIS no es más que un síntoma. Ahí está también el afán por controlar y someter al conjunto de las ONG, a las que se sataniza de manera global (sin distinguir entre unas y otras ONG sólo por el hecho de constituir células de una sociedad civil que no interesa que vaya siendo cada vez más orgánica), como está el afán por controlar y someter a las organizaciones sociales (es decir a aquellas que no se sometan y dejen controlar espontáneamente).

No es casualidad que la expulsión de IBIS tenga como detonante el conflicto suscitado con la intervención del Conamaq. El tema importante es ése, y dentro de esa preocupación resulta irrelevante que IBIS apoyara también a la CIDOB  oficialista de doña Melva Hurtado. 

Lo que en el fondo no se quiere admitir es que haya células de sociedad civil que se comporten de manera autónoma, más allá de si son amarillas o de qué color.

 Otro síntoma de lo mismo es el regalo de vehículos a las FUL, o Federaciones del Trópico, o la construcción estatal de sedes sindicales, que son otras tantas formas de intervención del Estado en los organismos o células de la sociedad civil, cuando lo coherente sería, precisamente, la no-intervención.

Dejemos que la sociedad civil se organice y también que cometa errores, y dejemos que sea la sociedad civil la que corrija esos errores, si es que es capaz. Si no es capaz, no sirve para nada que desde el Estado se intente corregirlos, ya que al hacerlo se está violando lo esencial de la sociedad civil, que es su autonomía.

La lógica revolucionaria es precisamente la inversa: es la sociedad civil la que tiene que intervenir en el Estado —ésa es la famosa y desgastada participación—, es la sociedad civil la que tiene la última palabra.

No olvidemos —¡gracias a Boris Miranda por recordárnoslo tan bien en su libro La última tarde del adiós!— que este proceso de cambio se gestó en las más diferentes formas de insubordinación civil frente a un Estado  que violaba los intereses del país y de nuestros pueblos. 

¿Que el actual Estado es diferente del anterior? Por supuesto, pero quien tiene que evaluar eso es precisamente la sociedad civil. Para que, a su vez, esa evaluación sea válida, el Estado no tiene que meterse (salvo cuando se encuentra con violaciones a la Constitución, o con intentos de mediar la intervención de otros Estados en el nuestro, que podía ser el caso de Usaid, pero no el de IBIS-Dinamarca). O ¿es que le tenemos miedo a una sociedad autónoma y organizada?

Rafael Puente es miembro del Colectivo Urbano por el Cambio (Cueca) de Cochabamba.

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